Grito

Rescato estas imágenes que en su momento titulé "grito" y que las publiqué un 9 de abril, día en que nació mi padre.

Los sueños tienen ese poder de concentrar al máximo los aspectos más esenciales que, en nuestro día a día, permitimos que pasen de largo sin prestarles atención. Todo lo que no logramos expresar mediante lo racional diurno emerge durante la noche para purgar nuestras necesidades emocionales más elementales. El sueño que tuve hoy no puede ser más literal, aburriría a cualquier psicoanalista, no hay mucho que interpretar, la verdad. Lo cierto es que son las palabras que completan una frase que he pronunciado infinidad de ocasiones sin necesidad de estar dormida. Una frase, que aunque cambiara el interlocutor, iba siempre dirigida a mi madre, un grito que emerge desde el profundo del abismo: “déjame en paz!”. La historia que precede al desenlace de dichas palabras no tiene desperdicio, es tan elemental y carente de artificio que por eso resulta graciosísima, ahora la veo con humor y puedo reírme un rato largo, aunque en el sueño era, de hecho, el fin del mundo. Y aunque yo he sido siempre muy comedida, supongo que por eso, en el suelo gritaba estas palabras desde lo más profundo de mi ser, creo que aún resonaban al despertar. Y es que lo mejor del sueño es el final, ya es la segunda vez que me pasa estos días, el final abrupto de un sueño que no da más de sí y se ve impulsado a despertarme, pues para qué continuar si era eso lo que venía a decir: “despierta!”. Hace unos días otro sueño traía un terror muy recurrente de mi inconsciente, este terror me obligó a despertar bruscamente y, al revés de lo que suele pasar en los sueños cuando se quiere gritar, emití un verdadero grito que espero no haya asustado al vecindario. Ese primer grito de hace unos días, y durante la vigilia, permitió seguir gritando, ahora con todas las fuerzas del mundo, y protegida por el sueño (para no perturbar demasiado al vecindario). En este sueño, el sentido del grito alcanzó todo su significado, bien elemental y poco rebuscado. Para completar la frase del “déjame en paz”, el grito concluyó con un profundo “te odio”, tras el cual me desperté al instante. La necesidad de poner un punto final. De pronto volvieron a mi esas palabras que pronunció Jesús y que tan difíciles de entender han resultado para nuestra mentalidad puritana:

“Si alguno viene a mí, y no odia a su padre y a su madre, a su mujer e hijos, a sus hermanos y hermanas, y aun hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo.”

Sin reflexionar demasiado sobre el asunto, me levanté y después de hacerme un zumo de naranja (con la misma máquina de hacer zumos con la que todas las mañanas nos los preparaba mi madre y nos impulsaba a salir de la cama), fui a por uno de mis tantos libros que tengo en la mesilla sin terminar. Sin pensarlo escogí "El grito de Job" de Massimo Recalcati. También él emite un "déjame en paz!" desde lo más profundo del abismo. Nuevamente volver a reflexionar sobre Job es traer un poco más de luz a la vida. 

Y, así, la angustia de Job no emana tanto de la experiencia -ciertamente decisiva- de la pérdida y el luto, sino, como enseña Lacan, de la "carencia de la carencia", es decir, de la imposibilidad de sustraerse a esa realidad maligna y desmesurada de sufrimiento y persecución -imposible de soportar- que invade su vida desbaratándola. 
El propio Dios se ha convertido en el nombre más paradójico de esa invasión. Como el peor de los enemigos, nunca deja en paz a Job, quien ha perdido cualquier forma de sosiego, descanso y paz. Ni siquiera en sueños deja de aparecérsele Dios para aterrorizarlo (véase Job 7,14). La imagen de Job caído en desgracia es, por tanto, la de un sujeto acorralado: Dios le pisa los talones, lo asedia, lo atormenta, lo azota de manera incesante. Ya no es el Dios bueno del consuelo y del amor, sino que se manifiesta como el Dios malo de la ira, el Dios que lo acorrala como haría una bestia hambrienta:
Y agotado, me das caza como un león, mostrándote admirable a costa mía. Contra mí renuevas tu hostilidad, contra mí redoblas tu cólera, contra mí lanzas tus tropas. (Job 10,16-17).
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En el famoso delirio psicótico del juez Daniel Schreber -que Freud analizó y Lacan retomó en varias ocasiones-, Dios no es el nombre del bien, no es el logos que instituye el orden del mundo, sino una injerencia abusiva e inmunda; la expresión de una voluptuosidad que destruye cualquier posible orden del mundo. El Dios schreberiano es un Dios que no ama a sus criaturas, sino que goza impunemente con ellas. Es el ejecutor de ese "asesinato de almas" que subvierte la Ley del mundo. Él no conforta ni protege a los seres humanos, sino que se manifiesta a ellos como una pura voluntad de goce que abusa ilimitadamente de sus cuerpos, sometiéndolos a todo género de vejaciones. Lo que debemos recordar es que esa representación persecutoria del Dios de la psicosis schreberiana marca, en la lectura que Lacan propone, el fracaso de la Ley del padre (metáfora paterna) que debería hacer posible al sujeto adquirir el sentido simbólico del límite (ley de la castración). Porque en la psicosis resulta que el padre no conoce límite ninguno y se manifiesta, igual que el Dios de Job, ora en la forma de la intrusión persecutoria, ora en la del abandono melancólico. Si el Dios loco de Schreber encarna un poder sin coto que aniquila despóticamente la vida de sus súbditos, Lacan muestra que el significado primero del Nombre del padre consiste en dar sentido a la vida, en "humanizar lo real", en ser esa "calle principal" que enmarca simbólicamente el orden del mundo al permitir asociar la vida al sentido. Sin esta función orientadora que asegura el Nombre del Padre, la vida se extraviaría, no tendría identidad, caería nihilistamente en el sinsentido. La existencia del Nombre del padre es lo único que puede atribuir un sentido a la existencia. No es casual que, en Job, la pérdida de la presencia amistosa de Dios, la transfiguración de este en un enemigo encarnizado, vacíe la vida de cualquier sentido posible, arrojándola cual desperdicio "entre la basura" (Job 2,8). La voluntad de Dios se presenta casi como una fuerza demoníaca cargada de sádica voluptuosidad (Job 9, 22-24).
Dios no es el fundamento de la Ley moral, sino del retorcimiento inmoral de esta. Su arbitrio domina sin rival y altera el orden del mundo en un desorden perpetuo. El Dios del pacto deja paso al Dios del poder, como anota en su diario Schreber:

El concepto de moralidad existe exclusivamente en el seno del Orden del mundo, es decir, (en el seno) del vínculo natural que conecta a Dios con la humanidad. Una vez que el orden del mundo se infringe, lo único que queda es un asunto de poder. (...) En mi caso, lo escandaloso desde el punto de vista moral era que el propio Dios se hubiera situado fuera del orden del mundo.

También la lectura junguiana del Libro de Job pone de relieve la tiranía anárquica de Dios -un "Dios desmesurado", "rojo de envidia y de celos"-, o, mejor dicho, su existencia dividida entre una instancia benéfica hecha de "ponderación", "bondad" y "energía creadora", y otra hecha de "desconsideración", "crueldad" y "voluntad de destrucción". También la lectura de Jung parte, en efecto, de la constatación de la evolución de la imagen benévola de Dios hacia la de una presencia maligna.

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No es casual que, como tantos comentaristas acreditados han puesto de relieve, el étimo del nombre de Job ('yyîôb) derive de la unión de dos palabras hebreas: 'ayyeh, que significa "dónde?", y 'ab, que significa "padre". El nombre propio de Job se puede traducir, así, con la pregunta "Dónde está el padre?". Si Dios es el lugar de un poder desmedido, desprovisto de un pacto simbólico con el hombre, Job se pregunta cuál es la relación de Dios con la paternidad. Qué clase de padre sería, en efecto, el que persigue a sus propios hijos? En el relato bíblico, la figura santa y justa de Job chirría por carecer orígenes. En ningún momento se alude a su procedencia, a su padre y a su madre, a su genealogía, más allá de reconocer que Job no es judío, como si eso reforzara su dificultad para adaptarse a los principios establecidos por la religión oficial. Esa falta de información sobre los orígenes de Job no es, en absoluto, algo frecuente en el texto bíblico, donde el tema de la descendencia ocupa siempre un lugar muy relevante. Pareciera que el vacío del origen radicalizara la interrogación sobre el padre ante la irrupción del mal. El hecho de que Job carezca de orígenes revela que, ya en su propia historia, el padre es, sobre todo, no una presencia, sino una ausencia. Job insiste, sin embargo, en depositar su fe en el Padre que está en los cielos (...)

Job se siente perseguido y, al mismo tiempo, abandonado por su Creador, por el mismísimo destinatario de su fe. Por eso su sufrimiento, de por sí grande, queda trágicamente amplificado por lo inescrutable de la voluntad del Padre y por la manifiesta enemistad de este. No es casual que la muerte del padre marque siempre, en la vida de cualquier hombre, un trauma destinado a ser un punto de inflexión en su historia. Esto también lo recuerda Lacan cuando califica al padre -y a su palabra- de único "escudo" frente al mal real de la enfermedad y la muerte. La existencia del padre protege a la vida de la colisión con el carácter innombrable de la muerte, manteniendo la vida asociada al sentido.

Massimo Recalcati - El grito de Job