Dioses oscuros

Este dibujo es de hace unos meses ya, por aquel entonces tenía en mente a Perséfone, esa divinidad oscura que hace los deberes de bajar de vez en cuando al inframundo para no vivir en el engaño. 


La pulsión de muerte es la mejor prueba de que la civilización es una mentira, en todas las épocas de la historia ha estado presente, pero debemos reconocer que en la modernidad y postmodernidad se ha acentuado de manera significativa, cabe preguntarse si tendrá alguna relación con el aumento de la mentira y el engaño en el que vivimos, a mayor mentira mayor pulsión de muerte. Aunque bien sabemos que las mentiras (relativas) de la civilización son necesarias, pues sin ellas no podríamos vivir, el problema a menudo viene de confundirlas con la verdad Absoluta. Como bien expresa Frithjof Schuon, "comunicar el Absoluto, velándolo, es la razón de ser de lo Relativo."

A continuación comparto las palabras de Gustavo Dessal, muy pertinentes para la reflexión del momento actual.

“Los dioses oscuros”

Freud escribió varias reflexiones sobre la guerra. Las más importantes se encuentran en su ensayo “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”, escrito y publicado en 1915, y su intercambio epistolar con Albert Einstein, iniciado en 1932.

En el primer texto, Freud anticipa el concepto que transformará de manera radical toda concepción acerca del inconsciente, tanto en el plano teórico como en sus consecuencias clínicas. La guerra lo asoma al Mal, al mal absoluto, y declara su profunda decepción, a la que califica de ilusoria. ¿Por qué habría de horrorizarnos comprobar que lo hombres “cometen actos de crueldad, malicia, traición y brutalidad cuya posibilidad se hubiera creído incompatible con su nivel cultural”? Vemos despuntar en sus comentarios los terribles signos de una pulsión que desmiente la idea de que el principio del placer rige nuestra vida y determina nuestras acciones, como si la evitación del displacer, que fue la guía rectora del funcionamiento psíquico, se viera desmentida por un poder mucho mayor y determinante. La guerra no es la única manifestación de la pulsión de muerte, pero tal vez nos permite apreciarla con una magnitud que desafía todos nuestros esfuerzos para sostener el marco del sentido.

La mayor decepción no es solo el hecho de que la guerra no admite excepciones ni se opone a los ideales civilizatorios, sino que por el contrario forma parte de la dinámica misma de la civilización. No es un accidente, un desorden de la naturaleza humana, sino un ingrediente inevitable de esa naturaleza. Claro que en la pluma de Freud, el término “naturaleza” es una licencia de estilo para referirse a los relatos y ficciones en los que habitamos. El goce de matar, de destruir, de arrastrarnos a la comisión de actos de barbarie que habríamos deseado no fuesen más que algo tejido con la materia sutil de los sueños, es en verdad la faz sombría del lenguaje. Las palabras del amor coexisten con las del odio, y el odio no se conforma con la muerte del enemigo, sino que exige su completa supresión simbólica.

La cultura se le revela a Freud como una mueca hipócrita, y se pregunta si acaso esa hipocresía no ha ser indispensable para mantenerla. Si la civilización ha sido presuntamente creada por la renuncia a la satisfacción de las pulsiones de muerte y destrucción, tal renuncia no es más que un semblante que puede ser barrido en una fracción de segundo.

No deja de ser destacable que, en el comienzo de su descarnado ensayo, Freud señale la unilateralidad de la información. Por el contrario, hoy la información es un flujo inundante que aplasta la verdad fáctica. Al espanto de los hechos, se le añade la degradación más innoble de la verdad, aún cuando sepamos que solo puede decirse a medias. Pero ahora ni siquiera esa mitad nos está permitida, cuando la manipulación se ha vuelto la moneda corriente que circula, y la opinión el criterio que alimenta la pasión de la ignorancia.

Según Strachey, Freud le confesó a su discípulo y querido amigo Sandor Ferenczi que de muy mal grado se dispuso a responder las cartas que Einstein le dirigió interrogándolo sobre las razones psicológicas de la guerra.

Freud se debate entre la racionalidad y la violencia, y sorprendentemente se contradice respecto de su ensayo de 1915. Se muestra partidario de la educación como instrumento para frenar el desarrollo de las guerras, y una lectura cuidadosa permite reconocer que no cree en lo que le responde a Einstein, puesto que él mismo definió la educación como una de las “profesiones imposibles”. Tal vez su íntima increencia en la respuesta que le ofrece al gran físico explique su malestar de verse comprometido a escribirle.

Poco importa esta y cualquier otra conjetura. Nos sobrepasa la verificación de que el progreso es una ilusión sin porvenir.

Pero tampoco perdamos de vista que la resignación esconde otra forma de sadismo al que debemos oponernos. En su conferencia “La psiquiatría inglesa y la guerra”, publicada en 1947, Jacques Lacan finaliza con su visión del futuro que es nuestro presente: “Pienso que esta guerra ha demostrado suficientemente que no es de una indocilidad demasiado grande de los individuos de donde vendrán los peligros del porvenir humano. Está claro desde entonces, que los oscuros poderes del superyo se coligan con los más cobardes abandonos de la conciencia para llevar a los hombres a una muerte aceptada por las causas menos humanas, y que todo lo que se presenta como sacrificio no por ello mismo es heroico”.

Por el contrario, acaba siendo la realización en acto de los fantasmas más perversos.