El fuego del cielo


Podríamos decir que al contemplar la bóveda celeste la experiencia de inmensidad, fuerza, transcendencia y elevación es universal. El cielo revela su trascendencia con anterioridad a toda valoración religiosa. Simboliza la transcendencia, la fuerza, lo infinito, inmutable, poderoso, sólo por su simple existencia. Pero la experiencia de lo poderoso y elevado va siempre de la mano con la experiencia de lo terrible, lo intenso, lo numinoso, lo misterioso. ¿Pero qué es propiamente lo misterioso? El “espectro”. Lo heterogéneo en absoluto, lo extraño y lo chocante, lo que se sale del círculo (supracósmico) de lo comprendido, familiar, íntimo, oponiéndose a ello y, por tanto, colma el ánimo de intenso asombro (paradoja y antinomia). Según Mircea Eliade en su Tratado de historia de las religiones, los dioses uranios o celestes (ouranos significa cielo) aparecen en todas las mitologías, y de ellos descienden el resto de dioses más próximos a las tareas cotidianas del ser humano.
En la tradición griega, Zeus es el descendiente del dios Urano. Y también su nombre desciende de una raíz indoeuropea “dyeu” que significa luz diurna, al igual que la palabra latina “deus”, así como su variante “divus” que significan ser de luz. Los romanos (al revés de la creencia popular) no tomaron (en general) a sus dioses de los griegos, sino que hay una coincidencia porque estos son los principales dioses del panteón indoeuropeo primitivo, que ambos pueblos, griegos y romanos, heredan. Sólo a partir del s. IV a.C. algunos dioses griegos como Apolo o Dioniso-Baco son tomados por los romanos, pero no es el caso de Zeus, el Júpiter romano es tan antiguo como Zeus, y con el contacto cultural sólo se identificaron. Esta particularidad se puede observar hoy en día en culturas en las que todavía perduran tradiciones paganas como es el caso de la cultura del 'entroido' en Galicia y que nos permite observar los mismos arquetipos evolucionados desde la tradición pagana y la cristiana, que en muchas ocasiones confluyen, pero en muchas otras, conviven.
Así mismo, no puedo evitar relacionar el tema de la Vía Láctea con Galicia. Además de simbolizar el camino jacobeo de peregrinación a Santiago hay quienes defienden que el propio nombre de Galicia procede del griego Galaxia (lácteo).
Pero la Vía Láctea no sólo resulta mágica y enigmática para los caminantes jacobeos, podemos observar que ha sido objeto de culto y admiración en muchas otras culturas. Dos son las relaciones principales: los ríos y las serpientes. A través de estos dos elementos totémicos la Vía Láctea se convierte en un camino de enlace entre la tierra y el cielo, entre lo efímero y lo sagrado, entre lo alto y lo bajo.
Los indios relacionan en sus orígenes su río sagrado, el Ganges, con la Vía Láctea. Los antiguos egipcios la vinculaban al Nilo, que tras hacer fértiles las tierras, se elevaba al cielo para regar también la morada de los dioses. Para los chinos este rastro de luz en el cielo era el camino de las almas hacia el otro mundo, a través del río celeste. En esta línea, los pueblos antiguos llegados al Occidente veían en la Vía Láctea una guía hacia la isla de los muertos, en una ruta que concluía en el lugar donde comenzaba lo que los romanos llamaron el “mare tenebrosum”. Los vikingos la interpretaban también como el camino seguido por el alma de los muertos. Por sus propias características, el Camino de Santiago ha sido visto como una ruta vinculada en sus orígenes remotos a la Vía Láctea, en esencia la ruta de las estrellas y de la luz.
En La Visión, de Hermes Trismegisto podemos leer acerca de la Vía Láctea:
"Fíjate, Hermes, que en la Octava Esfera hay un gran misterio, porque la Vía Láctea es el semillero de las almas, que desde allí caen en los Anillos, y a ella regresan otra vez desde las ruedas de Saturno. Pero algunas no pueden subir la escalera de siete peldaños de los Anillos, de modo que deambulan por la oscuridad inferior y son arrastradas a la eternidad con la ilusión de los sentidos y la practicidad."

Además de la transcendencia, la visión del cielo nos transmite lo infinito, la eternidad. Heráclito relacionó la eternidad con el fuego, el fuego que Prometeo, bienhechor de los hombres, dio a la humanidad, para liberarlos del miedo a la muerte.
"Prometeo. -Sí! He liberado a los hombres de la obsesión de la muerte. / El Corifeo. -¿Qué remedio has descubierto pues a este mal? / Prometeo. -He instalado en ellos las esperanzas ciegas. / El Corifeo. -¡Poderoso consuelo, el que en este día has traído a los mortales! / Prometeo. -¡Aún he hecho más! ¡Les he obsequiado con el fuego! / El Corifeo. -¿Cómo! ¿El fuego llameante está hoy entre las manos de los efímeros? Prometeo. -¡Sí! Y de él aprenderán artes sin número.”
Desde luego, no se trata del fuego de nuestra cocina, sino del fuego del cielo, aquél de quien dicen los Oráculos Caldeos: “Quien toque el fuego del éter, ya no podrá separarlo más de su corazón.”
He aquí, pues, como Prometeo, el gran bienhechor de la humanidad, fundador de las iniciaciones santas, ha liberado a los hombres de la obsesión de la muerte."

Conferencia de Emmanuel d’Hooghvorst pronunciada en Bruselas en 1975 y publicada en la revista «Astrología y tradición» de la colección «La Puerta».