En base a este espíritu transformador inherente al pensamiento simbólico hemos seleccionado algunos atributos místicos de la Virgen María, la cual nos parece sin duda la figura cristiana que acapara más riqueza simbólica.
María, Virgen del silencio
El simbolismo mariano en la tradición cristiana está estrechamente vinculado a la capacidad de introspección, marca un camino de vida espiritual frente a un mundo donde abunda el ruido y la distracción. El vaciamiento interior al que alude el atributo de la virginidad, en estrecha relación con el de la fecundidad, encierra en sí mismo un misterio que consideramos esencial en los procesos creativos del arte. El sentido interior que simboliza la Virgen María es necesidad de unión, de metaforización, de comprensión, de transformación. El simbolismo de la Virgen conecta lo corporal con lo espiritual, pues la introspección pasa por hacer propios los sentimientos elevados, no solo asimilarlos desde el exterior, sino hacer que surjan de la experiencia personal, única e intransferible. En el simbolismo mariano hay más misterio que palabras, porque invita al nacimiento de la palabra propia.
El icono de la Virgen del Silencio no solo nos recuerda la importancia del vacío interior en conexión con el de la fertilidad, sino que además pone en relación el vacío con el silencio. El silencio es también la escucha, y si algo nos enseña la meditación sobre el poder de la escucha es que sólo quien escucha decide si el otro ha hablado.
Entre Ave Eva
gran departiment’á.
Ca Eva nos tolleu
o Paraýs’ e Deus
Ave nos ý meteu.
(Cantiga de Santa María, Alfonso X)
Pensar hoy sobre el silencio y la escucha nos permite continuar un campo enormemente abierto por el psicoanálisis en el que la escucha se amplió a todas las formas de polisemia, a lo implícito, lo indirecto, lo suplementario, lo aplazado, lo no dicho. El mundo que el psicoanálisis abrió a la grandeza tan desconocida que el poder de la escucha guardaba misteriosamente en su regazo nos hace precisamente poner en relación a estas dos experiencias, la de quien contempla un icono para profundizar en su misterio, y la de quien, a partir de la escucha encontró los misterios que el racionalismo moderno había perdido en su obsesión por lo visible y lo medible.
El imperialismo de la luz predomina en nuestra época sobre todas las metáforas. La asfixiante búsqueda de concretud y de objetivación en los logros y el éxito deja por fuera un acto tan esquivo, inimaginarizable y valiente como es escuchar. El acto de escuchar se efectúa en un intervalo entre cuerpo y discurso, en una zona potencial, inconsciente, a la vez afuera y adentro, en cuyo encuentro surge algo totalmente nuevo, que no está afuera ni adentro, solo explicable por un misterio tal como el de la virginidad unido a la maternidad de María. La escucha no es una cualidad sensible como otras, no tiene presencia, o está llegando o se está yendo. Dado que se apuntala en lo que resuena y no sólo en lo que se oye, puede aparecer en lugares múltiples.
El psicoanálisis ha roto con la noción de un oír continuo que permita enmarcar lo oído en lo comprensible. La escucha analítica es una escucha de fragmento, toma la dirección contraria: dispersa lo que se oye, ajena al todo, se afilia a lo parcial, la separación y la pluralidad. No tranquiliza ni ofrece garantías. Rechaza el sistema, es pensamiento en viaje. No se confunde en la ilusión de contenidos descubiertos como verdad última ni aspira más allá de las palabras a una realidad con la que se buscaría entrar en contacto. No resulta fácil entrar en ese espacio de vacío, sobre todo en el mundo actual, tan acostumbrado a esperar una respuesta o una reacción inmediata que pretende ser un identificativo que registra la obligación de escuchar, pero que más que nada la evita.
Freud afirmó que todas las reglas técnicas del análisis pueden resumirse en un solo precepto: no querer fijarse en nada en particular. La misma atención pareja y flotante para todo. Si se escogiera obedeciendo propias expectativas, no se hallaría nunca más de lo que ya se sabe, se usaría el sentido del oído para no escuchar.
Nos parece interesante traer a la experiencia concreta de la actualidad algo de esos misterios ocultos en la meditación sobre el silencio y la escucha. La tendencia en los vínculos hiper-modernos es precisamente la de evitar hacer un espacio a todo aquello con lo que el otro pueda contaminarnos, es este puritanismo que evita toda suciedad posible fruto del encuentro con otro. Si hay algo que caracteriza a nuestra época es una confrontación perpetua entre opuestos irreconciliables. Por ello, qué mejor que el símbolo para permitirnos aprender a pensar la trascendencia de los opuestos. La incapacidad de escuchar se traduce en nuestra época en indiferencia, y si nos permitimos matizar las diferencias entre contrario y opuesto, podríamos decir que la indiferencia es el contrario del amor, pero que el opuesto del amor es el odio. Para pensar el amor, meditar esta relación de opuestos es la clave a partir de la cual también se pueden entender citas bíblicas como esta, que tantas se veces se han tenido como escandalosas.
«Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26)
Jesucristo nunca comulgó con el puritanismo de los fariseos, como tampoco comulgaría con el actual. La indiferencia, como la burocratización de todas las relaciones, es colocarse fuera de toda posibilidad de vínculo, y por tanto de amor.
María, trono de sabiduría
Sedes Sapientiæ es una de las invocaciones de las letanías lauretanas. María es por tanto el tabernáculo de la Sabiduría y ella acoge también el don de la sabiduría infundido por el Espíritu Santo. La Virgen María es heredera de la Sophia griega, pero no solo de ella, también de la tradición sapiencial veterotestamentaria. La Virgen es trono de sabiduría y como tal nos invita a la reflexión.
San Bernardo de Claraval será el gran poeta que aplicará a la Santísima Virgen los títulos de Domus divinæ Sapientiæ ("Morada de la Sabiduría divina") y Sedes Sapientiæ. Fue precisamente a este santo a quien se le representó bebiendo la leche emanada de los pechos de la Virgen, tesoro de las diversas riquezas y misterios que el santuario de su corazón guardaba y que, pasando por su alma de Madre, se convertían en leche de vida, de sabiduría y de gracia para sus hijos. María será reconocida como "la primera causa participante, la más alta colaboradora" de su Hijo.
Son muchas las pinturas y esculturas que representan a la Virgen entronizada y cargando, sentado sobre sus rodillas, al Niño Jesús. Las Vírgenes Negras, como la de Guadalupe, Loreto y Montserrat, son representaciones de esta tradición. En palabras de santa Hildegarda, María es la Sabiduría, la Sofía, "conocedora de los caminos de Dios". San Agustín precisa: "Reconocemos la Sabiduría de Dios, verbo coeterno del Padre, construyéndose una casa en el seno virginal". De civitate Dei, 17, 20
María, "Filosofía de los cristianos"
Esta unión entre la Virgen y la Sabiduría invita a establecer una comparación menos conocida pero igualmente llamativa, la de María y la filosofía. La tradición venera a María como "Mesa intelectual" y "Filosofía de la fe". En el siglo XIII, gran siglo del auge de la filosofía cristiana, el Padre Abad Oddon de Battle habla de la Santísima Virgen como "Filosofía de los cristianos": "La búsqueda de la sabiduría o el amor por la sabiduría se llama filosofía. Por eso se llama a María Filosofía de los cristianos porque quien quiera encontrar la sabiduría debe volver todo su amor y celo hacia María."
María no es sólo la primera Doctora de la Iglesia, sino sobre todo la inspiración que permite una comunión entre la filosofía y la teología, así como fuente de tantos conocimientos artísticos, poéticos, litúrgicos. El mes de María no está sólo bajo el signo del florecimiento, está también bajo el signo de la razón que se inclina ante el misterio utilizando todos sus recursos para expresarlo y gustarlo.
«Ante los iconos de la Sabiduría de Dios se siente un profundo misterio. No existe una explicación absolutamente convincente del significado de esta figura enigmática». Así abre P. Evdokimov su comentario al icono de la Sabiduría divina (L’art de l’icône, cap. X).
«La sabiduría es un atributo de Dios. La Tradición cristiana la ha expresado con formas variadas, significando la energía divina que mantiene el orden en la creación; también como un don del Espíritu, efusión de amor y belleza». (Mª Victoria Triviño, OSC, Como un sello en el , pág. 46).
La tradición iconográfica recoge tres tipos distintos de iconos sobre el misterio de la Sabiduría divina, la Santa Sofía:
1. Bajo el nombre de “La Sabiduría se ha hecho una casa”, la escuela de Yaroslav ha popularizado los iconos de tipo “Iglesia”.
2. Como “La sabiduría divina” o la “Santa Sofía”, la escuela de Novgorod ha creado los iconos de tipo “Ángel”, en el que la figura alada aparece en majestad.
«El Señor me creó al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remoto fui formada, antes de que la tierra existiera»«Yo estaba junto a él, como arquitecto, y día tras día lo alegraba, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, y mis delicias están con los hijos de los hombres» (Prov 8, 22.30).
3. Un tercer tipo de iconos, bajo la denominación de “Virgen María” o “Virgen Inmaculada”, se ha desarrollado por la escuela de Kiev.
Y para traer a la actualidad la meditación sobre este atributo mariano podemos establecer una relación a partir de contrarios y opuestos, que además nos ayuda a encontrar un mejor camino de acercamiento a ella. El opuesto de la sabiduría es la ignorancia, pero su contrario es la locura. De alguna manera esto nos indica que sin consciencia de ignorancia tampoco es posible encontrar sabiduría, ambos pares van de la mano, al igual que esa necesidad de vacío indispensable para la plenitud. Sin embargo, lo que obtusa e imposibilita el acceso a la sabiduría es la locura, la que se ha extendido en nuestro tiempo de una manera casi camuflada y que se expresa en ese inmovilismo del "yo soy así y a quien no le guste que no mire". La locura en nuestra época está relacionada con la máscara que encubre esa incapacidad de afrontar los procesos psíquicos en primera persona, por la cual se deja vía libre a los relatos ideológicos, racionalistas y políticos que se ofrecen como sustitutos a la experiencia propia.