La progresiva “feminización” de la sociedad que se ha producido desde los años 80 habla, en realidad, de que las opciones de elección sexual están más permeadas por el marketing y la publicidad. Hace 50 años ir a comprar algo a una tienda era encontrarse con un único modelo, hoy en día, de cada cosa que queremos comprar hay 20 o 40 modelos, y lo mismo se aplica a la vida sexual. La cuestión de género lo que pone sobre el tapete es que cada uno pueda personalizar al máximo su propio perfil sexual, y ofrecer con ello mayor diversidad de productos, diversidad que por cierto se reduce únicamente a la decoración del envoltorio, nada especialmente diferente a lo que sucede con el resto de objetos del mercado. La función imperativa del superyó ordena gozar promoviendo un espectáculo exhibicionista.
El desenlace del patriarcado parece desembocar en esa expresión tan común que dice que “ya no hay hombres”. Y ciertamente la masculinidad entendida como la simbolización de la potencia del varón está desapareciendo, fruto de la caída de ciertas prácticas simbólicas propias de la sociedad patriarcal que inscribían la masculinización y las puestas a prueba de la potencia para ser hombre, tales como el batirse en duelo, el debut sexual, etc.
Hay cierto ímpetu, a veces, en seguir afirmando que seguimos en una sociedad patriarcal. Los efectos del post capitalismo empiezan a demostrar, más bien, que en lugar de un mundo ya no gobernado por hombres lo que nos deja el derrumbe del patriarcado es a todos en una posición infantil, aniñada y de consumidores. No habría mucha diferencia hoy entre un hombre que busca un nuevo modelo de teléfono y un niño que pide un juguete. La época del niño generalizado es la de nuestra época, es esa por la cual la pregunta por el sexo no se vuelve imperativa para cada uno. Lo propio de la época patriarcal es que cada persona debía posicionarse en cuanto a su ser sexuado, pero hoy podemos dilatar ese encuentro con la determinación sexual hasta el infinito. Si los mayores dicen que las estaciones ya no se diferencian como antes, ¿acaso no podrían decir lo mismo de las etapas de la vida en la postmodernidad? Desde el punto de vista simbólico y metafísico no existen las casualidades.
Por más que los discursos de género elogien las cualidades femeninas, éstas no se sostienen sin el peso específico de los hombres en la cultura contemporánea. El rechazo del hombre en una mujer es, en realidad, la herencia del odio hacia la madre. Es un error creer que la lucha entre los sexos es una cuestión de privilegios que se juega en un partido entre hombres y mujeres, los equipos siempre han sido mixtos. El rechazo a la feminidad se da tanto en hombres como en mujeres, y lo mismo a la inversa, por eso cuidar la virilidad es cuidar también a las mujeres.
El femicidio es un fenómeno social fruto de las particularidades de nuestra época, caracterizada por la ruptura de las estructuras patriarcales. Lo que nos ofrece la visión psicoanalítica de este problema son dos cuestiones. Por un lado, cuando se dice femicidio no solo se está hablando del asesinato de una mujer sino que también se está nombrando que ese asesinato es cometido por un hombre, muchas veces por un hombre al que se considera como violento, apropiador, que toma a la mujer como objeto, de manera que termina afirmandose una distinción binaria entre los sexos que reduce la categoría de varón a unos terminos muy esencialistas. En ese sentido, el término femicidio, que pareciera ser muy progresista, es, sin embargo, regresivo, hacia una visión de la masculinidad muy primitiva. Otro de los problemas con respecto a la noción de femicidio está en que ubica a la mujer como objeto de intercambio, como si la mujer fuera el objeto que el hombre quiere poseer. Y en realidad, lo que las investigaciones de algunos analistas revelan, es que lo que aparece en las fantasías de muchos agresores es una suposición de goce en la mujer que se vuelve insoportable para el varón. Donde una institución patriarcal como era el batirse en duelo, que prescribía cómo un hombre podía reaccionar ante, pongamos por caso, un caso de infidelidad, hoy encontramos a hombres que ya no buscan pelearse con otros hombres o competir con otros, sino que le suponen a las mujeres un goce insoportable y por lo tanto reaccionan contra ellas. Atacan en la mujer su propia destitución masculina. El conflicto amplía todavía más la fantasía misógina que está detrás de los procesos psíquicos de la castración. El fenómeno del femicidio, más que de una confirmación del patriarcado, de lo que habla es de las consecuencias de la destitución del patriarcado y de la desaparición de la mediación simbólica de la violencia, algo que no solamente se ve con las agresiones a mujeres, también en los ataques a homosexuales o a grupos religiosos.
La masculinidad nunca ha sido algo dado, hubo siempre ritos, prescripción de conductas que la sociedad preveía y que hoy en día están en crisis. La virilidad es una fuerza necesaria también para la feminidad, ninguna puede existir sin la otra, ambas se encuentran integradas en toda persona, rechazar una no implica potenciar a la otra, más bien al revés. Y si bien podemos hablar de la necesidad de romper modelos hegemónicos de masculinidad esencialmente machistas, eso no necesariamente debería ir de la mano de la pérdida de virilidad. Hoy en día hay una crisis de la virilidad que se refleja en que muchos actos masculinos perdieron sentido, actos como la transmisión entre varones de cierta generación. O en la vergüenza con respecto a un eventual uso de la fuerza, el hombre tiene que poder avergonzarse de su agresividad. En la sociedad clásica los hombres tenían lugares específicos para pelearse, tenían que hacerlo protegiendo a los demás, por eso se retiraban a un baldío, a un lugar apropiado. Hoy en día, la crisis de la virilidad hace que cualquier espacio sea violentable. Es un error identificar virilidad y machismo, pues precisamente es la crisis de la virilidad la que explica cierta explosión de violencia por parte de hombres hoy en día. Un hombre sin virilidad está mucho más expuesto a ser violento, en el sentido de que su agresión no está articulada a ritos, a conductas, es algo que puede irrumpir en cualquier momento.
La revisión del machismo es importante, pero quizás más importante para evitar la violencia es seguir pensando la formación de varones dentro de instituciones viriles. La virilidad tiene que ver, en algún nivel, con el uso de la fuerza. La pulsión de apoderamiento no es un asunto meramente cultural, está en nuestra génesis humana. Pero también esa pulsión se puede sublimar. El buen uso de la fuerza lleva a que una persona pueda ser capaz de discutir, en lugar de pelear, ser alguien capaz de discutir era una virtud pública, hoy hemos perdido incluso esa virtud de debatir, porque rápidamente se construye al otro como adversario, y esto no hace más que facilitar, en última instancia, el uso de la fuerza por parte de los gobiernos y las instituciones de poder.
La masculinidad nunca ha sido algo dado, hubo siempre ritos, prescripción de conductas que la sociedad preveía y que hoy en día están en crisis. La virilidad es una fuerza necesaria también para la feminidad, ninguna puede existir sin la otra, ambas se encuentran integradas en toda persona, rechazar una no implica potenciar a la otra, más bien al revés. Y si bien podemos hablar de la necesidad de romper modelos hegemónicos de masculinidad esencialmente machistas, eso no necesariamente debería ir de la mano de la pérdida de virilidad. Hoy en día hay una crisis de la virilidad que se refleja en que muchos actos masculinos perdieron sentido, actos como la transmisión entre varones de cierta generación. O en la vergüenza con respecto a un eventual uso de la fuerza, el hombre tiene que poder avergonzarse de su agresividad. En la sociedad clásica los hombres tenían lugares específicos para pelearse, tenían que hacerlo protegiendo a los demás, por eso se retiraban a un baldío, a un lugar apropiado. Hoy en día, la crisis de la virilidad hace que cualquier espacio sea violentable. Es un error identificar virilidad y machismo, pues precisamente es la crisis de la virilidad la que explica cierta explosión de violencia por parte de hombres hoy en día. Un hombre sin virilidad está mucho más expuesto a ser violento, en el sentido de que su agresión no está articulada a ritos, a conductas, es algo que puede irrumpir en cualquier momento.
La revisión del machismo es importante, pero quizás más importante para evitar la violencia es seguir pensando la formación de varones dentro de instituciones viriles. La virilidad tiene que ver, en algún nivel, con el uso de la fuerza. La pulsión de apoderamiento no es un asunto meramente cultural, está en nuestra génesis humana. Pero también esa pulsión se puede sublimar. El buen uso de la fuerza lleva a que una persona pueda ser capaz de discutir, en lugar de pelear, ser alguien capaz de discutir era una virtud pública, hoy hemos perdido incluso esa virtud de debatir, porque rápidamente se construye al otro como adversario, y esto no hace más que facilitar, en última instancia, el uso de la fuerza por parte de los gobiernos y las instituciones de poder.