Derásh (investigar): Jardín como lugar del alma en la búsqueda de sí
1. Separación - ¿Por qué es cerrado el jardín?
En anteriores entradas hemos venido hablando acerca de la particularidad del hortus conclusus como un lugar cerrado, hemos comprobado que tanto la palabra jardín como la palabra paraíso, proceden, etimológicamente, de lugares amurallados. En esta entrada trataremos, por tanto, de investigar acerca de los misterios escondidos en esta característica propia del hortus conclusus, heredada, como hemos visto, del Jardín de Edén.
El cercado que delimita el hortus conclusus es un límite a partir del cual se genera un espacio con una estructura propia y distinta, se trata de un espacio cerrado que sin embargo posibilita la apertura hacia lo trascendente. Esta separación marca un límite que diferencia la oposición entre sagrado y profano, una dualidad que se revela en la noción de espacio pero que a su vez nos conduce a la noción de tiempo. En el sentido etimológico de las palabras templum, en latín, y témenos (τέμενος), en griego, encontramos esta misma noción de separación, pues ambas proceden de una raíz que significa «cortar», «separar». El recinto del hortus conclusus es equiparable al del templo, pues delimita y separa claramente de la esfera profana circundante un ámbito sagrado reservado para la intimidad y la divinidad. Mediante la separación se posibilita un acto creativo, al separar se crea un espacio de veneración, así también Dios crea el mundo mediante la separación:
1 En el comienzo de todo, Dios creó el cielo y la tierra. 2 La tierra no tenía entonces ninguna forma; todo era un mar profundo cubierto de oscuridad, y el espíritu de Dios se movía sobre el agua.
3 Entonces Dios dijo: «¡Que haya luz!»
Y hubo luz. 4 Al ver Dios que la luz era buena, la separó de la oscuridad 5 y la llamó «día», y a la oscuridad la llamó «noche». De este modo se completó el primer día.
6 Después Dios dijo: «Que haya una bóveda que separe las aguas, para que estas queden separadas.»
Y así fue. 7 Dios hizo una bóveda que separó las aguas: una parte de ellas quedó debajo de la bóveda, y otra parte quedó arriba. 8 A la bóveda la llamó «cielo». De este modo se completó el segundo día (Gen 1,1-8)
En este sentido podríamos decir que el hortus conclusus es una transición desde la noción de templo natural (toda la naturaleza en sí) creado por Dios, a la noción de templo edificado y construido a partir del esfuerzo humano, en el que el valor sagrado de la naturaleza se resignifica. La separación que impone el cercado permite abrir un espacio capaz de dotar a algo de más significado, así también a través de la metáfora se recorre, en el eje vertical sustitutivo del lenguaje, un trayecto hacia un significado más allá del que nuestros sentidos captaron en un primer nivel aparente de la realidad. Mediante la delimitación del espacio podemos fijar los sentidos en lo visible para permitir que nos redirija a lo invisible. Jean Hani, en su libro 'Simbolismo del templo cristiano', nos habla sobre el primer templo que el ser humano habitó y que podríamos trasladar al que a su vez habita todo recién nacido cuando llega al mundo.
El templo primitivo y natural, antes de que el hombre conociera el arte de construir, fue sencillamente el mundo; el mundo, que es la morada de la Divinidad, pues está escrito: «El cielo y la tierra están llenos de Tu Gloria» (Is. 6, 3). Pero como el mundo es demasiado vasto como para ser aprehendido eficazmente en un acto ritual, el hombre redujo el universo a un paisaje familiar y representativo. El esquema general y natural del templo es el paisaje elemental constituido por la colina (o el túmulo) con su gruta, las piedras, el árbol y el manantial, todo ello circunscrito y protegido por un recinto que anuncia el carácter sagrado del lugar. Tales fueron, al comienzo, los bosques sagrados, el lucus de los romanos, el alsos de los griegos.
"Deus est in orbis terrarum" (Dios está en el círculo de las tierras).
En el hortus conclusus aparecen concentrados los componentes simbólicos del primitivo templo natural y que nos remiten también al Paraíso Terrestre, tales como la fuente, el pozo, el olivo, el ciprés, las rosas, las diferentes variedades de flores que son además atributos místicos de la Virgen María, símbolo del mismo paraíso en donde tiene lugar la gestación del nuevo Adán (Cristo). En ese primer templo natural todavía no existía la consciencia de la muerte y, por tanto, no era necesario preguntarse por el sentido de la vida ni por el más allá de la muerte. Es precisamente la primera de las separaciones con respecto a ese estado primitivo de unión y completud, la que posibilita la pregunta que la consciencia de la muerte introduce. Sin separación no hay pregunta posible.
La Virgen y el niño con ángeles (Madona de la humildad). Sano di Pietro (s.XV)
Pero también el hortus conclusus es el lugar en el que se encuentra el niño Jesús recién nacido junto a su madre, lo cual nos remite a la primitiva relación de amor en donde el bebé vive necesariamente separado del mundo y unido a la madre. Se trata de una primera relación de amor que definirá la entrada en un camino que invita a la separación de la madre para ser quien de unirnos a otras personas. Todos los procesos vitales de crecimiento humano implican pasar por fases de unión y separación (solve et coagula). De la primitiva unión que el bebé tiene con la madre, separado a su vez del mundo, será necesario recorrer un camino inverso de distanciamiento (de los padres) que posibilitará empezar a amar a otras personas. No nacemos amando a todas las personas por igual, sino que la madre es el primer y único objeto de amor para todo ser humano, al menos en lo que respecta a nuestra sociedad occidental. Seguramente en otras culturas tribales en las que los bebés son amamantados y cuidados por más mujeres de la tribu, la noción de sagrado pueda experimentarse de manera diferente. El hombre de la modernidad se ha dejado seducir en demasiadas ocasiones por una fantasía de lo sagrado ajena a nuestra herencia ancestral y cultural, y ha pretendido salirse de dicha herencia para restaurarla de cero, en un anhelo de regreso a la tribu primitiva, sin percatarse de que romper con el hilo de transmisión puede ser algo relativamente rápido y sencillo, pero no así crear otro de la nada, menos aún sobre la base de la ignorancia acerca de lo que somos y de donde venimos.
"Hortus Conclusus" (79 d.C.) Pompeii - Antiquarium de Boscoreale / Nápoles. Vemos en esta representación una clara herencia del judaísmo y su concepto de Tabernáculo, templo móvil y lugar Santo itinerante construido por los israelitas según las instrucciones dadas por Yahvé a Moisés en el monte Sinaí, el primer ejemplo de articulación de espacios sacros en la cultura hebrea.
En el judaísmo las nociones de tiempo y de espacio no estaban del todo diferenciadas, la palabra olam en hebreo significa tanto mundo como siglo, de ahí que los conceptos de tiempo y espacio se encuentren interconectados también en el cristianismo. El mundo interior representado por la Virgen María y el niño en ese momento de introspección en el interior del jardín, como también el que cada persona atesora en su cuerpo/espacio es un equivalente de siglo. Llegamos a este mundo con la herencia del tiempo que vivieron nuestros antepasados hecha carne en un cuerpo/espacio concreto, que no es igual al de ningún otro y que tampoco hemos elegido, por tanto, ni es democrático ni igualitario. La noción tradicional del mundo considera que la esclavitud es el punto de partida hacia la libertad, camino en el que es necesario involucrarse y que no es posible andar sin partir de unos límites naturales de filiación, constitutivos de identidad psíquica. Por el contrario, los intereses de la sociedad sostenida en el consumo han introducido una noción de individuo soberano, que nace libre y que puede prescindir del origen para vivir sin raíz, sin familia, sin clase, sin filiación, motivo que termina por convertirlo precisamente en esclavo de la misma, introduciéndolo en una masa indiferenciada y sin capacidad crítica.
Autorretrato - Dmitry Kochanovich
2. Lo sagrado
La separación es una instancia de crecimiento, pues para alcanzar nuevos objetivos es imprescindible separarse de los viejos y generar un espacio nuevo en el que acoger lo deseado. En el simbolismo del hortus conclusus se evidencia esa conexión entre el Viejo Mundo y el Nuevo Mundo (o entre el Antiguo Testamento y el Nuevo). El espacio sagrado que abre el hortus conclusus es una conexión directa con el deseo y su valor sacro. Se trata de un espacio/tiempo que se vive con mayor intensidad, precisamente porque no es posible la intensidad permanente, no es posible amar a todos por igual.La vivencia de lo sagrado está íntimamente unida a la teofanía o hierofanía, es decir, al momento en que al hombre, situado entre las cosas del mundo, se le manifiesta la profundidad de lo real y, tras ello, la realidad divina. Por eso, a la conciencia espiritual le pertenece el convencimiento de que el espacio y el tiempo no son homogéneos, sino que cabe distinguir y subrayar lugares, objetos y momentos dotados de especial relieve porque con ocasión de ellos se produjo la advertencia de la realidad de Dios. Cualquier realidad creada puede ser el punto de partida de ese descubrimiento o de esa evocación, y de ahí la variedad que en torno a lo sagrado teofánico nos atestigua la historia de las religiones. El hortus conclusus es un ejemplo de una de las más sencillas realidades que pueden ser tomadas como punto de partida hacia esa evocación, una sola piedra es suficiente para dotar de significado un lugar, un tiempo, una vivencia. Por otro lado, resulta obvio que aquellas realidades que más especialmente manifiestan la magnitud de la naturaleza (la altura, la profundidad, la luz, la firmeza, las montañas, las rocas, el mar, el sol, etc), o que más inmediatamente se relacionan con las experiencias humanas fundamentales (la vida, la muerte, la sexualidad, el amor...) , tienen una peculiar capacidad para ello; no es por eso extraño que sean ellas las que con más frecuencia aparezcan revestidas de un carácter sagrado. El afán por el igualitarismo que predomina en nuestros días no solo desacraliza la naturaleza, además vuelve todas las realidades grises, abúlicas, indiferenciadas e indolentes.
El unicornio en cautiverio (de Los Tapices del Unicornio)
Desconocido (1495-1505)
El origen del vocabulario sobre la sacralidad se encuentra probablemente en el verbo sancio, cuyo sentido primitivo es delimitar, cercar un terreno sustrayéndolo al uso común. De él derivan dos adjetivos: sacer, para calificar todo lo referente al culto (de él nace el verbo sacrare y su participio sacratum, el antecedente inmediato del sagrado castellano); y sanctus, para poner de relieve el carácter intocable e inviolable de las realidades sagradas y, secundariamente, la pureza y virtud que deben caracterizar al hombre en cuanto partícipe en el culto. En lo sagrado, como en el amor, se produce una resignificación, se trata, por tanto, de una experiencia jerárquica, pues nos dirige hacia algo más elevado y a la vez terrible, hacia un lugar en el que nos volvemos más pequeños y más vulnerables. Mediante lo sagrado algo más grande e invisible se hace sobrecogedoramente presente y nos inunda, no podemos expresarlo ni nombrarlo, nos hace enmudecer a la vez que una infinitud de significado colma nuestro ser, es un vacío que se diferencia de otro tipo de vacío que se caracteriza por la ausencia de significado y de sentido. Cuando la carga de significado es tan grande que te hace enmudecer, ahí aparece algo de lo sagrado y del amor, es tan grande lo que se nos escapa a la razón que la única expresión que cabe es "y yo no me había dado cuenta", así es como lo expresa Jacob cuando al despertar de su sueño dice: "Sin duda, el Señor está en este lugar y yo no me había dado cuenta". Y con mucho temor añadió: "¡Qué asombroso es este lugar! ¡Es nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo". Después de esa experiencia de lo sagrado, la piedra que la noche anterior había escogido para recostarse sobre ella, era ya otra piedra, estaba cargada de un significado diferente:
A la mañana siguiente, Jacob se levantó temprano, tomó la piedra que había usado como almohada, la erigió como monumento y derramó aceite sobre ella. En aquel lugar había una ciudad que se llamaba Luz, pero Jacob cambió su nombre por Betel (Gen 28, 18-20)
Escalera de Jacob, c.1490
El cambio de nombre es también una forma de re-significar, pues ese lugar que antes se llamaba Luz, para Jacob ahora tiene otro significado nuevo, lo sagrado es siempre renovador, te conduce a algo que no conocías pero que al mismo tiempo identificas como ya conocido, te eleva por una escalera hacia significados que engrandecen el mundo. Esa experiencia de elevación partió de un momento de tormento, de tropiezo y de angustia por la relación de Jacob con su hermano, del que escapa porque sabe que lo quiere matar. El momento de desasosiego y de angustia dió lugar a la hierofanía. El texto sagrado nos recuerda que la Casa de Dios (Betel) no es únicamente luz, pues además de luz, en la casa de Dios hay oscuridad, por eso la resignificación del lugar parece ser más completa con el nuevo nombre.
3. Tránsito
El jardín de Edén estaba situado en el oriente, y de ahí, el desplazamiento al que nos empuja la caída se produce hacia occidente, hacia el ocaso. Pero en un recorrido inverso al plano físico sucede otro desplazamiento que transcurre en paralelo al que conduce a la muerte física, la cual se convierte además en un guía que ilumina el camino. Entre amor y muerte hay un discurrir entrelazado por el cual, de la muerte pasamos a la vida para renacer a la vida del corazón, es decir, la del Espíritu. De igual forma, el origen etimológico de la palabra amor, que se extendió ampliamente en la Edad Media, hace alusión a la partícula de negación "a" seguida de mort, del latin mortis: el amor vence a la muerte. Con la expulsión del paraíso se inicia un proceso de transferencia de la conciencia del cerebro al corazón o de espiritualización de la materia y materialización del espíritu. Ese proceso de transferencia, para los alquimistas se producía en el interior del horno o atanor, un instrumento que cada alquimista se construye a su medida, y que podemos ver que comparte simbolismo con el hortus conclusus. Por un lado, la derivación árabe del término atanor sería attannûr (horno) y por otro, la procedencia griega de la palabra sería thanatos (muerte), la cual, precedida de la partícula a, que indica negación, expresaría no-muerte, o si se prefiere, resurrección, vida eterna. El atanor, como el hortus conclusus, podría ser también el horno del amor, o el útero de Dios.
Si observamos la lámina del Mutus Liber podremos reparar en que la postura de rezo del alquimista arrodillado ante él, nos muestra una simetría bastante particular entre uno y otro. Podemos intuir también que se encuentra en un lugar cerrado, probablemente el laboratorio. Para la alquimia, el laboratorio es el lugar donde se realiza la “oración del corazón”.
Tras la caída o expulsión del paraíso se encuentra un mundo caracterizado por la falta, por la carencia y ausencia de amor que se convertirá en el principal impulsor del camino. El simbolismo del jardín como lugar sagrado conecta con la invitación a realizar un tránsito, se trata del mismo misterio encerrado en las palabras de Jacob cuando dice: "es nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo". La puerta, como también el pórtico, es un elemento que aparece comúnmente representado en la tipología del hortus conclusus y que alude al misterio sagrado de «franquear el umbral», «pasar la puerta». Son gestos en apariencia insignificantes, pero cargados de un significado transformado por la sacralidad del lugar. Existe un misterio del «tránsito»; de ahí, que en las sociedades tradicionales, existan «ritos de tránsito» de todo tipo y, especialmente, ritos de hospitalidad. Franquear una puerta para penetrar, aun cuando sea en la más humilde morada, constituye algo grave y solemne, que de la forma más natural se convierte en un rito. La sacralidad del tránsito y de la puerta se revela en todo su esplendor cuando la vemos fuera de su habitual contexto, como es el caso de esas ruinas de las que queda apenas una puerta románica y en las que resurge redoblado su valor sagrado con total independencia del edificio del que formaban parte, pues la puerta es a su vez un símbolo del templo. La parte es símbolo del todo.
La puerta nos invita a establecer relación entre los tres jardines propios de la tradición judeo-cristiana: un vector intermedio entre el jardín del paraíso, el de la agonía y el de la resurrección. Un axis mundi que es el deseo mismo, que va de lo que todavía no es psíquico/espiritual (tener sed y tener hambre) a los más altos alcances psíquicos/espirituales del ser humano: el Amor.
The Samuel Courtauld Trust, The Courtauld Gallery, London
Y si hablamos de tránsito no podemos olvidar que ya en el Antiguo Testamento, Dios había sido el guía del pueblo y a la vez su meta, su verdadero lugar. Cristo es también Caminante y al mismo tiempo "el Lugar" por excelencia, el Templo hecho carne. En la tradición judía, uno de los nombres divinos más importantes es HaMakom, que quiere decir "el lugar". El gran filósofo hebreo Filón de Alejandría dice: "Dios mismo es llamado 'lugar', porque contiene el todo sin estar absolutamente contenido por nada y es el refugio de todo, y porque es su propio lugar, siendo contenido en sí mismo y desarrollado solo por Él".
Al descender de un jardín a otro, entramos en relación con las propias limitaciones de nuestro cuerpo, un límite que nos da existencia y que nos impone un dentro y un fuera, un profano y un sagrado, como también un origen y un destino, una dualidad intrínseca que se evidencia en el jardín como símbolo de un centro que es principio pero que no puede existir sin manifestación. Dualidad que conecta oposiciones binarias tales como interno/externo, amor/odio, vida/muerte, significante/significado, verdad/apariencia, inmanencia/trascendencia. Y aunque los términos de estas oposiciones suelen ser presentados como radicalmente distintos, la aparente separación se vuelve continuidad si recorremos sus opuestos hasta el final. Una cadena que circula, y que además solo el hecho de recorrerla posibilita trascender su relación de oposición, (sin involucrarnos en el odio no es posible llegar al amor). Hay que discurrir por ella, de manera que resulta imposible decir en qué punto preciso se realiza el pasaje de tránsito entre uno y otro.
El paso de la laguna Estigia, Joachim Patinir (1520)
4. Lo terrible
El jardín entendido como paraíso en el Antiguo Testamento nos conduce a la noción de huerto como lugar de oración en el Nuevo Testamento. Del jardín del paraíso al jardín de la angustia y lugar de lo terrible se puede cruzar fácilmente, entre una y otra orilla no hay apenas distancia. Así también le sucede a Jesucristo en el momento en que se debe enfrentar a la muerte. Era de noche cuando acudió a orar al huerto de Getsemaní, en el monte de los Olivos, como también era de noche en su alma. Acostumbrados a verlo tan seguro de sí mismo, dueño de toda circunstancia, aun en medio de situaciones muy tensas, ahora Jesucristo cae de rodillas, temblando. La lucha se convierte en un cuerpo a cuerpo extenuante, tan áspero que en el rostro de Jesús el sudor se transforma en sangre. Y Jesús osa manifestar ante el Padre la turbación que lo invade: "¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz! Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42). Dos voluntades se enfrentan por un momento, quizás el único en el que vemos la naturaleza humana de Jesús plenamente expresada. En esta frase aparece evidenciada la naturaleza dividida del sujeto. Un sujeto que no es una entidad unificada y coherente como el racionalismo supuso, sino que la entrada en el lenguaje le produce una marca de división que arrastrará para siempre y que no siempre es fácil expresar en palabras. Esta división entre el "sujeto del enunciado" y el "sujeto de la enunciación" se produce debido a la influencia del inconsciente y el lenguaje, que no son completamente controlados por la conciencia. El sujeto del enunciado es el que expresa ideas y sentimientos conscientes, y se presenta como una entidad coherente ("¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz!") mientras que el sujeto de la enunciación es la entidad que está detrás del enunciado, la que realmente piensa, siente y desea ("Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya"). Una realidad más profunda y menos accesible a la conciencia, de la cual Jesús demostró ser un gran conocedor, y por eso fue capaz de ver en las personas su verdad más íntima, la que está más allá de la apariencia y es expresada por la Palabra, es decir, aquello que está más allá de las palabras.
Historia de Adán y Eva. Iglesia de la Presentación de la Virgen en el Templo, París, 1937. Ioanna Reitlinger
Es en la división o grieta que introduce la expulsión del Paraíso, en donde tiene lugar el encuentro con lo Real, en donde se evidencia una parálisis enajenante y un vértigo ante la visión de lo atroz; una experiencia, la de lo terrible, que nos ofrece la posibilidad de salir transformados si verdaderamente somos capaces de asumir la verdad que nos trae y de la que, a menudo, preferimos no saber nada. Deseo y Real se encuentran en lugares muy próximos, de ello nos deja constancia también el simbolismo del jardín entrelazado con el huerto, por eso es muy fácil pasar de una a otra orilla, y por eso a menudo el ser humano prefiere huir de dicho encuentro, prefiere no saber nada de su deseo, porque linda con la experiencia de lo terrible insoportable. La experiencia de lo Real de Jesús en el monte de los Olivos se convierte en el mejor ejemplo de valentía para ser quien de afrontar lo más verdaderamente humano de cada uno, la lucha entre deseo y realidad. Dios se hace hombre para revelarnos en todo su esplendor la grandeza de lo humano, una grandeza que se sostiene sobre la más vulnerable pequeñez. La inmensidad de la experiencia de lo Real nos vuelve necesariamente humildes y acobardados, y de cuyo encuentro, paradójicamente salimos más humanos y más verdaderos.
La Agonía en el Jardín de Getsemaní. Duccio di Buoninsegna (1308 y 1311)
En este díptico anónimo del año 1410 aparece por un lado la escena que representa a la Virgen y el Niño en el Hortus Conclusus, y por otro lado, el autor ha decidido ponerla en relación (por la función de la Virgen María como corredentora) con el momento de la crucifixión de Jesús, uniendo así principio y final de la vida de Jesús. En el momento de la crucifixión solo quedan a su lado las mujeres, la Virgen María es una de ellas, y también el Discípulo Amado, que la tradición ha identificado con Juan. Es a la escuela de Juan a la que se le atribuye la redacción del Cuarto Evangelio y también del último libro del Nuevo Testamento, en el que se narran las visiones apocalípticas de Juan, desterrado en la isla de Patmos.
En relación con el jardín cerrado, la isla es un lugar de correspondencia espiritual, pues también se encuentra cerrada y rodeada por el mar de las pasiones y lo salvaje. La isla es también un símbolo del paraíso perdido, en ella el Apóstol Juan tiene las visiones en las que el Edén terrenal se convierte en un lugar escatológico (las teofanías son un anticipo del fin de los tiempos), equiparando este paraíso con la Jerusalén Celeste. No deja de ser curioso que el primitivo jardín sea terrenal, y solo posteriormente a la caída, éste se convierta en celestial. El Paraíso es una teofanía, y en ese sentido, tanto el jardín, como la isla como la montaña son los lugares de la tierra más próximos a Dios, en los que la misión del hombre es ser a la vez testigo de Dios en cuanto Principio y testigo de Dios en cuanto Manifestación o Teofanía. El Paraíso es a la vez Principio y Manifestación de Dios.
San Juan Bautista en el desierto. Domenico Veneziano (1445)
San Juan en Patmos. Hans Memling (ca. 1433 – 1494)
San Juan en la Isla de Patmos. El Bosco (1489)
Fotograma de la "Hora del lobo" un filme de horror, probablemente el más sombrío y turbador de toda la filmografía bergmaniana. El momento de enfrentamiento con la muerte aparece también en el Evangelio de Juan simbolizado por dichas palabras: "Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado (Jn 12,23)", es así como se denomina a la segunda parte de su Evangelio, tradicionalmente dividido en dos: "Libro de los signos" (Jn 1-12) y Libro de la Hora (Jn 13-21). Es la hora en la que los sueños se tornan pesadillas, si estamos dormidos tendremos pesadillas, si estamos despiertos tendremos miedo. En la película de Bergman, el protagonista, Johan, lo expresa así: “Os doy las gracias. Al fin me alcanzó el límite. El espejo se ha roto, ¿pero qué reflejan los fragmentos? ¿Puedes decírmelo?”