Corazón


Un manuscrito del siglo XV en forma de corazón que contiene canciones de amor cortés escritas por Dufay, Binchois, Ockeghem, Busnoys entre otros. Se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia y se puede escuchar aquí.
 
El Sol tiene la fuerza de un corazón, dispersa y expande de él mismo el calor y la luz, como si fuera la sangre y el soplo.
Plutarco

El corazón es considerado por todas las tradiciones como el "asiento de la inteligencia", sin embargo en las escuelas nos han enseñado que la inteligencia se sitúa en el cerebro. Los conflictos entre corazón y cerebro son además los que hacen transitar a la religión entre los peligros del sentimentalismo excesivo propios de la religiosidad popular, y el intelectualismo excesivo de la gnosis y la gran mayoría de movimientos espiritualistas modernos, afectados por el exceso de racionalismo.

En la Biblia aparece muchísimas veces el concepto hebreo, לב (Lēb), traducido como "corazón". Hoy, en nuestra cultura, este concepto ha variado bastante del hebreo, predomina más bien la idea del corazón entendido como sede de las emociones y, quizás, lo poco que ha sobrevivido del concepto antiguo de corazón se haya visto reflejado en la idea del corazón como centro de algo, como aquello que constituye su esencia. Para la tradición hebrea el corazón era el centro integral del ser humano, no solo la sede de las emociones, sino también del intelecto, la voluntad, la moral y la personalidad, siendo el motor de las decisiones y acciones, mucho más que una bomba de sangre. Para los judíos, el lèb es el órgano central del ser humano. Representa el ser interno, lo que nos hace amar, llorar, pecar y sentir empatía. Podríamos ver un equivalente en el español "alma" o "psique".



El término hebreo lèb proviene de una raíz semítica conformada por tres letras: LBB (libb-) y pertenece al semítico común. En acádico, libbu tiene el significado de "lo interno"; en árabe, lubb significa "lo más interno, el núcleo, la razón". En hebreo, lèb designa originariamente al órgano corporal. Lèb significa no sólo corazón, sino también "centro". Al  lèb humano se le asignan funciones sobre el ser corporal, anímico y espiritual del hombre. En la expresión hebrea s'ad lèb (sostener el corazón), que significa "comer" (proveer sustento espiritual y emocional al centro del ser, cuidar la esencia), lèb designa la fuerza vital (Prov 4,23). Lèb es también el órgano de la potencia y del deseo sexual (Os 4,11; Job 31,9; Prov 6,25). El aspecto anímico del lèb se manifiesta en que en él tienen lugar los más diversos sentimientos: dolor (1Sm 1,8; Is 1,5; 57,15; Jr 4,18), alegría (Ex 4,14; Jue 16,25; Is 24,7), miedo (Dt 20,3.8; Jos 2,11; Is 7,2), duda, ánimo y otros sentimientos. A las funciones espirituales del lèb pertenece en primer lugar el conocimiento. También el recuerdo (volver a conocer) tiene lugar en el lèb (Dt 4,9; Is 33,18; Jer 3,16; Sal 31,13). Además, también la habilidad manual puede ser considerada como cosa del lèb (en la expresión hakam lèb, "diestro"). Sin olvidar las capacidades propiamente intelectuales como la inteligencia (Dt 8,5; Job 17,4; Prov 2,2; Ecl 7,2), la capacidad de juzgar críticamente un asunto (Jos 14,7; Jue 5,15s; Ecl 2,1.3.15) o la prudencia jurídica (1Re 3,9; 2Cr 19,9). Este aspecto es importante sobre todo en la literatura sapiencial: el lèb es órgano de la hokmá, sabiduría. (Prov 2,10; 14,33; 16,23; Ecl 1,16). El lèb del sabio le permite hablar con rectitud (Prov 16,23), llegar a comprender la esencia del tiempo y de lo que en él sucede. La sabiduría de Israel no es la única que atribuye este significado al corazón; también lo hace la sabiduría griega y la egipcia. Finalmente, el lèb es también sede de la voluntad y de la facultad decisoria. Abarca, por tanto, todas las dimensiones de la existencia humana. A partir de él, pueden formarse expresiones que se refieren al hombre en su totalidad: el lèb "flaquea", "se derrite", "se alarma", se le puede "infundir tranquilidad". Además de designar a la persona misma puede llegar incluso a desempeñar la función de un pronombre personal. Pero también puede emplearse lèb para designar precisamente a lo más propio de la persona (Jue16,15.17s; 1Sm 9,19).
  • Una persona honorable se describe como yashar-lev, "sincero" (Sal 7,11)
  • Una persona obstinada es kashe-lev, "corazón duro" (Ez 3,7)
  • Una persona arrogante es culpable de gevah-lev, "corazón elevado" (Prov 16,5)
  • Una persona deshonesta tiene un lev va-lev, un "corazón y corazón" o un "corazón doble" (Sal 12,3)
  • Una persona valiente se llama amitz-lev, "corazón poderoso" (Am 2,16)
Desde el punto de vista tradicional, el corazón puede ser considerado como símbolo de una Ley que gobierna, en general, la dualidad cósmica. Es el centro inmóvil del que surge el movimiento, de ahí que también sea asimilable al sol. A este respecto es interesante traer el dualismo entre el sol y la luna, ampliamente representados en la iconografía cristiana. Los primeros sellos sumerios y caldeos ya utilizan de forma frecuente la silueta del sol radiante y de la luna menguante. El Sol y la Luna son uno de los primeros símbolos que el ser humano utilizó en el arte. Pero las representaciones de la cruz con el Sol y la Luna solamente las encontramos tras la venida y muerte de Jesús, fueron especialmente populares en las representaciones de la crucifixión del arte románico y bizantino.


Ya hemos hablado en anteriores ocasiones del simbolismo cosmológico que recogen estas representaciones cristianas. El día de la luna llena, tradicionalmente considerado sagrado, es el momento en el que la tierra se encuentra situada en el medio del sol y la luna, casi alineados; fue también la posición de los astros que, según el pensamiento tradicional, se dio durante el período de la Edad de Oro, o Jardín del Edén. Además, durante el equinoccio de primavera esta alineación es todavía más equilibrada, motivo por el cual tanto la Pascua judía como la cristiana se celebran durante la primera luna llena del equinoccio de primavera. La Pascua es así considerada un período reflejo del jardín de Edén (en el que tuvo lugar el origen de la creación) y en ella está la posibilidad de ser restaurado o re-creado. De ahí que las figuras de Cristo y María sean entendidas en el cristianismo como el Nuevo Adán y la Nueva Eva. Tanto el sol y la luna son consideradas también las luminarias o lámparas que creó Dios en el origen de los tiempos, la lámpara del día y la lámpara de la noche, que son también símbolo del tiempo y su transcurrir. La posibilidad de trascender el dualismo entre el día y la noche, así como el del transcurrir del tiempo y su carácter cíclico y repetitivo se encuentra simbolizada por Cristo (verdadero sol) en la cruz, así como por su corazón, atravesado por la lanza de Longinos y por el cordero sacrificado, que en el Apocalipsis será la luz que pondrá claridad a la Ciudad jardín. 

Y la Ciudad no tenía necesidad de sol, ni de luna, para que resplandezcan en ella; porque la claridad de Dios la ha alumbrado, y el Cordero es su lámpara (Ap 21,23).

Se cree, por lo común, que las figuras del sol y de la luna aparecen en los crucifijos para recordar la simultánea oscuridad que sobrevino en estos dos astros en el momento mismo de la muerte de Jesús. En los Evangelios de Mateo y Marcos solamente se menciona un oscurecimiento repentino del cielo. Es en el Evangelio de San Lucas donde encontramos que "hacia la hora sexta las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora nona, el Sol eclipsó y el velo del templo se rasgo por la mitad de arriba a abajo". En muchos pasajes del Antiguo Testamento (Joel, Amós, Habacuc) el Sol y la Luna se oscurecen y las estrellas pierden su luz y caen. Lo mismo ocurre en el Apocalipsis del Nuevo Testamento donde el Sol y la Luna son señales de que los conflictos de la dualidad y del tiempo cíclico serán trascendidos.

Todo es dual y el Sol y la Luna son sinónimo del resto de dualidades, hombre y mujer, fuego y agua, acción y reflexión, padre y madre, izquierda y derecha, vida y muerte, intelecto e imaginación, ascenso y descenso, e incluso los dos ladrones crucificados a derecha e izquierda de Jesús. Los Evangelios nos cuentan que los dos ladrones reaccionaron de forma completamente distinta cuando fueron colocados junto a Jesús. Uno de ellos cuestionó a Jesús argumentando que si realmente era el Hijo de Dios tenía que liberarlos de inmediato. Por el contrario el otro reconoció su pecado y pidió a Jesús que le dejara ir al Cielo con El. La cruz de Jesús en el Calvario se sitúa así en medio de la dualidad. Así también Cristo vino a integrar en sí mismo las dos naturalezas trascendidas, el sol que brilla con luz propia nos adentra en la naturaleza divina de Cristo, mientras que la luna, que brilla reflejando la luz del sol nos adentra en su humanidad. También esta representación se relaciona con un pasaje en el libro del Deuteronomio que dice: “Escucha Israel, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. El corazón se asimila al sol, la mente a la luna y las fuerzas al cuerpo. En Cristo se cumple este amor trino.

La dualidad que, en efecto, se constata entre cerebro y corazón o entre la luna y el sol, no es más que aparente cuando se observa desde un determinado plano. Si es cierto que la oposición entre dos términos existe en la apariencia y posee una realidad relativa a un cierto nivel de existencia, esta oposición debe desaparecer y resolverse por síntesis o integración, pasando a un nivel superior, así nos lo explica René Guénon. Desde el plano horizontal la oposición y el enfrentamiento no pueden trascenderse, puesto que solo al ser encarados desde un tercero, que introduce el número 3, es posible trascender el plano de la dualidad o la complementariedad.

Entonces, la relación entre los dos elementos, que al comienzo aparecían como opuestos y después como complementarios, se transforma en otra: es una relación, no ya de correlación o de coordinación, sino de subordinación. Los dos términos de esa relación, en efecto, no pueden colocarse en un mismo plano, como si hubiese entre ambos una especie de equivalencia; al contrario, el uno depende del otro como teniendo su principio en él; y tal es el caso para lo que respectivamente representan el cerebro y el corazón. Para hacerlo comprender, volveremos al simbolismo, ya indicado, según el cual el corazón se asimila al sol y el cerebro a la luna.

Ahora bien; el sol y la luna, o más bien los principios cósmicos representados por estos dos astros, se figuran a menudo como complementarios, y en efecto lo son desde cierto punto de vista; se establece entonces entre ambos una suerte de paralelismo o de simetría, ejemplos de lo cual sería fácil encontrar en todas las tradiciones. Así, el hermetismo hace del sol y la luna (o de sus equivalentes alquímicos, el oro y la plata) la imagen de los dos principios, activo y pasivo, o masculino y femenino según otro modo de expresión, que constituyen ciertamente los dos términos de un verdadero complementarismo. Por otra parte, si se consideran las apariencias de nuestro mundo, según es legítimo hacerlo, el sol y la luna tienen efectivamente papeles comparables y simétricos, siendo, según la expresión bíblica, “los dos grandes luminares, el luminar mayor como regidor del día y el luminar menor como regidor de la noche” (Génesis, 1, 16); y algunas lenguas extremo-orientales (chino, annamita, malayo) los designan con términos que son, análogamente, simétricos, pues significan “ojo del día” y “ojo de la noche” respectivamente. Empero, si se va más allá de las apariencias, no es posible ya mantener esa especie de equivalencia, puesto que el sol es por sí mismo una fuente de luz, mientras que la luna no hace sino reflejar la luz que recibe de él. La luz lunar no es en realidad sino un reflejo de la luz solar; podría decirse, pues, que la luna, en cuanto “luminar”, no existe sino por el sol. 

Lo que es válido del sol y la luna lo es también del corazón y el cerebro, o, por decir mejor, de las facultades a las cuales corresponden esos dos órganos y que están simbolizadas por ellos, es decir, la inteligencia intuitiva y la inteligencia discursiva o racional. El cerebro, en cuanto órgano o instrumento de esta última, no desempeña verdaderamente sino un papel de “transmisor” o, si se quiere, de “transformador”; y no sin motivo se aplica la palabra “reflexión” al pensamiento racional, por el cual las cosas no se ven sino como en espejo, quasi per speculum, como dice San Pablo. No sin motivo tampoco una misma raíz, man- o men-, ha servido en lenguas diversas para formar los numerosos vocablos que designan por una parte la luna (griego menê, inglés moon alemán Mond), y por otra la facultad racional o lo “mental” (sánscrito manas, latín mens, inglés mind), y también, consiguientemente, al hombre considerado más especialmente según la naturaleza racional por la cual se define específicamente (sánscrito mànava, inglés man, alemán Mann y Mensch). La razón, en efecto, que no es sino una facultad de conocimiento mediato, es el modo propiamente humano de la inteligencia; la intuición intelectual puede llamarse suprahumana, puesto que es una participación directa de la inteligencia universal, la cual, residente en el corazón, es decir, en el centro mismo del ser, allí donde está su punto de contacto con lo Divino, penetra a ese ser desde el interior y lo ilumina con su irradiación. La luz es el símbolo más habitual del conocimiento; es, pues, natural representar por medio de la luz solar el conocimiento directo, es decir, intuitivo, que es el del intelecto puro, y por la luz lunar el conocimiento reflejo, es decir, discursivo, que es el de la razón. Como la luna no puede dar su luz si no es a su vez iluminada por el sol, así tampoco la razón puede funcionar válidamente, en el orden de realidad que es su dominio propio, sino bajo la garantía de principios que la iluminan y dirigen, y que ella recibe del intelecto superior. 

René Guénon, Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada


Lacan nos habló de los conflictos derivados de la incapacidad de contar hasta tres, s
altar etapas produce acting-out, violencia, delirio de certeza. Enseñar a contar hasta tres es enseñar a no actuar antes de simbolizar, pero lo cierto es que este proceso no siempre se da en el ser humano, es más complejo de lo que parece. Quien no cuenta hasta tres reacciona antes de pensar, ama como un niño, confunde la frustración con el ataque, transforma la pérdida en violencia. Enseñar a contar hasta tres es enseñar al sujeto a aceptar que el otro existe fuera de él, que el deseo no está completamente satisfecho y que la carencia no autoriza la violencia. El análisis lleva tiempo porque crecer duele. Y contar hasta tres es mucho más difícil de lo que parece. El uno es fusión, ilusión de completud, narcisismo (yo y el otro somos uno), en este punto se confunde amor con posesión, diferencia con amenaza, separación con ataque. El dos introduce la diferencia, el lenguaje, la ley, la separación. Aquí el sujeto comienza a entender que el yo es diferente del otro, que deseo no es lo mismo que necesidad, y que el amor no es control. En este punto todavía hay riesgos de que la dualidad se convierta en oposición, en conflicto rígido y en guerra de poder. El tres es el punto más difícil, introduce la falta, lo imposible, aquello que no se resuelve ni por el amor ni por la ley. Aquí el sujeto reconoce que no existe la completud, no hay relación sexual (en el sentido lacaniano) y no existe el Otro que garantice todo. Contar hasta tres es soportar la falta sin violencia.