Desde el inicio de los tiempos ha habido una tendencia generalizada en el ser humano a la idolatría y adoración de falsos ídolos que todas las religiones han tratado de frenar, y todas además han caído de nuevo en ello. Lo cierto es que todas las cosas son susceptibles de ser convertidas en imagen, y no necesariamente el hecho de prohibirlas evita que se den estos fenómenos, la propia tipografía en el islam terminó por convertirse en imagen (y qué belleza de imágenes), o sin ir más lejos, en el cristianismo, en lugar de venerar imágenes se veneraron trozos de cuerpo, (reliquias) que no deja de ser lo mismo que una imagen.
La tradición profética en el seno del judaísmo había nacido a partir de la diferenciación que poco a poco se dió con respecto a las prácticas adivinatorias que eran costumbre común en los pueblos del Antiguo Oriente Próximo. Si en el principio de la tradición profética hubo paralelismos con otras prácticas del entorno, tales como los profetas videntes, los que se inspiraban en el canto, la adivinación a través de vísceras de animales, el trance o el éxtasis, poco a poco la profecía israelita se fue diferenciando de estos métodos, y lo que la caracterizó de forma particular fue el hecho de prescindir de intermediarios en la relación con la divinidad, es decir, ya no fueron necesarios objetos, vísceras, astros, drogas, etc… para establecer una relación con Dios.
El profeta israelí no solo se comunicaba directamente con Dios sino que a través de la escritura dejó constancia acerca de esta relación, es así como se fueron progresivamente diferenciando, y el resto de prácticas empezaron a considerarse idolatría, magia o superstición; contra ellas, el Antiguo Testamento está plagado de condenas. Es posible que no nos resulte extraña esta condena de la idolatría y la superstición, pues también ha sido una marca del cristianismo, toda religión verdadera se sustenta sobre la transmisión de conocimiento, el cual no deja de ser en esencia un camino que recorre los peligros de identificarse en exceso con la imagen. Con independencia de lo que las instituciones jerárquicas de cada religión definan para facilitar este recorrido a los fieles, las experiencias de los grandes sabios de todas las religiones nos han dado cuenta sobradamente de ello.
Los debates con respecto a los conflictos que el culto a la imagen provoca en el ser humano fueron muy intensos durante los siglos VIII y IX en el imperio bizantino, probablemente motivados por la cercanía con el islam. La doctrina islámica fijada en el Corán y completada con los dichos y hechos del profeta y sus primeros compañeros (Sunna) derivó en el aniconismo, es decir, la prohibición de representar imágenes de personas o animales en el arte sacro. Su origen se encuentra en el deseo de prevenir la idolatría (culto a las imágenes) y la posible reducción de conceptos eternos e intangibles como Dios a un lenguaje finito y material. La tradición musulmana es especialmente rigurosa con las representaciones de Dios, pero no tanto con las del Profeta, de hecho en el mundo chií, pueden encontrarse numerosos ejemplos de la figura del profeta representado. El arte islámico se ha desarrollado con una tendencia a la abstracción y a la geometría que contrasta profundamente con las representaciones del arte cristiano.
El conflicto y los debates que se generaron en el siglo VIII con respecto al culto a las imágenes, establecieron una brecha entre el cristianismo oriental y el occidental. La crisis iconoclasta originada en el reinado bizantino de Leon III es un interesante episodio de nuestra historia, en el que tiene lugar un conflicto a nivel político, religioso, artístico, estético y social, de gran trascendencia. Aunque aflora en el siglo VIII, el debate llevaba gestándose desde los tiempos más primitivos del cristianismo, en él participan dos concepciones diferentes y dos formas opuestas de ver la religión: los ortodoxos o iconódulos, y los anicónicos. Dentro de estos últimos, además, existe una vertiente más radical, los iconoclastas. Los iconódulos u ortodoxos son aquellos que defienden el uso de imágenes como vehículos para el culto religioso. Los anicónicos rechazan el uso de imágenes dentro del culto religioso, ya que toda imagen está realizada con materia, y adorar la imagen es adorar la materia de la que está hecha, reduciendo a Dios a la materia de la representación. Los iconoclastas no solo rechazan el uso de imágenes, sino que además reaccionan violentamente, abogan por su destrucción, considerándolas además de idolatría, herejía.
En sus inicios en el siglo I y II, el cristianismo no había definido su postura con respecto a esta cuestión. Por un lado, al ser una religión derivada del judaísmo, parecía lógico que heredase la tendencia anicónica que marca la religión semita, también esta tendencia anicónica había visto su respaldo entre las clases intelectuales romanas muy críticas con los cultos orientales que incurren en la idolatría y que proliferan durante el Bajo Imperio (religiones mistéricas como el orfismo o el culto a Mitra, el culto a Isis…). Por otro lado, una parte importante de la población convertida en este momento temprano procede del Próximo Oriente (Egipto, Mesopotamia…), tradicionalmente iconódulo, que favorecía la incipiente circulación de reliquias. Para el cristianismo ésta no era una cuestión sencilla, pues si la forma que encontró Dios de hacerse visible en el mundo fué el cuerpo humano de Cristo, imagen de Dios, esa misma relación podía producirse entre un santo y su icono; y si se niega esta relación, se está negando a Cristo, de tal manera que dudar del valor de las imágenes es dudar de la encarnación, que a su vez supone la base de la Santísima Trinidad: Cristo es Dios, es una imagen, el canal que utiliza para encarnarse es el Espíritu Santo, y las tres figuras son Dios. También el concepto de creación se ponía en el centro del debate, pues si el propio Dios es creador, el ser humano, que es imagen de Dios, tiene en su naturaleza también la posibilidad de la creación de imágenes.
La crisis iconoclasta que se origina en el reinado del emperador León III no deja de ser un reflejo de lo que en el pasado le había sucedido al pueblo judío. Lo que se puso de manifiesto fue precisamente el miedo a las consecuencias de una derrota militar y a una cautividad similar a la del pueblo judío (ante las crecientes derrotas y pérdidas de territorio en el imperio), por lo que el objetivo de los emperadores iconoclastas era calmar la ira de Dios. Según un artículo de Alfonso Hernández Rodríguez resulta difícil reconstruir la religión iconoclasta de este período, debido al carácter inconódulo de las fuentes que nos han quedado, y de que en general, los historiadores modernos se han hecho eco de la condenación eclesiástica contra los iconoclastas. En principio, se puede decir que tenía dos ejes centrales: la insistencia en el culto a la Santísima Trinidad y al Espíritu Santo, con una insistencia menor en la persona de Cristo, cuya encarnación justificaba las representaciones de imágenes. Por otra parte, el iconoclasmo privilegiaba a la iglesia y al clero antes que el culto de los santos y los monjes. En ese sentido la sacralidad recaía sobre la iglesia, en cuanto lugar en el que se realiza el sacrificio eucarístico (llevado a cabo por el clero secular). Esta característica es interesante puesto que acercaba el iconoclasmo a la religiosidad carolingia. Implicaba la concentración de lo sagrado en el edificio eclesial y en la institución eclesiástica, mientras que en la religiosidad iconódula lo sagrado no depende de una liturgia y del personal especialmente preparado para realizarla (el clero), sino que se basa en gestos de devoción individual.
Los iconoclastas sostienen que es imposible una imagen verdadera de lo divino, el icono no es más que un ídolo engañoso, teniendo una carga negativa. Consideran que la imagen de Cristo es una imagen utópica, irrepresentable. Las de la Virgen y los santos no son tan utópicas porque eran menos divinos, tienen menos trascendencia. Los iconódulos, por su parte, defienden que el icono es esencial, se trata de un medio, puesto que participa de la divinidad y permite entrar en contacto con ella, es justo adorar y venerar imágenes, porque el icono es el auténtico intermediario entre el hombre y la divinidad, entre la tierra y el cielo. Las imágenes no son Dios, sino que por participación lo representan.
Fruto de este contraconcilio del año 794, Carlomagno, en tanto defensor de la ortodoxia cristiana (el iconoclasmo de la dinastía bizantina estaba mucho más cerca de las antiguas tradiciones cristianas que la iconodulia propuesta por Nicea II), se levanta contra las decisiones del concicilio de Nicea II. Si el emperador franco hubiera aceptado la iconodulia bizantino-papal hubiera corrido el riesgo de dividir su propia Iglesia imperial, el problema de fondo es entonces tanto político como religioso y tenía que ver tanto con la ortodoxia religiosa como con la afirmación de las aspiraciones imperiales francas. La Iglesia franca consideraba que ocupaba una posición intermedia entre los dos excesos posibles ante el culto de las imágenes, por un lado la iconoclasia y por el otro una iconodulia, que fácilmente podía confundirse con idolatría. Gregorio Magno era la fuente patrística de la posición de la Iglesia latina.
Por tanto, la crisis iconoclasta permitió la aparición de una tradición cristiana latina consciente de sí misma, es el momento en el que se evidencia el nacimiento de dos formas divergentes de piedad cristiana, la cristiandad occidental centrada en el edificio eclesiástico y que privilegiaba la ubicación de lo sagrado en el rito eucarístico, y la oriental cuyo centro era la adoración de los iconos, con la consecuente multiplicación de los espacios sagrados.
Pero este conflicto no ha dejado de reactivarse sucesivamente en la historia, pues también el protestantismo se manifestó en contra de las imágenes, hasta el punto de que destruyeron en Suiza, Alemania y otros países del norte de Europa numerosas manifestaciones de arte sacro durante la Reforma iniciada en el siglo XVI. En la Tormenta de las imágenes llevada a cabo en los Países Bajos en 1566, los protestantes calvinistas provocaron una iconoclasia, destruyendo cientos de imágenes en iglesias católicas y monasterios. Esta fue una de las causas de inicio de la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648).
Pues bien, todos estos conflictos parecen ponernos sobre la mesa una tendencia gradual a la corrupción que es intrínseca a la religión como también al ser humano, y que se ve reflejada en el propio uso que de las imágenes se hace, no siendo éstas más que un espejo de la conducta humana. En sus orígenes, el cristianismo había promulgado precisamente la eliminación de los sacrificios de animales para establecer una relación todavía más directa con Dios de la que ya el judaísmo había sido iniciador. Esta relación estableció, a través de la Nueva Alianza, un cambio con respecto a una manera de relacionarse con Dios mucho más estrecha y personal, la ley dejaba de estar inscrita en la piedra para estar inscrita en el corazón de los hombres.
El caso es que ninguna de las propuestas religiosas con respecto al uso de imágenes, ni el aniconismo, ni la iconoclasia ni la iconodulia, han impedido la idolatría, tendencia que lejos de disminuir ha ido en aumento con el desarrollo de la modernidad.
Los iconoclastas sostienen que es imposible una imagen verdadera de lo divino, el icono no es más que un ídolo engañoso, teniendo una carga negativa. Consideran que la imagen de Cristo es una imagen utópica, irrepresentable. Las de la Virgen y los santos no son tan utópicas porque eran menos divinos, tienen menos trascendencia. Los iconódulos, por su parte, defienden que el icono es esencial, se trata de un medio, puesto que participa de la divinidad y permite entrar en contacto con ella, es justo adorar y venerar imágenes, porque el icono es el auténtico intermediario entre el hombre y la divinidad, entre la tierra y el cielo. Las imágenes no son Dios, sino que por participación lo representan.
De esta lucha entre iconoclastas e iconódulos en Oriente, se produjo un triunfo final de éstos últimos, fue el camino propuesto por el papado en el concilio de Nicea II. Sin embargo, esto no significó la unión de la cristiandad oriental y occidental sino que por el contrario ambas tomarían caminos muy diferentes en el desarrollo de sus propias formas de religiosidad. La crisis originada en los imperios de Leon III y Constantino V repercutió en las relaciones entre la Iglesia latina y la griega, de modo tal que produjo un cisma entre ambas. La Iglesia latina manifiesta, en este momento, su independencia de las grandes sedes patriarcales del Mediterráneo central y oriental.
Aunque en un principio, la posición de la iglesia carolingia coincidió con la del papado en condenar la posición iconoclasta de los emperadores bizantinos, tras el concilio de Nicea del 787, sus decisiones no fueron bien recibidas en el Imperio carolingio, con Carlomagno mismo en el trono. Esta situación produjo una especie de contraconcilio, siete años más tarde en la ciudad de Frankfurt, y sus decisiones quedaron plasmadas en uno de los más importantes documentos para el estudio de la ideología del emperador: los Libri Carolini. En estos años, además, el papado pasó progresivamente de estar bajo la órbita del Imperio Bizantino a la de los reyes francos, quienes empezaron a tener una considerable influencia en la selección y administración de papas.
Fruto de este contraconcilio del año 794, Carlomagno, en tanto defensor de la ortodoxia cristiana (el iconoclasmo de la dinastía bizantina estaba mucho más cerca de las antiguas tradiciones cristianas que la iconodulia propuesta por Nicea II), se levanta contra las decisiones del concicilio de Nicea II. Si el emperador franco hubiera aceptado la iconodulia bizantino-papal hubiera corrido el riesgo de dividir su propia Iglesia imperial, el problema de fondo es entonces tanto político como religioso y tenía que ver tanto con la ortodoxia religiosa como con la afirmación de las aspiraciones imperiales francas. La Iglesia franca consideraba que ocupaba una posición intermedia entre los dos excesos posibles ante el culto de las imágenes, por un lado la iconoclasia y por el otro una iconodulia, que fácilmente podía confundirse con idolatría. Gregorio Magno era la fuente patrística de la posición de la Iglesia latina.
Por tanto, la crisis iconoclasta permitió la aparición de una tradición cristiana latina consciente de sí misma, es el momento en el que se evidencia el nacimiento de dos formas divergentes de piedad cristiana, la cristiandad occidental centrada en el edificio eclesiástico y que privilegiaba la ubicación de lo sagrado en el rito eucarístico, y la oriental cuyo centro era la adoración de los iconos, con la consecuente multiplicación de los espacios sagrados.
Página del Salterio de Chludov que critica la iconoclasia. Al fondo hay una representación de la crucifixión de Jesús en el Gólgota. El artista compara a los soldados romanos maltratando a Jesús con los patriarcas iconoclastas Juan el Gramático (Juan VII de Constantinopla) y Antonio I de Constantinopla destruyendo el icono de Cristo. La figura está caricaturizada, como en otras ilustraciones del mismo salterio, con el pelo desordenado, lo que en la época se consideraba ridículo.
El caso es que ninguna de las propuestas religiosas con respecto al uso de imágenes, ni el aniconismo, ni la iconoclasia ni la iconodulia, han impedido la idolatría, tendencia que lejos de disminuir ha ido en aumento con el desarrollo de la modernidad.
De esta tendencia al refugio en la imagen por sobre la realidad nos habló Freud precisamente al descifrar los entresijos del deseo. En sus estudios sobre el principio de placer y el principio de realidad estableció dos formas diferentes de satisfacción del deseo, la primera es una forma alucinatoria de satisfacción y se relaciona con los procesos primarios, en ella la satisfacción del deseo se produce por una identificación con la imagen. El proceso primario busca una satisfacción inmediata que sucede por una vía alucinatoria. Este mecanismo de la alucinación podríamos decir que es el mismo que opera en el consumismo, que nos hace creer que la obtención de placer será inmediata, vivimos en una sociedad alucinatoria plagada de ídolos y eso influye directamente en el psiquismo. La religión no teista del consumismo, lejos de buscar soluciones a los problemas de la imagen se ha aprovechado de ellos en detrimento del desarrollo saludable del psiquismo.
Lo que Freud descubrió en el mismo seno de los problemas derivados de la sociedad moderna fue que el deseo alucinatorio debe ser transformado en un deseo de realidad, probablemente esta cuestión estaría también detrás del conflicto que había sacado a la luz la crisis iconoclasta del s. VIII. Pero al principio de placer se le agrega el principio de realidad, no se sustituyen, sino que la satisfacción se va transformando, amoldando a los límites que la materia nos impone. El principio de realidad es aquel por el cual podemos empezar a esperar, a ejercer la empatía, a respetar, a aplicar la razón, a trascender la imagen, y a pasar del placer autoerótico al placer erótico. Lo que permite el pasaje de un estadio de narcisismo primario, (caracterizado por ser muy fantasioso, en donde domina la ilusión y el registro imaginario) a un narcisismo secundario, más conectado con la realidad, es la introducción de una falta, la función de la castración. El registro simbólico se complementa con el imaginario, juntos trabajan en favor de la pulsión de vida. De alguna manera, lo que Freud descubre es que la imagen no se puede eliminar (nos construimos gracias a ella) solo se puede trascender.
Lo que Freud descubrió en el mismo seno de los problemas derivados de la sociedad moderna fue que el deseo alucinatorio debe ser transformado en un deseo de realidad, probablemente esta cuestión estaría también detrás del conflicto que había sacado a la luz la crisis iconoclasta del s. VIII. Pero al principio de placer se le agrega el principio de realidad, no se sustituyen, sino que la satisfacción se va transformando, amoldando a los límites que la materia nos impone. El principio de realidad es aquel por el cual podemos empezar a esperar, a ejercer la empatía, a respetar, a aplicar la razón, a trascender la imagen, y a pasar del placer autoerótico al placer erótico. Lo que permite el pasaje de un estadio de narcisismo primario, (caracterizado por ser muy fantasioso, en donde domina la ilusión y el registro imaginario) a un narcisismo secundario, más conectado con la realidad, es la introducción de una falta, la función de la castración. El registro simbólico se complementa con el imaginario, juntos trabajan en favor de la pulsión de vida. De alguna manera, lo que Freud descubre es que la imagen no se puede eliminar (nos construimos gracias a ella) solo se puede trascender.