Hortus conclusus - Simbolismo del jardín cerrado (III)

No hay noche que no tenga luz, pero está oculta. El sol brilla también en la noche, pero está oculto. Durante el día brilla y oculta la luz de las estrellas. Del mismo modo actúa la luz divina, que oculta las otras luces. Lo que buscamos en las criaturas es todo noche. Maestro Eckhart, "El fruto de la nada"

 

En la anterior entrada hemos hablado de la capacidad de la Sheckinah para desplazarse, para viajar y posarse allí donde de nuevo debemos hacer un esfuerzo para identificarla. La presencia divina aparece a pesar de toda resistencia exterior a identificarla, aparece a pesar del enorme rechazo que suscita entre los hombres incultos. La cita con la que cerramos la anterior entrada y abrimos la de hoy es del Maestro Eckhart, rechazado, acusado y condenado por la Inquisición, dijo algunas cosas que resultaron escandalosas para el poder eclesiástico de la época, al igual que le sucedió a Jesucristo. Y a pesar de todo el odio que recibieron, todavía hoy sus corazones ardientes siguen emitiendo luz.


A partir del concepto de jardín al que el hortus conclusus nos ha conducido, hemos comprobado que su simbolismo funciona siempre en relación con otros jardines, es decir, el jardín nos invita a viajar, nos invita a transitar entre uno y otro. En la tradición cristiana son tres los jardines que rodean el destino de la humanidad: el del Paraíso, el de la Agonía y el de la Resurrección, en un camino que parte desde la conciencia del pecado hasta la liberación del mismo. Estos tres jardines son también los de nuestras vidas, aunque el hombre moderno prefiere no salir del primero, y trata de evitar a toda costa la angustia de la caída. Para evitar esa angustia, se protege con la ausencia de pregunta, con la indiferencia. Pero así como las tradiciones se encuentran en su mayoría desconectadas de la esencia que las originó, el psicoanálisis nos ayuda a recuperar la senda perdida, y por ello nos recuerda que la falta es constitutiva de deseo, sin falta, sin caída, no hay vida.

«Este gran instrumento redondo y umbroso que ves, semejante a un huevo, estrecho por arriba, ancho en su mitad y algo más ceñido en la parte inferior, representa al Dios Todopoderoso según la fe», comentario al pie, de la propia autora: Hildegard von Bingen, esa que hablaba en tercera persona para referirse a “Sabiduría”: “Yo no soy quien digo estas palabras de mí, sino Sabiduría las dijo”.

PaRDeS

Con respecto a los mitos judeocristianos es habitual que se establezca una barrera entre creyentes y no creyentes que impide ahondar en la grandeza y profundidad humana que, por ejemplo para las mitologías griegas o hindúes, no supone un impedimento. Hoy en día estamos acostumbrados a comprender el mundo exclusivamente desde el plano material, sin embargo no fue así en todas las épocas. Se dice que los primeros habitantes del original jardín de Edén reunían en su conocimiento los cuatro niveles de interpretación o acercamiento divino, el cual proviene de las consonantes que componen la palabra PaRDeS, paraíso en hebreo, cuyo significado alude específicamente a un huerto de frutales: peshát (literal), rémez (pista), derásh (investigar), sod (secreto). Desde estos cuatro niveles nos iremos adentrando en la riqueza simbólica del jardín.

Bartolomé Anglico, Libro de la propiedad de las cosas.
París, Biblioteca Nacional. (Sra. Fr. 9140)

Peshát (sentido literal): Jardín medieval como huerto cerrado

El sentido literal del jardín cerrado nos da cuenta de una tipología de jardín característica de la Edad Media, que estuvo asociada a monasterios, abadías y conventos, pero también al jardín cortesano y al campesino. La idea de jardín es inherente a las tres tradiciones religiosas, pues teniendo en el texto sagrado su origen común, las tres hablan del sentido de paraíso y por tanto, de vergel, aunque el cristianismo y el islam han desarrollado mucho más este concepto.

En la Edad Media el sentido metafórico estaba inmerso en todas las actividades cotidianas, el cuidado del jardín se entendía como una metáfora del alma cristiana, que debe ser cuidada y organizada en torno al trabajo y la oración, al igual que también las malas hierbas deben ser arrancadas. De esa comprensión metafórica y más completa del mundo, nos da cuenta la etimología de la propia palabra cultura, (del tema cult, perteneciente al verbo latino colocolerecultum = cultivar) que significa etimológicamente cultivo.

En el jardín confluyen la metáfora del Jardín del Edén con la metáfora del lugar en el que se originó el pecado. El jardín era un lugar de unión con los sentidos a la vez que un reflejo del orden divino en el mundo, estaba normalmente configurado a imagen y semejanza del jardín del Edén, que según la Biblia era un terreno cercado por cuatro ríos y protegido por altos muros. 

8 Luego Dios el Señor plantó un jardín en Edén, hacia el oriente, y puso en él al hombre que había creado. 9 Dios el Señor hizo que en el jardín se diera toda clase de árboles hermosos y de frutos deliciosos. En el centro del jardín plantó el árbol de la vida y también el árbol del conocimiento del bien y del mal. 10 De la tierra de Edén salía un río que corría a través del huerto para regarlo. Después el río se dividía en cuatro brazos. 11-12 El primero se llamaba Pisón, el cual recorría toda la región de Javilá, donde había oro de muy buena calidad. También allí había plantas con las que se hacen perfumes muy finos, y piedras de ónice. 13 El segundo se llamaba Guijón, y atravesaba toda la región de Cus. 14 El tercero era el río Tigris, que es el que pasa al oriente de Asiria. Y el cuarto era el río Éufrates. 

15 Dios el Señor puso al hombre en el jardín de Edén para que lo labrara y lo cuidara, 16 y a la vez le dio esta orden: «Puedes comer del fruto de todos los árboles que hay en el jardín, 17 pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no podrás comer, porque el día que comas del fruto de ese árbol, morirás». (Génesis 2, 8-17)

El jardín medieval está marcado por la dualidad, por un lado su composición nos recuerda al lugar de placer propiamente edénico y al mismo tiempo sus funciones de huerto como lugar de trabajo nos dan cuenta del momento en que el hombre tuvo que buscar el sustento con el sudor de su frente, el que comenzó a partir de la caída. La idea de cerrado es, además, consustancial al origen de la propia palabra jardín, lo cual ya nos habla también de que lo simbólico está en la génesis del jardín, pues lo propio del símbolo es la oposición, la dualidad o la confrontación entre pares aparentemente irreconciliables. La dualidad entre abierto/cerrado, dentro/fuera, caos/orden, virtud/pecado, está en la génesis misma de la creación del mundo, la pareja de opuestos que simboliza las dos fuerzas contrarias del universo (yin-yang). Y, aunque la visión católica extendida en la actualidad nos haya trasladado una imagen negativa de uno de los dos pares contrapuestos, no era así en la Edad Media. Por ejemplo, la naturaleza salvaje, en tanto que expresión material del caos metafísico, era también percibida como constituyendo un reservorio de cualidades únicas que podían ser conquistadas por el hombre con valor y esfuerzo. En tanto que reserva y depósito de tales potencias el caos no era por tanto percibido como un mal sino como un lugar que contenía la posibilidad del bien: sus símbolos básicos del mar y el bosque, y toda la naturaleza salvaje en general, representaban un lugar peligroso pero también muy valioso, tanto material como espiritualmente, para los hombres y siempre susceptible de ser utilizado con provecho.

Las connotaciones religiosas del jardín, en la Edad Media, estaban presentes tanto en los jardines monásticos como en el resto. Eran ante todo un espacio para la educación del alma y un lugar de encuentro con lo divino. El hortus conclusus es el lugar en donde la esposa (el alma) espera al esposo (el espíritu). El alma es siempre entendida en el simbolismo como femenina por su carácter receptivo y pasivo, es la materia que adquiere la forma que imprime sobre ella el espíritu. El espíritu, por su parte, se toma habitualmente como masculino: es lo que imprime la forma a la materia o sustancia del alma preparada para ello, para lo cual es imprescindible un concienzudo trabajo de limpieza y purificación. Según este simbolismo el jardín es aquí entendido místicamente como el espacio intermedio (el mundo sutil) adecuado para que se produzca el encuentro y la reunión entre el hombre y Dios.

Códice Albeldense: aparece representado Noé, un mapamundi y el Paraíso cerrado, fol. 17v.

El jardín medieval es un microcosmos reproduciendo el gran macrocosmos creado por Dios. El hombre imitaba, de manera imperfecta, la creación divina. Separaba una pequeña parte de la inmensidad de la tierra inculta, imponiendo sobre ella un orden (basado en el orden divino) que replicaba en cierta medida el orden primordial del Edén. Al revés de la idea romantizada de la naturaleza que está hoy extendida mayoritariamente en los entornos urbanos, el hombre medieval percibía la naturaleza, con una mezcla de temor y a la vez de respeto, e incluso de atracción. La naturaleza era algo de lo que protegerse, de ahí los recintos amurallados que se disponían ya no sólo en torno al jardín, también rodeando ciudades y poblados. Si bien la naturaleza es sentida como una amenaza al orden humano (incluso después de la muerte), no es vista como mala en sí, ni como enemiga, por el contrario es más bien vista como necesitada de ayuda. La naturaleza salvaje representaba el caos, frente al orden del jardín. Y llevar a cabo este orden suponía, metafísicamente hablando, una conquista realizada con valor y esfuerzo. El paradigma de este jardín restaurador era el claustro de los monasterios. 

Dentro de un monasterio, el claustro ejerce como alma, como centro del monasterio desde el que irradian todas las construcciones del mismo. Los monjes concibieron la planta de sus monasterios en base a la idea de circulación en torno al claustro, centro de comunicación de todas las dependencias. Al uso comunitario, habría que añadir los ratos de meditación, oración o contemplación individual que los monjes pasan en el claustro en diversos momentos del día o de la noche. En el claustro los monjes cultivaban esencialmente plantas y árboles para fines alimentarios y medicinales. Aunque la había, menos importante era la función decorativa del jardín y de sus plantas y flores. Los jardines de los claustros monásticos estaban organizados en parterres, con pozos y fuentes que les abastecían y siempre con un sentido simbólico recogido en sus plantas y flores. 




El jardín medieval tiene muy en cuenta la geometría sagrada y la numerología, así encontramos elementos que se repiten en grupos de tres (simbolizando la Santísima Trinidad) o que los caminos dibujan cruces. El huerto frutal más pequeño, para ser rentable y obtener las máximas compensaciones en caso de robo (algo muy frecuente en la Edad Media) debía contener al menos 12 árboles distantes entre sí entre 5 y 6 metros, lo cual daba una superficie de 18 x 24 metros aproximadamente. Aunque poco rastro queda ya de la concepción medieval en los claustros modernos, la idea cuaternaria sí que debió estar presente en la disposición original, así se observa en el plano del monasterio de Saint Gall (s. IX) y en algunas excavaciones arqueológicas de claustros europeos. La idea de cuatro partes estaría vinculada a la estabilidad, el orden y ritmo de la creación: cuatro elementos, cuatro estaciones, cuatro edades humanas, cuatro humores y cuatro ríos del paraíso que parten del centro del claustro, de la fuente o pozo simbolizando al propio Cristo, el Agua de la Vida.

Una de las órdenes que más fomentó la jardinería fue la Cisterciense, que se caracterizó por el desplazamiento de las fuentes cerca del refectorio (por lo que a veces se instalaban dos fuentes en el claustro) y la edificación de templetes. En sí mismo, el claustro es un hortus conclusus, una zona verde de pequeñas dimensiones, circundada por muros, dividido por parterres normalmente en cuatro partes y con la presencia esencial del agua. No es casual que el centro del claustro-jardín estuviera ocupado preferiblemente por una fuente significando con ello el paso de la manifestación informal a la existencia formal, lo cual es el sentido de la fuente central del Paraíso, de la que surgían cuatro ríos, cada uno en una dirección.

El simbolismo en los jardines medievales determinará incluso qué plantas se escogen de acuerdo a su significado. Las rosas representan el amor de Dios; las azucenas y los lirios, la pureza virginal; las manzanas el pecado original; las hojas trifoliadas de las fresas, el misterio de la Santísima Trinidad. También se cultivaban hortalizas como las lechugas o los nabos. A veces en los parterres se mezclaban plantas aromáticas con culinarias y una amplia selección de plantas medicinales para elaborar remedios naturales. 


Fuente intelectual

Pero en la Edad Media el jardín tenía su fuente intelectual en los textos. De la meditación sobre el texto surgía la forma en la que después se plantaba. La regla de San Benito hace referencia a la disposición del monasterio: “Debe estar establecido de manera que, si es posible, todo lo necesario se encuentre dentro del recinto, el agua, el molino, el jardín y los diferentes oficios con el fin de evitar que los monjes vayan a perderse en el mundo exterior”. Pero si hay un texto que se alzó deliberadamente como complemento al programa de la búsqueda radical de Dios esbozado pura y simplemente en la regla de San Benito, ese es el Cantar de los Cantares, símbolo del dinamismo arriesgado y en cierto modo aventurero en los primeros momentos de la institución cisterciense.

San Bernardo en su sermón 23 sobre el Cantar de los Cantares, explica la simbología tripartita del jardín relacionando su plantación con la creación. El huerto es, pues, la historia, en tres partes, abarca primero la creación del cielo y de la tierra, segundo la reconciliación y tercero la reparación. La creación es como la siembra y la plantación del huerto; la reconciliación, como el germinar de las semillas y de los árboles; y la recolección como la salvación que llegará al final de los tiempos. 

El Cantar de los Cantares ha sido uno de los libros favoritos de los místicos medievales, tanto judíos como cristianos, y una de las fuentes más fecundas de la inspiración estética medieval. Dentro del ámbito cisterciense, el Cantar de los Cantares es, entre todos los libros de la Biblia, la composición que más configura el carisma cisterciense en su misma raíz. Era siempre leído en contexto eclesial, uno de los maestros más estimados por los cistercienses ha sido Orígenes y su Comentario al Cantar de los Cantares, el más leído durante toda la Edad Media monástica occidental. Junto al Comentario de Orígenes, los cistercienses solían acudir a otros esclarecedores del libro, como por ejemplo el comentario de Gregorio Magno, los breves pasajes de Casiodoro, de Isidoro y el más amplio de Beda el Venerable. Pero sin duda Bernardo de Claraval se convertirá en esta época en una de las figuras más importantes de la espiritualidad cristiana occidental. En su serie de 86 sermones sobre El Cantar de los Cantares no habla de otra cosa sino del encuentro amoroso entre el alma y Dios, un libro en el que, según sus propias palabras, “habla siempre el amor, el que desee enterarse de su lectura que ame… Así como ignorando el griego no se puede entender al que habla ese idioma… de la misma manera el idioma del amor, inculto para el que no ama, sonará como una campana ruidosa o unos platillos estridentes”. Bernardo inaugurará un nuevo género literario en el que destaca un objetivo predominante: el dinamismo por antonomasia de la persona, que se reduce al misterio y práctica del amor. Por eso los comentarios cistercienses matizan el enfoque meramente eclesiológico y moral encarrilándolo en el surco del amor. 

Jardín cortés 

Si bien el modelo religioso de jardín es el que predomina en el mundo medieval, hubo otra tipología que se desarrolló sobre todo en la Baja Edad Media y principalmente en la vida de la corte. El jardín cortés está directamente influenciado por el jardín del Cantar de los Cantares donde los enamorados se encuentran y se juntan. Su simbolismo místico y espiritual estuvo presente en varias de las obras literarias que desarrollaron este tema. 

María de Francia fue una poetisa nacida en Francia que vivió en Inglaterra a finales del siglo XII. No se sabe prácticamente nada de su vida, aunque escribió en anglo-normando, una clase de lengua de oïl hablada entre las élites de Inglaterra. Aunque los eruditos no conocen la identidad de María de Francia, el nombre se ha deducido de una de sus obras: «Marie ai nun, si sui de France...» (en español, «Mi nombre es María, y soy de Francia...»). Fue la primera poetisa en lengua francesa, y sus obras son una de las primeras muestras del amor cortés en la literatura. Aunque debemos matizar que la etiqueta de “amor cortés” es muy posterior (se empieza a usar a finales del siglo XIX por Gaston Paris, a partir de un estudio suyo sobre El caballero de la carreta de Chrétien de Troyes), mientras que en ese momento se prefería hablar de “fin’amors”, que bien podría traducirse por “amor sincero” o “amor leal”, según ha explicado Martín de Riquer. Los lais de María de Francia, de evidente ascendencia bretona, están ligados a leyendas y mitos celtas. La lectura de sus lais pone de manifiesto enseguida los temas y tópicos habituales en el “otro mundo” de carácter celta, tal como ha explicado, entre otros, Howard R. Patch en su libro El otro mundo en la literatura medieval; así se evidencia en la significación simbólica de elementos espaciales como el mar, el río, el lago, la fuente, el bosque, el jardín, la isla, el castillo, la torre, la nave…; o la de elementos animales como el pájaro, el caballo, el ciervo, etc., entre otros muchos. Recogemos sobre este tema parte del estudio de Enrique Galván Álvarez: ASPECTOS MÍSTICOS Y RELIGIOSOS DEL AMOR CORTÉS EN GUIGEMAR, DE MARÍA DE FRANCIA

En el corazón del amor cortés hallamos, desde luego, una actitud noble que es repetidamente alabada en los lais de María de Francia, y que encaja perfectamente en el contexto en que se escribieron estos relatos. Esta nobleza, sin embargo, poco tiene que ver estrictamente con títulos aristocráticos; es la nobleza que lleva a Guigemar a arriesgar su vida en un duelo por la amada, o a Yonec, por ejemplo, a vengar el amor de sus padres en la persona de su padrastro. Esta nobleza es, de hecho, la que motiva los actos de todos los protagonistas de los lais y lo que impregna sus historias de heroísmo. Es probablemente esta actitud la que diferencia al amor cortés de otras formas de “amor” más frívolas, tales como –en palabras de la propia María de Francia en su primer lai, Guigemar– las de “los viles cortesanos que cortejan a las mujeres por todo el mundo y luego se vanaglorian de lo que hacen” (Lais 45). Es esa nobleza la que le da al amor su “cortesía”, y aunque aquí “cortés” se refiere a la corte, no pueden equipararse nobleza y cortesía, ni mucho menos nobleza (de corazón) y aristocracia (cortesana); en cualquier caso, la distancia entre cortesía y nobleza bien puede servirnos para explicar en qué sentido voy a utilizar los términos “místico” y “religioso” en mi argumentación. Al igual que lo cortés difiere de lo noble, lo místico y lo religioso representan aspectos diferentes de lo espiritual. Mientras que ser cortés equivale hoy en día a ser educado, formal y a expresarse con corrección en el plano social, el ser noble implica una bondad y una tendencia empática al heroísmo, que no son necesariamente parte del ser correcto. Mientras que la corrección expresa una maestría del contexto social, la nobleza implica una actitud más emotiva y profunda, una inspiración no nacida de las normas, que no tiene por qué ajustarse a ellas, pero que tampoco tiene por qué contradecirlas. El hecho de que la nobleza no sea una condición normativa y regulada representa, en cierto modo, un desafío a la letra sin espíritu, a aquellas convenciones sociales que desdeñan el impulso emotivo del ser humano. Esto no implica que el ser noble impida ser cortés, o viceversa, al igual que el ser místico no impide ser religioso, ni viceversa. Pero tanto el misticismo como la nobleza están más allá de las convenciones que la religión y la cortesía representan y, por tanto, pueden en ocasiones quebrantar sus reglas. Al decir “más allá” me refiero a que trascienden las expresiones formales y formalizadas porque su campo es el de la interioridad humana, dimensión que no puede ser en última instancia solidificada en convenciones. Aunque las convenciones puedan reflejar ciertos sentimientos o inspiraciones, siempre serán algo distinto de las fuentes de las que manaron. Hay dos posibles formas de armonía, la primera con la inspiración en sí, y la segunda con las normas. Como he dicho antes, no son incompatibles, pero pueden verse en conflicto cuando las normas son seguidas de forma mecánica o cuando ciertas normas contradicen esa inspiración fundamental del ser humano.

En los textos del fine amor, aparentemente sencillos, compuestos para ser memorizados, todo tenía un significado profundo. La cancó, las novelas de caballerías, los poemas místicos, buscaban tanto “explicar” la realidad, como hacerla presente. Tal vez en este movimiento que ahora denominamos 'cortés' se dio realmente una síntesis natural entre la tradición celta y la cristiana, creando un nuevo cristianismo que contradecía más bien los usos y costumbres medievales. El papel no sólo igualitario, sino a menudo preponderante de la mujer, la permeabilidad social, el pacifismo, la sumisión de lo normativo a lo espiritual, la libertad como valor en sí misma, la valoración positiva del cuerpo y la sensualidad, la belleza y su disfrute etc. Todo resultaba, en este florecimiento espiritual, total y escandalosamente revolucionario para la jerarquía y los usos feudales.

Los jardines cortesanos aparecen como espacio recurrente en la literatura medieval. En la obra Erec y Enid (1135-1183) de Chrétien de Troyes hay un jardín inexpugnable en una de las pruebas que deben afrontar sus protagonistas; en el romance de Floire et Blancheflor (1160) aparecen tres jardines, haciendo que el espacio conductor del romance sea el mundo vegetal; finalmente, el más destacado de los ejemplos es Le roman de la rose porque precisamente tiene como protagonista un jardín. Uno de sus autores, Guillaume de Lorris describe el jardín ideal de esta manera: “El jardín estará rodeado por una muralla que lo cerque y lo proteja de miradas ajenas. Tendrá un pequeño prado, árboles, pérgolas y túneles realizados con ramas enlazadas de trepadoras y contará con flores y una fuente. Su espacio se dividirá en cuadrados con caminos bordeados de hierbas aromáticas que con su olor hagan aún más agradable el lugar”.

El amante ante las puertas del jardín, escena de  Le Roman de la Rose. Guillaume de Lorris y Jean de Meung, Realizado entre 1350-1400 British Library, Londres. 

Le roman de la rose es un poema francés datado entre el año 1225-1280. Se divide en dos partes, una escrita por Guillaume de Lorris y la otra continuada por Jean de Meung. Guillaume de Lorris presenta la obra como un sueño, ficción que mantiene su continuador, hasta el punto de dar a entender que todo lo ocurrido y debatido transcurre en una sola noche. Guillaume de Lorris, como más tarde hará Dante, junta la visión en sueño y la alegoría con una finalidad trascendente, en nuestro caso la intención de desarrollar un arte de amar, fruto de sus lecturas y de su experiencia sentimental, bien evidente a pesar de su juventud. En su sueño, el joven poeta llega a un recinto rodeado de altas murallas que encierran un deleitoso jardín. En la parte exterior de los muros, para indicar que están excluidas de su interior, se hallan pintadas las figuras de Odio, Codicia, Avaricia, Envidia, Tristeza, Vejez, Hipocresía y Pobreza. El poeta entra en este jardín, cuyas flores describe, así como el canto de los pájaros, y es recibido por una doncella que le informa de que aquel recinto pertenece a Deleite, cuya enamorada es Alegría. En un lado estaba el Dios de Amor, y en el centro bailaban Hermosura, Liberalidad, Franqueza, Cortesía y Juventud.

Pero después del esplendor de la poesía caballeresca y la literatura medieval, el sentido místico del jardín se fue perdiendo progresivamente y el ideal de jardín que se fue estableciendo en el mundo no religioso fue el de un espacio sensual dirigido por completo al disfrute de los sentidos y con ello a la dimensión más material del alma. A partir de la llegada del Humanismo, aunque el jardín sigue estando presente en la literatura, se abandona todo el simbolismo que había conllevado durante la Edad Media.




No podemos dejar de mencionar esta obra tan peculiar, El Sueño de Polífilo (Hypnerotomachia Poliphili, Venecia- 1499) es uno de los libros más curiosos y enigmáticos salidos de unas prensas. Oculta una rara hermosura y un apasionado anhelo de perfección, sabiduría y belleza absolutas, bajo el signo del Amor. El tema se encuentra dentro de la tradición del género del romance dentro de las convenciones del amor cortesano, que todavía proporcionaba temas atractivos para los aristócratas del Quattrocento. Desde el mismo siglo XVI, el Sueño de Polífilo se ha visto rodeado de un aura de esoterismo enfermizo. Es uno de los libros más atractivos del Renacimiento, decorado con preciosas xilografías, y envuelto en misterios. En realidad, es un injerto de poema alegórico de estirpe medieval y enciclopedia humanística de vocación totalizadora, ya que contiene una ingente amalgama de conocimientos arqueológicos, epigráficos, arquitectónicos, litúrgicos, gemológicos y hasta culinarios. Por supuesto, no faltan en él abundantes referencias y representaciones del jardín, en alusión a su significado más místico heredado de la tradición medieval.