Y la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14).
El misterio central de la celebración de la Navidad es la encarnación del hijo de Dios. La Navidad es un misterio, eso quiere decir que no es una realidad abarcable y comprensible del todo, también por eso es susceptible de ser siempre ampliada, su significado no se agota con los años, sino que se amplía con cada ser humano. Ser cristiano implica seguir ampliando el misterio, puesto que se trata de una tradición viva, que ha sido alimentada y conformada por millones de personas a lo largo de su historia. El cristianismo de hoy es diferente al de hace unos siglos, y diferente al de los primeros cristianos, la tendencia de los estudiosos actuales es a trabajar con tradiciones muertas, por eso muchas veces prefieren tradiciones que puedan controlar y encasillar, como las paganas, antes que hacer el esfuerzo de entender las diferencias entre lo que significa ser cristiano hoy y lo que significó en otras épocas. Al misterio no se le comprende ni se le encasilla, sino que se le abraza, se le acoge, se le permite que nos penetre. Al misterio no se accede mediante el saber, sino mediante el sabor, por eso estos dos verbos a veces se confunden e intercambian. Con el nacimiento de Jesús queda patente la dimensión humana de Dios. Para un cristiano, este nacimiento significa el cumplimiento de aquello que Dios sueña para cada uno de nosotros: que seamos capaces de revelar su imagen inscrita en nosotros. Somos llamados a compartir la divinidad de Dios, no somos Dios pero podemos participar de Él, estamos ungidos por la gracia, el amor y el misterio de la encarnación, que es la máxima expresión del amor de Dios al hombre. Por otro lado, para entender lo que significa ser cristiano es necesario profundizar en la Revelación histórica vinculada a la espiritual. Dios ha intervenido en la historia en un lugar y momento específico, así también se puede manifestar en nuestra historia concreta, no es algo meramente simbólico, sino que se concretiza en nuestra vida, en el aquí y ahora de la palabra hecha carne.
Los límites a nuestra idea de completud vienen a introducir algo incómodo en nuestra vida, algo incluso traumático, estos límites que vienen de fuera, que muchas veces entendemos como restricciones y que difícilmente están incluidos dentro de la máxima pagana del “conócete a ti mismo y conocerás el universo”, son los que más capacidad tienen de provocar en nosotros una transformación, un renacer. Al revés de lo que plantea esa frase, podría decirse más bien que si el universo o el Otro, externo y diferente a nosotros, no acudiera a ponernos un límite, no sabríamos nunca quién somos. La encarnación de Jesús no es un mito, reclama esa concreción que se da en el dolor que produce aceptar un límite, un rechazo, un “no”, o una frustración. Del buenismo no puede nacer nada bueno, sin embargo, de la palabra que nos toca porque nos hiere, aunque al principio genere displacer, se podrá abrir la posibilidad a la liberación. Lo traumático es también la caída, aquello que no nos gusta ver reflejado en el espejo, que nos perturba porque incomoda, que genera angustia y dolor, los mismos que atravesó Jesús en sus últimas horas antes de enfrentarse a la muerte. Por eso, la Iglesia ha insistido tanto en poner a la persona de Jesús por encima de todo simbolismo, porque el camino del dolor únicamente se puede recorrer en soledad.
La documentación histórica sobre la persona de Jesús nos ha llegado a través de los Evangelistas y con la ayuda del Espíritu Santo. En esa documentación están recogidos los principales misterios acerca de quién fue Jesús, no hay relatos metafóricos en los Evangelios, solamente hay palabras a través de las cuales Jesús trató de explicar quién era Él. También a los hombres y mujeres nos lleva una vida descubrir quien somos.
En el camino a Cesárea de Filipo, Jesús pregunta a sus discípulos qué dicen los demás acerca de quién es Él. “Y vosotros, quién decís que soy yo?” Las respuestas que surgen son 4:
- Juan el Bautista resucitado
- Elías
- Uno de los Profetas
- Cristo
Herodes, que había hecho matar a Juan el Bautista porque éste le había acusado públicamente de que no era lícito apropiarse de la mujer de su hermano, estaba ahora muy asustado y perplejo por los rumores acerca de los milagros que hacía Jesús. El tormento por la culpa y la angustia de haberse visto confrontado por el Bautista, favoreció que comenzara a ver a Jesús como una manifestación de Juan el Bautista Resucitado, a quien él había ejecutado, pero que sin embargo, seguía muy vivo en su mente. Ya durante la predicación del Bautista se había generado revuelo por saber si Juan era Elías o era el Profeta (Jn 1,19-23), esta misma confusión se mantuvo con la figura de Jesús. La dificultad para identificar correctamente a las personas también hoy sigue muy presente, se observa en las tendencias maniqueas a tachar de fascista a todo aquel cuyo pensamiento se enfrente al nuestro. Al igual que Herodes, preferimos anular a quien nos confronta, y cuanto más tratamos de anularlo y negarlo más vivo se manifiesta en nosotros. Se emiten sentencias muy apresuradas y faltas de entendimiento que evidencian la necesidad de refugiarnos en la imagen agradable que nos devuelve el espejo, así como en las palabras que nos aseguran esa imagen. Esta necesidad es natural en el ser humano, pero separada del componente femenino del misterio y su imposibilidad para contener lo inexpresable en una palabra, se vuelve extremadamente reducida y falsa.
Decir que Jesús era Juan el Bautista resucitado es una afirmación un tanto apresurada, muchos habían compartido espacio con los dos a la vez, y habían presenciado dos personas bien diferenciadas. Por otro lado, identificarlo con el Profeta no iba tan desencaminado, pues, en efecto fue un profeta diferente de los modelos de profeta anteriores, tal y como lo había anunciado Moisés, aunque tampoco esta palabra lo definía completamente. Además, la tradición judía creía que Elías, como había sido arrebatado al cielo sin morir, también podría regresar en cualquier momento. Había, de hecho, entre los judíos, la tradición de dejar un plato vacío en la cena de Pascua, por si regresaba Elías. La enseñanza judía de la época decía que Elías debe regresar antes de que llegase el Mesías, por lo que todos estaban buscando a Elías. Pero también Isaías 40 predijo que otro precursor sin nombre vendría antes del Mesías, y ese precursor era Juan.
En el Evangelio de Marcos, Jesús nos invita a profundizar en el misterio que plantea la pregunta ¿de quién es hijo el Cristo?
35 Enseñando Jesús en el templo, decía: ¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? 36 Porque el mismo David dijo por el Espíritu Santo:
Dijo el Señor a mi Señor:
Siéntate a mi diestra,
Hasta que ponga tus enemigos por estrado de tus pies.
37 David mismo le llama Señor; ¿cómo, pues, es su hijo? Y gran multitud del pueblo le oía de buena gana (Mc 12,35-37).
La palabra Cristo es una traducción al griego del término hebreo Māšîaḥ, ambos significan el Ungido. En la tradición judía el título de Māšîaḥ se confería a alguien que hubiera alcanzado una posición de nobleza y excelencia. Por ejemplo, al sumo sacerdote se lo llama el cohen hamashíaj. Pero en la bibliografía talmúdica, el título de Mashíaj o Mélej Hamashíaj (el rey ungido), se reserva para el líder judío que redimirá a Israel en el fin de los días. La pregunta que formula Jesús podría también sonar: ¿Cómo dicen los escribas que el Ungido es hijo de David? Precisamente lo que caracterizaba a los reyes era que eran ungidos, a David lo había ungido el profeta Samuel, por tanto David era un “ungido”. Pero Jesús, con esta pregunta, cuestiona que el Ungido (con mayúsculas) pueda ser hijo del ungido con minúsculas. Jesús nos advierte de que David había hablado inspirado por el Espíritu Santo cuando formuló las palabras: “Dijo el Señor a mi Señor”, que podrían entenderse como “Dijo Yahvé a Cristo/Mesías”. Si David dice que el Mesías/Cristo es el Señor, ¿cómo podría ser hijo de David? Pues nunca se da el caso de que el rey llame a su hijo “el Mesías” o el Señor. El Mesías sólo podría ser el Señor, si el descendiente de David por vía humana, fuera, además, alguien eterno, es decir, que ya existiera antes de David, y por tanto tenga el título de Señor. La palabra Señor, en la tradición judía, era la que se usaba para evitar escribir el nombre de Dios, puesto que no se podía pronunciar. Jesús plantea ya esta cuestión a los escribas en el templo, y será de hecho uno de los misterios más debatidos y discutidos en los siglos posteriores.
Para nosotros hoy resulta evidente que Cristo es hijo de Dios, pero lo cierto es que esta afirmación tuvo que ser muy rompedora en su momento, pues si bien todos tenían una noción de lo que era el Mesías, o el Ungido, nunca habrían pensado que también pudiera ser Señor, es decir, Dios. Pero el Ungido, además de ser hijo del ungido David, y ser a la vez hijo del Señor, también era hijo del Hombre, que en hebreo se dice Adán. Por tanto Jesús no sólo era Hijo de Dios y a la vez descendiente de la dinastía davídica, era también descendiente directo de Adán, el Hombre Primordial, y por ello fue llamado el Nuevo Adán o el Hombre Nuevo. Aunque a menudo se cree que han sido los autores cristianos posteriores los que han desarrollado todo este complejo entramado, lo cierto es que fue formulado por el mismo Jesús, sus palabras lo sintetizaron de una forma impensable para ninguno de los que posteriormente se dedicó a escribir largas disertaciones a través de las cuales lograr entender una mínima parte del misterio. Sólo el misterio de la Trinidad pudo tratar de integrar estos conceptos tan difíciles.
Y si bien el nombre de Dios era impronunciable en la tradición judía, también Jesús rompe de lleno con esta norma, pues Él mismo se presentó como el gran “Yo soy” del Antiguo Testamento, el nombre divino revelado a Moisés, del cual se había perdido su pronunciación. Las cuatro letras que componían el tetragrámaton pasaron de ser un símbolo a ser una persona. Por eso todos los símbolos, en el Nuevo Testamento, se subordinan a la atrevida afirmación de Jesús de “Yo soy”: la Luz del Mundo, el Mesías, el Pan de Vida, el Cáliz de salvación, la Puerta, el Pastor, la Vid, el Cordero, el Camino, la Verdad, la Vida, el Hijo del Hombre. Todo esto, evidentemente, provocó que sus oyentes entendieran que se estaba igualando a Dios y reaccionaran con incredulidad y enojo. Jesús, que era judío, decía de sí mismo cosas del todo intolerables para un judío. Los que se consideraban hijos de Abraham no lo eran sino del diablo, con esas palabras poco agradables, pero bien claritas, despejó Jesús algunas confusiones mentales de su época.
Y para entender mejor el concepto de la Trinidad, nos será de gran ayuda ahondar un poco en la antropología del Hombre propiamente judía.
Antropología bíblica
A partir de este interesante artículo publicado en Catholic.net y de los conceptos extraídos de los apuntes de la asignatura Introducción al Antiguo Testamento, impartida por el Instituto de Ciencas Religiosas de Barcelona, trataremos de sintetizar y acercarnos a los conceptos de la antropología humana presentes en la Biblia.
El Antiguo Testamento nos dice que el ser humano ha sido creado por Dios, la palabra para hombre en hebreo es Adam, pero su significado está más allá de la distinción sexual. Adán es la esencia de lo humano, es el Hombre Primordial, aquello que nos identifica como seres humanos y no como animales. La idea que la cultura hebrea se hace del ser humano se refleja en tres términos antropológicos claves: basar, nefesh, ruah. Los tres términos designan al hombre, no sólo conjuntamente, sino también por separado. Es interesante subrayar que no constituyen una visión tripartita del hombre. El pensamiento hebreo no considera las partes del hombre de modo estático, sino dinámicamente, no como objeto de anatomía, sino como magnitud total y unidad viva. Este modo de ver al hombre sólo experimenta cambio por influjo de la filosofía griega (Sb 8,19s. ; 9,15 ; 1Pe 3,21, carne por oposición a conciencia, carne por oposición a alma).
Las traducciones al griego que se hicieron en Alejandría de la Biblia hebrea en la versión de los LXX, ya empezaron a generar confusión con respecto a algunos sustantivos frecuentes en el texto bíblico como son: corazón, alma, carne y espíritu. Los conceptos griegos llevaron equivocadamente a una antropología dicotómica o tricotómica en la que cuerpo, alma y espíritu se oponen mutuamente. En este sentido es necesario aclarar el vocabulario del antiguo testamento.
a) Basar. En su origen, significa la carne de cualquier ser vivo. Significa igualmente el ser viviente como un todo, el hombre entero. Mi carne substituye al pronombre personal yo. Carne es la persona humana, el hombre vivo: el Logos (Cristo preexistente) se hizo carne (Jn 1,14). La delimitación de las significaciones: hombre externo, cuerpo, yo, no son siempre precisas, sino fluidas. La carne es la manifestación externa de la vitalidad orgánica del cuerpo: Job 4,15. Pero además el ser humano es un ser social, es decir, su realidad no se acaba en él mismo, sino que se prolonga en el otro; basar significa también el «parentesco»: la carne del otro también es mi carne, del mismo modo que la sangre. En el límite, cualquier ser humano es mi carne: Is 58,7. Basar, por tanto, connota un principio de solidaridad o sociabilidad. También sugiere los matices de debilidad (física y moral), de fragilidad y de caducidad: Gn 6,12; Is 40,6; Sal 78,39. Basar no se dice nunca de Yahvé. Basar es el hombre en su dimensión horizontal, terrena, limitada y por tanto contrapuesta a Dios; semejante al polvo del que fue sacada con las características de la fragilidad y de la dependencia. Basar mira al hombre en su relación con Dios, de manera que la carne expresa la situación del hombre ante Dios: un ser de corta vida, débil, sujeto a la muerte.
a) Basar. En su origen, significa la carne de cualquier ser vivo. Significa igualmente el ser viviente como un todo, el hombre entero. Mi carne substituye al pronombre personal yo. Carne es la persona humana, el hombre vivo: el Logos (Cristo preexistente) se hizo carne (Jn 1,14). La delimitación de las significaciones: hombre externo, cuerpo, yo, no son siempre precisas, sino fluidas. La carne es la manifestación externa de la vitalidad orgánica del cuerpo: Job 4,15. Pero además el ser humano es un ser social, es decir, su realidad no se acaba en él mismo, sino que se prolonga en el otro; basar significa también el «parentesco»: la carne del otro también es mi carne, del mismo modo que la sangre. En el límite, cualquier ser humano es mi carne: Is 58,7. Basar, por tanto, connota un principio de solidaridad o sociabilidad. También sugiere los matices de debilidad (física y moral), de fragilidad y de caducidad: Gn 6,12; Is 40,6; Sal 78,39. Basar no se dice nunca de Yahvé. Basar es el hombre en su dimensión horizontal, terrena, limitada y por tanto contrapuesta a Dios; semejante al polvo del que fue sacada con las características de la fragilidad y de la dependencia. Basar mira al hombre en su relación con Dios, de manera que la carne expresa la situación del hombre ante Dios: un ser de corta vida, débil, sujeto a la muerte.
"En el Nuevo Testamento, hay un matiz novedoso que en el terreno filosófico nos interesa menos, pero que es importante para no interpretarlo en clave maniquea. Se sigue usando carne para designar la naturaleza humana, al hombre en su conjunto, y se lo contrapone muchas veces a espíritu (pneuma), pero no entendiendo esto último como una dimensión de lo humano, sino como la nueva participación sobrenatural de lo divino por la gracia. Así que carne y espíritu no es una dualidad dentro de la estructura de lo humano, sino una dualidad de órdenes: lo natural y lo sobrenatural. La carne representa la esfera de lo terreno y natural, de lo puramente humano por oposición a la esfera de lo ultraterreno, sobrenatural y divino. La oposición no se expresa siempre, pero siempre va implícita. Véanse, por ejemplo, estos textos:
Replicando Jesús le dijo: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. (Mt 16,17)
Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. (Jn 3,6)
¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. (1Co 1,26)
Así que, en adelante, ya no conocemos a nadie según la carne. (2Co 5,16)
Incluso para hablar de la naturaleza humana de Cristo, distinguiéndola de la divina, se habla del Cristo "según la carne" (kata sárka):
...acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, (Rm 1,3)
...y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne, (Rm 9,5)" (1).
b. Nefesh. Primeramente significó la garganta y la nariz, e incluso la respiración misma. De ahí se pasa a la idea de principio vital, identificándose, en parte, con la psyjé griega, aunque sin ser, como ésta, puramente espiritual. Pero lo más interesante es que con este término se designa muchas veces al hombre entero. Nefesh es el centro vital inmanente al ser vivo, común a personas y animales (Dt 12,23). La nefesh está afectada por la corporeidad: cuando el ser humano tiene hambre es porque su nefesh está vacía: Is 29,8. Basar y nefesh se utilizan indistintamente para designar «toda la persona» (son, en cierta manera, sinónimos) Sal 16, 9-10. El ser humano es nefesh y es basar. La antropología del AT es una antropología que ve a la persona como una realidad compleja. Esta misma realidad compleja es la que también Freud encontró en el estudio de la psicología humana, al comprobar que la pulsión parte del cuerpo pero no es meramente biológica, actúa como energía constante que impulsa al individuo a buscar satisfacción y reducir la tensión. La energía pulsional, según Freud puede canalizarse de formas diferentes: sublimación, regresión y represión, siendo la palabra la herramienta para elaborarlas. La pulsión trasciende la simple división cuerpo/mente o alma/cuerpo, revelando un "más allá" interno que impulsa al sujeto, capturado por el lenguaje. Resulta curioso que la sede del lenguaje se encuentre también en la garganta, que por su proximidad a la respiración significó aliento en el contexto judío (1Re 17,21ss). Una consecuencia importante, tanto en el contexto judío como en la noción freudiana, es que el pecado no se adscribe a la carne o al cuerpo, ni la santidad al estrato espiritual. Ambos, proceden de decisiones personales que comprometen a toda la persona. La antropología bíblica es sintética, e integracionista, ve siempre en el hombre una realidad compleja, pluridimensional, pero a la vez, y por encima de todo, unitaria en su concreta plasmación psicoorgánica.
c. Ruah. Significa literalmente viento, brisa, soplo, respiración, vitalidad. En el Antiguo Testamento, es un concepto que expresa una nueva dimensión de la persona: su apertura a Dios. Designa el poder de Yahvé y también la comunicación de este poder a los hombres.
Ruah puede también designar procesos vitales que expresan una disposición interna que permite recibir, de la fuente espiritual superior, una serie de designios, pensamientos o intenciones y resoluciones:
El soplo de Dios me hizo, me animó el aliento de Sadday. (Jb 33,4)
Si Él retirara a sí su espíritu, si hacia sí recogiera su soplo, a una expiraría toda carne, el hombre al polvo volvería. (Jb 34,14-15)
El ruah judío podría ser un equivalente al pneuma griego: espíritu.
A partir de este concepto se expresa la apertura del hombre hacia lo trascendente, y más concretamente hacia Dios, de modo que es posible el encuentro entre Dios y el hombre. La comprensión unitaria de estos tres conceptos que se encuentra ya en la tradición judía, se vuelve más realista frente al concepto dualista grecorromano, si tenemos en cuenta todas las fases por las que un individuo pasa a lo largo de su vida. A menudo el período de la infancia no se suele incluir cuando se habla de la antropología humana, solo el psicoanálisis (y la tradición bíblica) ha tenido el valor de situar a los infantes en una posición de igualdad con respecto a los adultos. Si cuando el ser humano nace, su condición subordinada de la familia y el entorno social, lo atan necesariamente a la dimensión horizontal, terrena, dependiente del hombre y contrapuesta a Dios (más cercana a basar), esto no significa que no sea un paso necesario para alcanzar una dimensión más elevada. La dimensión horizontal y la vertical no son contrapuestas, porque sin una no llegaríamos a la otra, ambas dimensiones fueron sintetizadas de forma extraordinaria a través de la cruz, que integra, sin contraponerlas, la dimensión natural y la dimensión sobrenatural.
Notas
(1) La Sagrada escritura habla del hombre: https://www.es.catholic.net/op/vercapitulo/1440/la-sagrada-escritura-habla-del-hombre.html
