¿Para qué exponer obras de arte?

A medida que una va abriendo interrogantes en su mente, formulando las preguntas adecuadas, entonces, por arte de magia, aparecen también los libros necesarios para desarrollar esas cuestiones y además seguir ampliando interrogantes. Transcribo a continuación parte del capítulo I del libro La verdadera filosofía del arte cristiano y oriental, de A. K. Coomaraswamy. Son los grandes sabios como él quienes aún pueden guiarnos en el camino, frente a un mundo falsificado, oportunista, arribista y de plástico como el nuestro.

¿Para qué exponer obras de arte?

Vamos a considerar el verdadero problema, del ¿por qué exponer?, en lo que se refiere a las obras de arte relativamente antiguas o exóticas que, debido a su fragilidad y a que ya no corresponden a ninguna necesidad nuestra de la que seamos activamente conscientes, se conservan en nuestros museos, de cuyas colecciones forman la parte más importante. Si hemos de exponer estos objetos por razones educativas, y no como meras curiosidades, es evidente que estamos proponiendo hacer tanto uso de ellos como sea posible sin un manejo efectivo. Así pues, será imaginativamente y no efectivamente, como nosotros haremos uso del relicario medieval, o yaceremos en el lecho egipcio, o haremos nuestras ofrendas a alguna deidad antigua. Por consiguiente, los fines educativos para los que puede servir una exposición, no sólo requieren los servicios de un conservador que prepare la exposición, sino también los de un docente que explique las necesidades del patrón original y los métodos del artista original; porque las obras que tenemos delante son lo que son por lo que estos patronos y artistas fueron. Si la exposición ha de ser algo más que una muestra de curiosidades y un espectáculo entretenido, no bastará darse por satisfechos con nuestras reacciones personales ante los objetos; para conocer por qué los objetos son lo que son, debemos conocer a los hombres que los hicieron. No sería «educativo» interpretar esos objetos a la luz de nuestros gustos o disgustos personales, o asumir que estos hombres consideraban el arte tal como lo consideramos nosotros, o que tenían motivos estéticos, o que «se estaban expresando a sí mismos». Debemos estudiar su teoría del arte, en primer lugar para comprender las cosas que hicieron por arte, y, en segundo lugar, para preguntarnos —en el caso de que resulte diferir de la nuestra— si su punto de vista sobre el arte no pudo haber sido un punto de vista más verdadero.
Asumamos que estamos examinando una exposición de objetos griegos, y que invitamos a Platón para que nos haga de docente. Él no sabe nada de nuestra distinción entre bellas artes y artes aplicadas. Para él, la pintura y la agricultura, la música y la carpintería y la alfarería son todas por igual tipos de poesía o de hechura. Y como dice Plotino, siguiendo a Platón, las artes como la música o la carpintería no se basan en la sabiduría humana, sino en el pensamiento de «allí».
Siempre que Platón habla despectivamente de las «bajas artes mecánicas» y de la mera «labor», a la que distingue del «trabajo noble» de hacer cosas, se refiere a los tipos de manufactura que sólo proveen a las necesidades del cuerpo. El tipo de arte que llama sano y que admitirá en su estado ideal, no sólo debe ser útil, sino también fiel a unos modelos rectamente escogidos, y por consiguiente bellos; y este arte, dice, proveerá al mismo tiempo «a las necesidades de las almas y de los cuerpos de sus ciudadanos». Su «música» corresponde a todo lo que nosotros entendemos por «cultura», y su «gimnasia» a todo lo que entendemos por formación y bienestar físico; insiste en que estos fines culturales y físicos nunca deben perseguirse por separado; el delicado artista y el rudo atleta son igualmente despreciables. Por otra parte, nosotros estamos acostumbrados a considerar la música, y la cultura en general, como inútiles, pero, a pesar de todo, estimables. Olvidamos que, tradicionalmente, la música nunca es algo sólo para el oído, algo sólo para ser escuchado, sino que siempre es el acompañamiento de algún tipo de acción. Nuestras propias concepciones de la cultura son típicamente negativas. Creo que el profesor Dewey está en lo cierto cuando llama a nuestros valores culturales esnobistas. Las lecciones del museo deben aplicarse a nuestra vida.


Puesto que no vamos a manejar los objetos expuestos, daremos por sentada su aptitud para el uso, es decir, su eficacia, y nos preguntaremos más bien en qué sentido son también fieles o significativos; pues, aunque estos objetos ya no puedan servir a nuestras necesidades corporales, quizás todavía puedan servir a las de nuestra alma, o si se prefiere, de nuestra razón. Lo que Platón entiende por «fiel» es «iconográficamente correcto». Porque todas las artes, sin excepción, son representaciones o semejanzas de un modelo; pero esto no quiere decir que lo sean en el sentido de decirnos qué aspecto tiene el modelo, lo cual sería imposible viendo que las formas del arte tradicional son típicamente imitativas de cosas invisibles, que no tienen apariencia, sino que son analogías tan adecuadas que son capaces de hacernos recordar, es decir, de traer de nuevo a nuestra mente, sus arquetipos. Las obras de arte son recordatorios; en otras palabras, soportes de contemplación. Ahora bien, puesto que la contemplación y comprensión de estas obras debe servir a las necesidades del alma, es decir, en palabras de Platón, para armonizar nuestros distorsionados modos de pensamiento con las armonías cósmicas, «de manera que por la asimilación del conocedor a lo que ha de conocerse, a saber, la naturaleza arquetípica, y viniendo a ser en esa semejanza, alcancemos finalmente una parte en ese «summun bonum de la vida» que los dioses han señalado al hombre para este ahora y el porvenir, o según se expresa en términos indios, para efectuar nuestra reintegración métrica por la imitación de las formas divinas; y puesto que, como nos recuerda laUpanisad, «uno llega a ser de la misma substancia que aquello de lo que se ocupa su mente», resulta que no sólo se requiere que las figuras del arte sean recordatorios adecuados de sus paradigmas, sino que, además, la naturaleza de estos paradigmas debe ser de primerísima importancia, si concedemos un valor cultural al arte en cualquier sentido serio de la palabra «cultura». El qué del arte es mucho más importante que el cómo; ciertamente, debe ser el qué lo que determine el cómo, de la misma manera que la forma determina la figura.

Platón siempre tiene en vista la representación de formas invisibles e inteligibles. La imitación de una cosa sin más es despreciable; el tema legítimo del arte son las acciones de los dioses y de los héroes, no los sentimientos del artista o las naturalezas de los hombres que son demasiado humanos, como él mismo. Si un poeta no puede imitar las realidades eternas, sino sólo los desvaríos del carácter humano, no puede haber lugar para él en una sociedad ideal, por fieles o fascinantes que sean sus representaciones. El asiriólogo Andrae habla en perfecto acuerdo con Platón cuando dice, en relación con la alfarería, que «la tarea del arte es aprehender la verdad primordial, hacer audible lo inaudible, enunciar la palabra primordial, reproducir las imágenes primordiales —o, en otro caso, no es arte». En otras palabras, un arte real es un arte de representación simbólica y significante; una representación de cosas que no pueden verse excepto con el intelecto. En este sentido, el arte es la antítesis de lo que nosotros entendemos por educación visual, porque ésta se propone decirnos cómo son las cosas que no vemos pero que podríamos ver. El instinto natural de un niño le lleva a actuar desde dentro hacia fuera: «primero pienso, y después dibujo mi pensamiento». ¡Cuántos esfuerzos estériles hemos hecho para enseñar al niño a dejar de pensar, y a observar sólo! En lugar de enseñar al niño a pensar, y cómo pensar y en qué pensar, le hacemos «corregir» su dibujo a partir de lo que ve. Está claro que, en el mejor de los casos, el museo debe ser el enemigo jurado de los métodos de enseñanza que imperan actualmente en nuestras escuelas de arte.

Platón estaba lejos de admirar «el milagro griego» en arte; elogiaba el arte canónico de Egipto, en el que «estos modos (de representación) que son correctos por naturaleza se habían considerado siempre sagrados». Este punto de vista es idéntico al de los filósofos escolásticos, para quienes «el arte tiene unos fines fijados y unos medios de operación verificados». Nuevos cantos, sí; pero nunca nuevos tipos de música, porque éstos pueden destruir toda nuestra civilización. Son los impulsos irracionales los que ansían la innovación. Nuestra cultura sentimental o estética —sentimental, estético y materialista son virtualmente sinónimos— prefiere la expresión instintiva a la belleza formal del arte racional. Pero Platón no podría haber visto ninguna diferencia entre el matemático conmovido por una «bella ecuación» y el artista conmovido por su visión formal. Porque él pedía que nos levantáramos como hombres contra nuestras reacciones instintivas ante lo que es agradable o desagradable, y que admirásemos en las obras de arte, no sus superficies estéticas, sino la lógica o la recta razón de su composición. Y así, naturalmente, señala que «la belleza de la línea recta y del círculo, y la de las figuras planas y sólidas formadas a partir de éstos… no es, como otras cosas, relativa, sino siempre absolutamente bella». Considerado junto con todo lo que dice en otros lugares del arte humanístico que se estaba poniendo de moda en su tiempo y con lo que dice del arte egipcio, esto equivale a una sanción del arte griego arcaico y del arte griego geométrico —los tipos de arte que corresponden realmente al contenido de aquellos mitos y cuentos de hadas que él respetaba tanto y que cita tan a menudo—. Traducido a términos más familiares, esto significa que, desde este punto de vista intelectual, la pintura en arena de los indios americanos es superior en tipo a cualquier pintura que se haya hecho en Europa o en la América blanca durante los últimos siglos. Como más de una vez me ha puntualizado el director de uno de los cinco museos más grandes de nuestros estados del Este, «Desde la Edad de Piedra hasta ahora, ¡qué gran decadencia!». Quería decir, por supuesto, una decadencia en la intelectualidad, no en la comodidad. Una de las funciones de una exposición de museo bien organizada debería ser desinflar la ilusión del progreso.

En este punto debo hacer una digresión para corregir una confusión muy extendida. Existe la impresión general de que de alguna manera el arte abstracto moderno se parece y se relaciona, o que incluso se «inspira», en la formalidad del arte primitivo. El parecido es puramente superficial. Nuestra abstracción no es nada más que un manierismo. El arte neolítico es abstracto o, más bien, algebraico, porque sólo una forma algebraica puede ser la única forma de cosas muy diferentes. Las formas del arte griego primitivo son lo que son porque sólo en esas formas puede mantenerse el equilibrio polar entre lo físico y lo metafísico. Como dijo recientemente Bernheimer, «el hecho de haber olvidado este propósito ante el espejismo de modelos y diseños absolutos es quizá el error fundamental del movimiento abstracto moderno». El abstraccionista moderno olvida que el formalista neolítico no era un decorador de interiores, sino un hombre metafísico que veía la vida como un todo y que tenía que vivir de sus ingenios; alguien que no vivía, como nosotros, sólo de pan, pues, como nos aseguran los antropólogos, las culturas primitivas proveían a las necesidades del alma y del cuerpo al mismo tiempo. La exposición del museo debería equivaler a una exhortación a retornar a estos niveles de cultura salvaje.

Un efecto natural de la exposición del museo será provocar en el público la pregunta de por qué los objetos con «calidad de museo» sólo se encuentran en los museos y no son de uso diario ni fáciles de obtener. Pues, por regla general, los objetos de los museos no eran originariamente «tesoros» que se hicieron para verse en vitrinas, sino más bien objetos comunes del mercado que podían haber sido comprados y usados por cualquiera. ¿Qué hay debajo del deterioro de la calidad de nuestro entorno? ¿Por qué tenemos que depender tanto como dependemos de las «antigüedades»? La única respuesta posible revelará de nuevo la oposición esencial entre el museo y el mundo. Pues esta respuesta será que los objetos del museo se hicieron por encargo y para usarse, mientras que las cosas que se hacen en nuestras factorías se hacen ante todo para la venta. La palabra «manufactor» misma, que significa el que hace cosas a mano, ha llegado a significar un vendedor que se hace las cosas que vende con maquinaria. Los objetos del museo fueron hechos humanamente por hombres responsables, para quienes sus medios de vida eran una vocación y una profesión. Los objetos del museo fueron hechos por hombres libres. ¿Los de nuestros grandes almacenes han sido hechos igualmente por hombres libres? No demos por zanjada la respuesta.

Cuando Platón afirma que las artes «cuidarán de los cuerpos y almas de sus ciudadanos», y que sólo deben hacerse cosas que son sanas y libres, y no cosas vergonzosas impropias de hombres libres, es como si dijera que el artista, en cualquier material que sea, debe ser un hombre libre; y con esto no entiende un «artista emancipado», en el sentido vulgar de no tener ninguna obligación o compromiso de ningún tipo, sino un hombre emancipado del despotismo del vendedor. Si el artista ha de representar las realidades eternas, debe haberlas conocido como son. En otras palabras, un acto de imaginación, en el que la idea que ha de representarse se viste primero de una forma imitable, debe haber precedido a la operación en la que esta forma ha de ser incorporada en el material efectivo. Al primero de estos actos se le llama «libre», al segundo «servil». Pero sólo si se omite el primero la palabra servil adquiere una connotación deshonrosa. Apenas es necesario demostrar que nuestros métodos de manufactura son, en este sentido vergonzoso, serviles, ni puede negarse que el sistema industrial, para el que estos métodos son indispensables, es indigno de hombres libres. Un sistema de «manufactura», o más bien de producción cuantitativa dominada por los valores del dinero, presupone que debe haber dos tipos de hacedores diferentes, a saber, «artistas» privilegiados, que pueden estar «inspirados», y laboreros sin privilegios, carentes de imaginación por hipótesis, puesto que sólo se les exige que hagan lo que otros hombres han imaginado. Como dijo Eric Gill, «por una parte tenemos al artista interesado sólo en expresarse a sí mismo; por otra, esta el obrero privado de todo sí mismo que expresar». A menudo se ha pretendido que las producciones de las «bellas» artes son inútiles; parece una burla calificar de libre a una sociedad, donde sólo los hacedores de cosas inútiles, y no los hacedores de cosas útiles, pueden llamarse libres, a no ser en el sentido de que todos somos libres de trabajar o morirnos de hambre.

Así pues, la mejor explicación de la diferencia existente entre los objetos de los museos y los de los grandes almacenes se encuentra en la noción de una artesanía vocacional enteramente distinta del mero ganarse la vida trabajando en un empleo, que pueda ser cualquiera. Platón nos recuerda que bajo estas condiciones —que han sido las de todas las sociedades no industriales, es decir, de aquellas en que cada hombre hace sólo un tipo de cosa, a saber, el tipo de trabajo para el que está dotado por su propia naturaleza y para el que, por consiguiente, está destinado— «se hará más, y se hará mejor que de cualquier otro modo». Bajo estas condiciones, cuando un hombre trabaja esta haciendo lo que más le gusta, y el placer que le proporciona su trabajo perfecciona la operación. Vemos la evidencia de este placer en los objetos de los museos, pero no en los productos fabricados en cadena, que más bien parecen haber sido hechos por una cadena de presidiarios que por hombres que gozan con su trabajo. Nuestro anhelo de un estado de ocio es la prueba de que la mayoría de nosotros estamos trabajando en una tarea a la que nosotros jamás podríamos haber sido llamados por nadie sino por un vendedor, pero no ciertamente por Dios o por nuestra propia naturaleza. He conocido en Oriente a artesanos tradicionales a los que no se podía separar de su trabajo, y que trabajaban excediendo su horario a su propia costa pecuniaria.

Nosotros hemos llegado hasta el punto de divorciar el trabajo de la cultura, y de considerar la cultura como algo que debe adquirirse en las horas de ocio; pero donde el trabajo mismo no es su medio sólo puede existir una cultura irreal y de invernadero; si la cultura no se muestra en todo lo que hacemos, no somos cultos. Nosotros hemos perdido esta manera vocacional de vivir, la manera de la que Platón hacía su tipo de Justicia; y no puede haber mejor prueba de la profundidad de nuestra pérdida que el hecho de haber destruido las culturas de todos los demás pueblos a los que ha alcanzado el contacto letal de nuestra civilización.

Para comprender las obras de arte que se nos pide que contemplemos, no servirá de nada explicarlas en los términos de nuestra psicología y de nuestra estética; hacerlo así sería una falacia patética. Nosotros no habremos comprendido este arte hasta que podamos considerarlo como lo hacían sus autores. El docente tendrá que instruirnos en los elementos de lo que parecerá un lenguaje extraño; aunque conocemos sus términos, hoy los empleamos con un significado muy diferente. El significado de términos tales como arte, naturaleza, inspiración, forma, ornamento y estética tendrá que ser explicado a nuestro público. Pues ninguno de estos términos se utiliza en la filosofía tradicional como los usamos hoy.

Tendremos que comenzar descartando totalmente el término estética. Pues estas artes no se produjeron para la delectación de los sentidos. El original griego de esta palabra moderna no significa nada más que sensación o reacción ante los estímulos externos; la sensibilidad que implica la palabra aisthesis está presente en las plantas, en los animales y en el hombre; es lo que el biólogo llama «irritabilidad». Estas sensaciones, que son las pasiones o emociones del psicólogo, son las fuerzas inductoras del instinto. Platón nos pide que nos levantemos virilmente contra los impulsos del placer y del dolor. Pues éstos, como implica la palabra pasión, son experiencias agradables o desagradables a las que estamos sujetos; no son actos nuestros, sino cosas que nos hacen a nosotros; sólo el juicio y la apreciación del arte es una actividad. La experiencia estética es la de la piel que se ama tocar, o la del fruto que se ama saborear. La «contemplación estética desinteresada» es una contradicción en los términos y un puro sinsentido. El arte es una virtud intelectual, no física; la belleza es afín al conocimiento y a la bondad, de los que constituye, precisamente, el aspecto atractivo; y puesto que una obra nos atrae por su belleza, su belleza es evidentemente un medio hacia un fin, y no en sí misma el fin del arte; el propósito del arte es siempre de comunicación efectiva. Así pues, el hombre de acción no se contentará con sustituir un juicio de comprensión por el conocimiento de lo que le agrada; no se limitará a gozar de lo que debe usar (a aquellos que se limitan a gozar les llamamos acertadamente «estetas»); lo que le interesará no serán las superficies estéticas de las obras de arte, sino la recta razón o la recta lógica de la composición. Ahora bien, la composición de obras de arte como las que exponemos no se debe a razones estéticas, sino a razones expresivas. El juicio fundamental concierne al grado en que el artista ha conseguido dar clara expresión al tema de su obra. Para responder a la pregunta de si la cosa se ha dicho bien, será evidentemente necesario que sepamos qué es lo que tenía que decirse. Por esta razón, al examinar una obra de arte siempre debemos comenzar por su tema.

En otras palabras, tenemos que tener en cuenta la forma de la obra. En la filosofía tradicional, la «forma» no significa la figura tangible, sino que es sinónimo de idea, e incluso de alma; por ejemplo, al alma, se le llama la forma del cuerpo. Si hay una unidad real de la forma y la materia, tal como esperamos en una obra de arte, la figura de su cuerpo expresará su forma, que es la del modelo en la mente del artista, modelo o imagen según el cual el artista moldea la figura material. El grado de su éxito en esta operación imitativa es la medida de la perfección de la obra. Así, se dice que Dios llamó buena a Su creación porque se conformaba al modelo inteligible según el que había trabajado; en este mismo sentido, el artífice humano habla todavía de «verificar» su obra. La formalidad de una obra es su belleza, su informalidad su fealdad. Si la obra es ininformada no tendrá figura. Todo debe ser en buena forma.

De la misma manera, el arte no es algo tangible. No podemos llamar «arte» a una pintura. Como implican las palabras «artefacto» y «artificial», la cosa hecha es una obra de arte, hecha por arte, pero no ella misma arte; el arte permanece en el artista, y es el conocimiento por el que se hacen las cosas. Lo que se hace de acuerdo con el arte es correcto; lo que se hace como uno quiere puede ser completamente torpe. No debemos confundir el gusto con el juicio, ni la hermosura con la belleza, pues, como dice San Agustín, a algunas gentes les gustan las deformidades.

Las obras de arte son generalmente ornamentales o están ornamentadas de alguna manera. Así pues, el docente examinará a veces la historia del ornamento. Al hacerlo, explicará que todas las palabras que significan ornamento o decoración en las cuatro lenguas que nos tocan más de cerca, y probablemente en todas las lenguas, significan originariamente equipamiento; del mismo modo que mobiliario significa originariamente mesas y sillas para ser usadas, y no una decoración interior destinada a impresionar a los vecinos o a mostrar nuestro buen gusto. El ornamento no debemos considerarlo como algo añadido a un objeto que sin él podría haber sido feo. El ornamento no incrementa la belleza de algo carente de adornos, sino que la hace más efectiva. El ornamento es caracterización; los ornamentos son atributos. A menudo se dice, y no del todo incorrectamente que los ornamentos primitivos tenían un valor mágico; sería más verdadero decir un valor metafísico, puesto que, en general, a una cosa se la transforma ritualmente, y se hace que funcione tanto espiritual como físicamente, por medio de lo que ahora llamamos su decoración. El uso de símbolos solares en los arneses, por ejemplo, hace que el corcel sea el Sol en una semejanza; los diseños solares son apropiados para los botones porque el Sol mismo es el amarre primordial al que todas las cosas están atadas por el hilo del Espíritu; el diseño del huevo y dardo era originalmente lo que todavía es en la India, a saber, una moldura de pétalos de loto, simbólica de un fundamento sólido. Sólo cuando se han perdido los valores simbólicos del ornamento, esa decoración deviene una sofisticación, completamente irresponsable hacia el contenido de la obra. Para Sócrates, la distinción entre la belleza y el uso es lógica, pero no real, no objetiva; una cosa sólo puede ser bella en el contexto para el que está diseñada.

Hoy día, los críticos hablan de que un artista es inspirado por objetos externos, o incluso por su material. Esto es un abuso de lenguaje que hace imposible que el estudiante comprenda la literatura o el arte antiguos. La «inspiración» nunca puede significar nada excepto la operación de una fuerza espiritual dentro de uno; Webster define correctamente esta palabra como una «influencia divina sobrenatural». Si es un racionalista, el docente quizás quiera negar la posibilidad de la inspiración; pero no debe ocultar el hecho de que, desde Homero en adelante, esta palabra se ha empleado siempre con un significado exacto, a saber, el de Dante, cuando dice que el Amor, es decir, el Espíritu Santo, le «inspira», y que él «expone el tema como Él lo dicta dentro de mí».

En la frase «el arte imita a la naturaleza en su manera de operación», la naturaleza, por ejemplo, no se refiere a ninguna parte visible de nuestro entorno; y cuando Platón dice «según la naturaleza» no quiere decir «como se comportan las cosas», sino como deberían comportarse, a saber, no «pecando contra la naturaleza». La Naturaleza tradicional es la Madre Naturaleza, ese principio por el que las cosas son «naturadas», por el que, por ejemplo, un caballo es equino y por el que un hombre es humano. El arte es una imitación de la naturaleza de las cosas, no de sus apariencias.

De esta manera prepararemos a nuestro público para comprender la pertinencia de las obras de arte antiguas. Por otra parte, si ignoramos los hechos y decidimos que la apreciación del arte es meramente una experiencia estética, evidentemente organizaremos nuestra exposición de modo que atraiga a las sensibilidades del público. Esto es asumir que al público debe enseñársele a sentir. Pero el punto de vista de que el público es un animal sin sensibilidad está extrañamente en desacuerdo con la evidencia que proporciona el tipo de arte que el público elige para sí mismo, sin la ayuda de los museos. Pues percibimos bien que este público ya sabe lo que le agrada. Le agradan los colores y sonidos agradables, y todo lo que es espectacular, personal, anecdótico o que halaga a su fe en el progreso. Este público ama su comodidad. Si creemos que la apreciación del arte es una experiencia estética, daremos al público lo que quiere.

Pero la función de un museo o de cualquier educador no es halagar y divertir al público. Si la exposición de obras de arte, como la lectura de libros, ha de tener un valor cultural, es decir, si ha de nutrir y hacer crecer la mejor parte de nosotros, como las plantas se nutren y crecen en los terrenos adecuados, a lo que hay que apelar es a la comprensión y no a las sensaciones agradables. En un aspecto el público tiene razón; siempre quiere saber «sobre qué trata» una obra de arte. «¿Sobre qué», como preguntaba Platón, «nos hace el sofista tan elocuentes?» Digámosles entonces sobre qué tratan estas obras de arte y no nos limitemos a decirles cosas sobre ellas. Digámosles la penosa verdad, a saber, que la mayoría de estas obras son sobre Dios, a quien nunca mencionamos entre personas educadas. Admitamos que, si hemos de ofrecer una educación de acuerdo con la naturaleza y la elocuencia más profundas de las obras expuestas, ésta no será una educación de la sensibilidad, sino una educación en filosofía, en el sentido que esta palabra tenía para Platón y Aristóteles, para quienes significa ontología y teología y el mapa de la vida, y una sabiduría que ha de aplicarse a todos los asuntos cotidianos. Reconozcamos que no se habrá logrado nada a menos que lo que tenemos que exponer afecte a la vida de los hombres y cambie sus valores. Al adoptar este punto de vista, borraremos la distinción social y económica entre el arte bello y el arte aplicado; ya no divorciaremos la antropología y el arte, y reconoceremos que la aproximación antropológica al arte es mucho más rigurosa que la del esteta; dejaremos de pretender que el contenido de las artes populares o folklóricas es cualquier cosa excepto metafísico. Enseñaremos a nuestro público a exigir por encima de todo lucidez en las obras de arte.
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La bomba, por ejemplo, sólo es mala como una obra de arte si no llega a destruir y a matar en la medida exigida. La distinción entre pecado artístico y pecado moral, que se establece tan claramente en la filosofía cristiana, puede reconocerse también en Confucio, que habla de una Danza de Sucesión como «belleza perfecta y bondad perfecta al mismo tiempo», y de la Danza de Guerra como «belleza perfecta pero no bondad perfecta». Será obvio que no puede haber ningún juicio moral del arte mismo, puesto que el arte no es en un acto, sino en un tipo de conocimiento o poder por el que las cosas pueden hacerse bien, ya sea para un uso bueno o ya sea para un uso malo: el arte por el que se producen las utilidades no puede juzgarse moralmente, porque no es un tipo de voluntad sino un tipo de conocimiento.

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Hay perfecciones o bellezas de tipos de cosas diferentes o en contextos diferentes, pero no podemos ordenar estas bellezas en una jerarquía, tal como podemos hacerlo con las cosas mismas: no podemos decir que una catedral en tanto que catedral es «mejor» que un granero en tanto que granero, de la misma manera que no podemos decir que una rosa en tanto que rosa es «mejor» que una col en tanto que col; cada una de estas cosas es bella en la medida en que es lo que da a entender que es y, en la misma proporción, es buena. Decir que una catedral perfecta es una obra de arte más grande que un granero perfecto significa asumir que pueden existir grados de perfección, o asumir que el artista que hizo el granero trataba en realidad de hacer una catedral. Vemos que esto es absurdo; y, sin embargo, es justamente de esta manera como los que creen que el arte «progresa» comparan los estilos artísticos más primitivos con las más avanzados (o decadentes), como si los primitivos hubieran estado tratando de hacer lo que nosotros tratamos de hacer, y hubieran dibujado como lo hicieron cuando en realidad trataban de dibujar como dibujamos nosotros; y esto es imputar el pecado artístico a los primitivos (cualquier pecado se define como una desviación del orden hacia el fin). Así, lejos de esto, la única prueba de la excelencia en una obra de arte es la medida en que el artista ha logrado hacer efectivamente lo que se tenía intención de hacer.