Santa Marta y el dragón (la "tarasca")
Así relató Alejandro Dumas en su obra "Impresiones de viaje: sur de Francia" (1841) la leyenda de la Tarasca y las fiestas en las que participaba en Tarascón.
La tradición relata que los judíos, para castigar a Marta, a Magdalena, a Lázaro y a Maximino por su fidelidad a Cristo más allá de la muerte, los forzaron a entrar en una barca y un día de tormenta los lanzaron al mar, sin vela, sin timón y sin remos. Al ver que la barca flotaba a la deriva, los condenados comenzaron a cantar himnos de gracias al Salvador y pusieron su fe como piloto. El viento se redujo, los mares se calmaron, el cielo se volvió claro y un rayo de sol vino a rodear la barca como una areola de fuego.
La barca se deslizaba sobre el mar como guiada por una mano divina y vino a desembarcar a los obreros de Dios en un lugar de las costa de Marsella, que luego se llamaría Santa María del Mar, cerca de Arlés. Estos obreros de Dios, enviados de sus buenas nuevas y apóstoles de su religión, se dispersaron en ese territorio para distribuir a los que tenían hambre la santa comida que traían de Judea.
Mientras Marta estaba en Aix con Magdalena y Maximino, que fue el primer obispo de esa ciudad, los diputados de la ciudad vecina de Tarascón, atraídos por las historias de los milagros de los siervos de Dios, vinieron a suplicarles que derrotaran a un monstruo que devastaba su territorio. Marta tomó permiso de Magdalena y de Maximino, y siguió a estos hombres.
Al llegar a las puertas de la ciudad todo el pueblo los estaban esperando, pero al verla a ella sola muchos le dijeron que no tenían esperanza de que una sola mujer pudiera vencer a ese poderoso monstruo. Ella solo respondió preguntando dónde se encontraba ese famoso dragón. Entonces se le mostró un pequeño bosque cercano a la ciudad, y ella se dirigió allí enseguida y sin ninguna defensa.
Luego se escucharon algunos rugidos, y todos en el pueblo temblaron y se compadecían de esa pobre mujer, que había emprendido un trabajo en vano, sin armas, y a un lugar en donde ningún hombre armado del pueblo se atrevía a ir. Pero pronto los rugidos cesaron, y Marta reapareció, portando una pequeña cruz de madera en una mano, y en la otra al monstruo, atado a una cinta que ella había tomado de sus vestiduras. Así avanzó en medio de la ciudad, glorificando el nombre del Salvador y entregando al pueblo al dragón, como si fuera un juguete y aun ensangrentado de su ultima víctima.
Siempre me ha gustado mi nombre, aunque no pueda decir lo mismo de otros aspectos de mí misma o de mi cuerpo, hacia los que, en diferentes momentos de mi vida, he sentido rechazo. Mi nombre lo escogió mi padre, no es necesario tener recuerdos del día en que nací, ni yo ni mis hermanos, para saber que, sin duda, mi padre saltó de alegría con todos y cada uno de los nacimientos. También él fue quien nos puso nombre a todos, no porque quisiera imponerse, sino porque mi madre nunca mostró interés en ello. Probablemente, para ella, era ya un gran avance empezar a contagiarse de su alegría, pues todo lo que en su casa había vivido en relación a la llegada de un nuevo ser al mundo era llanto y tristeza.
Tuve la suerte de ser la segunda y librarme del vínculo patológico de mi padre con su madre, por el cual, el nombre de la primogénita tenía que ser escogido, sí o sí, por mi abuela. Remedios era su nombre, así que fue también el de mi hermana, al que le agregaron María. Por casualidades de la vida (no tan casuales) resulta que el nombre de mi abuela paterna era también el de mi madre, y misteriosamente esto nunca pareció tenerse en cuenta con respecto al nombre de mi hermana. Mi madre no era capaz de ponernos nombre porque tampoco ella misma tenía mucha consciencia de su propio nombre, ni de la fecha en que nació. Durante algunos años, a mi hermana la llamamos por su primer nombre, por desgracia hoy prefiere el segundo (María es infinitamente más bonito, pero bueno). A mi hermano estuvieron a punto de llamarlo Lázaro y completar así la tríada cristiana, tampoco habría estado mal, pero finalmente mi padre escogió Anxo, y lo cierto es que, como un ángel vino del cielo el tan esperado varón.
Es así que, después de que mi hermana haya preferido Remedios antes que María, la única de la tríada cristiana de Betania terminé por ser yo.
Y cómo no creer en Dios si ha tenido que ser una intervención del cielo, la que en su día hizo que mi madre abriera las Páginas Amarillas en la página y el lugar exacto en el que se posó su dedo para escoger, al azar, un número de teléfono con el que contactar a una psicóloga: nuestra segunda Madre. Empezó mi hermana, pero pronto fui yo detrás. Nunca habríamos imaginado, durante esos primeros años, que la historia de esta psicóloga habría sido, en algunos puntos, muy similar a la de nuestra abuela. Que forma tan maravillosa de entrelazar los destinos de quienes, sufriendo traumas parecidos, encontraron caminos opuestos de superación, uno hacia la oscuridad y otro hacia la luz. El trauma sufrido por mi abuela necesitó de tres generaciones para salir a la luz. Desencantar a la serpiente o a la "moura" no es cualquier cosa. Por muy bucólicas que parezcan hoy, los daños que producen pueden llegar a ser arrasadores. Solo algunos ángeles de la guarda, como Yolanda, lo consiguen, fruto, por supuesto, de su admirable tenacidad e inteligencia, ante la cual todavía hoy no puedo más que asombrarme, ella sola es motivo suficiente para creer en Dios. Aunque a veces diga que la fe la recibí de mi padre (a pesar de que mi madre haya sido monja), es mentira, se la debo única y exclusivamente a ella.
