El Sol tiene la fuerza de un corazón, dispersa y expande de él mismo el calor y la luz, como si fuera la sangre y el soplo.
Plutarco
En la Biblia aparece muchísimas veces el concepto hebreo, לב (Lēb), traducido como "corazón". Hoy, en nuestra cultura, este concepto ha variado bastante del hebreo, predomina más bien la idea del corazón entendido como sede de las emociones y, quizás, lo poco que ha sobrevivido del concepto antiguo de corazón se haya visto reflejado en la idea del corazón como centro de algo, como aquello que constituye su esencia. Para la tradición hebrea el corazón era el centro integral del ser humano, no solo la sede de las emociones, sino también del intelecto, la voluntad, la moral y la personalidad, siendo el motor de las decisiones y acciones, mucho más que una bomba de sangre. Para los judíos, el lèb es el órgano central del ser humano. Representa el ser interno, lo que nos hace amar, llorar, pecar y sentir empatía. Podríamos ver un equivalente en el español "alma" o "psique".
- Una persona honorable se describe como yashar-lev, "sincero" (Sal 7,11)
- Una persona obstinada es kashe-lev, "corazón duro" (Ez 3,7)
- Una persona arrogante es culpable de gevah-lev, "corazón elevado" (Prov 16,5)
- Una persona deshonesta tiene un lev va-lev, un "corazón y corazón" o un "corazón doble" (Sal 12,3)
- Una persona valiente se llama amitz-lev, "corazón poderoso" (Am 2,16)
Y la Ciudad no tenía necesidad de sol, ni de luna, para que resplandezcan en ella; porque la claridad de Dios la ha alumbrado, y el Cordero es su lámpara (Ap 21,23).
Se cree, por lo común, que las figuras del sol y de la luna aparecen en los crucifijos para recordar la simultánea oscuridad que sobrevino en estos dos astros en el momento mismo de la muerte de Jesús. En los Evangelios de Mateo y Marcos solamente se menciona un oscurecimiento repentino del cielo. Es en el Evangelio de San Lucas donde encontramos que "hacia la hora sexta las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora nona, el Sol eclipsó y el velo del templo se rasgo por la mitad de arriba a abajo". En muchos pasajes del Antiguo Testamento (Joel, Amós, Habacuc) el Sol y la Luna se oscurecen y las estrellas pierden su luz y caen. Lo mismo ocurre en el Apocalipsis del Nuevo Testamento donde el Sol y la Luna son señales de que los conflictos de la dualidad y del tiempo cíclico serán trascendidos.
Todo es dual y el Sol y la Luna son sinónimo del resto de dualidades, hombre y mujer, fuego y agua, acción y reflexión, padre y madre, izquierda y derecha, vida y muerte, intelecto e imaginación, ascenso y descenso, e incluso los dos ladrones crucificados a derecha e izquierda de Jesús. Los Evangelios nos cuentan que los dos ladrones reaccionaron de forma completamente distinta cuando fueron colocados junto a Jesús. Uno de ellos cuestionó a Jesús argumentando que si realmente era el Hijo de Dios tenía que liberarlos de inmediato. Por el contrario el otro reconoció su pecado y pidió a Jesús que le dejara ir al Cielo con El. La cruz de Jesús en el Calvario se sitúa así en medio de la dualidad. Así también Cristo vino a integrar en sí mismo las dos naturalezas trascendidas, el sol que brilla con luz propia nos adentra en la naturaleza divina de Cristo, mientras que la luna, que brilla reflejando la luz del sol nos adentra en su humanidad. También esta representación se relaciona con un pasaje en el libro del Deuteronomio que dice: “Escucha Israel, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. El corazón se asimila al sol, la mente a la luna y las fuerzas al cuerpo. En Cristo se cumple este amor trino.Entonces, la relación entre los dos elementos, que al comienzo aparecían como opuestos y después como complementarios, se transforma en otra: es una relación, no ya de correlación o de coordinación, sino de subordinación. Los dos términos de esa relación, en efecto, no pueden colocarse en un mismo plano, como si hubiese entre ambos una especie de equivalencia; al contrario, el uno depende del otro como teniendo su principio en él; y tal es el caso para lo que respectivamente representan el cerebro y el corazón. Para hacerlo comprender, volveremos al simbolismo, ya indicado, según el cual el corazón se asimila al sol y el cerebro a la luna.
Ahora bien; el sol y la luna, o más bien los principios cósmicos representados por estos dos astros, se figuran a menudo como complementarios, y en efecto lo son desde cierto punto de vista; se establece entonces entre ambos una suerte de paralelismo o de simetría, ejemplos de lo cual sería fácil encontrar en todas las tradiciones. Así, el hermetismo hace del sol y la luna (o de sus equivalentes alquímicos, el oro y la plata) la imagen de los dos principios, activo y pasivo, o masculino y femenino según otro modo de expresión, que constituyen ciertamente los dos términos de un verdadero complementarismo. Por otra parte, si se consideran las apariencias de nuestro mundo, según es legítimo hacerlo, el sol y la luna tienen efectivamente papeles comparables y simétricos, siendo, según la expresión bíblica, “los dos grandes luminares, el luminar mayor como regidor del día y el luminar menor como regidor de la noche” (Génesis, 1, 16); y algunas lenguas extremo-orientales (chino, annamita, malayo) los designan con términos que son, análogamente, simétricos, pues significan “ojo del día” y “ojo de la noche” respectivamente. Empero, si se va más allá de las apariencias, no es posible ya mantener esa especie de equivalencia, puesto que el sol es por sí mismo una fuente de luz, mientras que la luna no hace sino reflejar la luz que recibe de él. La luz lunar no es en realidad sino un reflejo de la luz solar; podría decirse, pues, que la luna, en cuanto “luminar”, no existe sino por el sol.
Lo que es válido del sol y la luna lo es también del corazón y el cerebro, o, por decir mejor, de las facultades a las cuales corresponden esos dos órganos y que están simbolizadas por ellos, es decir, la inteligencia intuitiva y la inteligencia discursiva o racional. El cerebro, en cuanto órgano o instrumento de esta última, no desempeña verdaderamente sino un papel de “transmisor” o, si se quiere, de “transformador”; y no sin motivo se aplica la palabra “reflexión” al pensamiento racional, por el cual las cosas no se ven sino como en espejo, quasi per speculum, como dice San Pablo. No sin motivo tampoco una misma raíz, man- o men-, ha servido en lenguas diversas para formar los numerosos vocablos que designan por una parte la luna (griego menê, inglés moon alemán Mond), y por otra la facultad racional o lo “mental” (sánscrito manas, latín mens, inglés mind), y también, consiguientemente, al hombre considerado más especialmente según la naturaleza racional por la cual se define específicamente (sánscrito mànava, inglés man, alemán Mann y Mensch). La razón, en efecto, que no es sino una facultad de conocimiento mediato, es el modo propiamente humano de la inteligencia; la intuición intelectual puede llamarse suprahumana, puesto que es una participación directa de la inteligencia universal, la cual, residente en el corazón, es decir, en el centro mismo del ser, allí donde está su punto de contacto con lo Divino, penetra a ese ser desde el interior y lo ilumina con su irradiación. La luz es el símbolo más habitual del conocimiento; es, pues, natural representar por medio de la luz solar el conocimiento directo, es decir, intuitivo, que es el del intelecto puro, y por la luz lunar el conocimiento reflejo, es decir, discursivo, que es el de la razón. Como la luna no puede dar su luz si no es a su vez iluminada por el sol, así tampoco la razón puede funcionar válidamente, en el orden de realidad que es su dominio propio, sino bajo la garantía de principios que la iluminan y dirigen, y que ella recibe del intelecto superior.
René Guénon, Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada

