Una confusión que vengo detectando últimamente en mis estudios bíblicos es la comprensión de lo que significa el concepto de “Religiones del libro”. Escucho muchas conferencias de autores cristianos y también judíos, no así musulmanes porque no es tan habitual encontrarlos en español y porque tampoco he indagado en el Corán. Los autores cristianos tienen claro que el cristianismo no debe ser entendido del todo como una religión del libro, puesto que en el centro de su fe está una persona, que es Cristo. Dicen del islam que entiende su religión sostenida sobre la noción de “Libro Absoluto” como si éste fuera intocable y sagrado, en el sentido moderno de la palabra, entendida más bien como algo incuestionable y petrificado. Demuestran con ello no tener un gran conocimiento del islam, lo cual es normal, pero resulta muy llamativo comprobar el mecanismo automático mental que, en ausencia de conocimiento, rápido se acoge a un prejuicio moderno. Estos autores no dicen lo mismo sobre el judaísmo, puesto que lo conocen en profundidad, y saben que La Biblia tiene un sentido oral antiquísimo. El impacto y la valía de la palabra hablada es la base de judaísmo y cristianismo. Por ejemplo, es la fuerza de la palabra que se cumple la que es capaz de crear el universo. La relación entre «el decir» y el «hacerse» conforma la estructura literaria y teológica de la Biblia, resumida en los pares imperativo-indicativo y promesa-cumplimiento.
El significado de lo que se entiende por Libro Sagrado ha variado mucho en la actualidad, tendiendo sobre todo a la corrupción, es decir, a convertir la idea de sagrado en algo inmutable y muerto. Aunque tampoco conocemos en profundidad el islam, ciertamente es la religión que más fundamentalismos ha generado, quizás por el hecho de no tener demasiados dogmas. El caso es que esta cuestión nos ha invitado a reflexionar acerca de las diferencias entre lo que hoy entendemos por Libro Sagrado y lo que entendían en el momento en que estos libros se formaron.
Dar por hecho que una palabra va asociada directamente a un significado es mucho suponer, casi siempre foco de malentendidos y conflictos. Si acudimos a los orígenes encontramos una sutil diferencia que para el mundo moderno no es fácil de entender porque hemos nacido inmersos en otra cultura, pero que para nuestros antepasados era lo normal y no requería ser explicado. El concepto que hoy tenemos de libro es entendido como un fin en sí mismo, por el contrario, en la Antigüedad, el libro era un medio para un fin. El objetivo final del Libro Sagrado en el contexto judío era conservar la palabra oral, la que había dado lugar a la palabra escrita. Los rollos de los libros eran un objeto de lujo, se guardaban en la sinagoga para ser leídos a la comunidad, y para poder ser memorizados. En los primeros siglos de nuestra era, eran muy pocas las personas que sabían leer, sin embargo tenían mucho más conocimiento sobre el Texto Sagrado del que tenemos hoy. La falta de habilidad de lectura y escritura en el mundo antiguo contrastaba con las grandes habilidades para transmitir y recibir oralmente un mensaje por medio de una estructuración adecuada, recursos mnemotécnicos, etc. Hoy tendemos a creer que la capacidad para recibir un mensaje es algo automático, y sin embargo, no es así, hay que trabajarla. Todo lo que se gana por un lado se pierde por otro. Es así que la sonoridad del mensaje hablado y recitado oralmente era fundamental para su aprendizaje, y su memorización. Por tanto, podríamos entender el Libro Sagrado como un medio para garantizar el regreso a la oralidad, punto central del que emergía la Palabra de Dios.
Un claro ejemplo son los Evangelios. Todos fueron escritos décadas después de los hechos que relatan. Es más, la mayoría de los testigos de la Resurrección de Jesús no sabían escribir ni procedían de un ámbito culto, el único que tenía una rica y profunda formación era San Pablo, el primer teólogo del cristianismo. Durante esas décadas, las historias aún no escritas que ahora conocemos de los Evangelios fueron contadas en voz alta por predicadores y maestros, por madres y padres, por los mismos apóstoles y por otros que ahora están perdidos en la historia. La palabra viva de narradores y profetas se convirtió en «texto» escrito y éste empezó a ser interpretado, sirviéndose de materiales de la tradición oral y de acuerdo con la experiencia y la situación del momento presente. Podemos decir que el proceso era oral-escrito-oral. Los discípulos de los profetas ponían por escrito sus palabras, las interpretaban y las actualizaban, generando, a su vez, nuevos textos. Aún hoy en las sinagogas, mezquitas, iglesias, la lectura pública forma parte importante del culto, así como las oraciones y las aclamaciones en voz alta. En el cristianismo, la lectura de las oraciones monásticas tampoco se hace en silencio absoluto, sino con un acompañamiento silencioso del movimiento de los labios.
Un buen ejemplo de la relación entre lo oral y lo escrito lo tenemos en el texto de Jeremías (36,1-32). Se trata de un rollo dictado por Jeremías a su secretario donde se contenía el mensaje que el Señor había revelado al profeta. Este conserva todas las cosas dichas y las dicta para que queden por escrito y puedan ser comunicadas por su secretario a los destinatarios, las autoridades de Judá. Cuando los oyentes escuchan el mensaje leído por el secretario expresan su desacuerdo por el escrito y lo destruyen. El texto se vuelve a reconstruir porque queda en la memoria del profeta.
El Texto Sagrado queda a la espera de que un fiel o un grupo de fieles lo tome y lo pronuncie. Entonces el texto se convierte en Palabra Viva que transmite un mensaje para quienes hoy la escuchan de nuevo. La Palabra de Dios, oral y escrita, nos regala de su savia eternamente viva, invitándonos a encarnarla hoy con nuevos significados que no le hacen perder sentido, sino que lo amplían. Toda la Escritura proviene de la tradición, y la Escritura sin tradición oral no existe. La transmisión oral precede, acompaña y sigue las Sagradas Escrituras. El Libro Sagrado es Palabra Viva, quizás sería ésta una mejor manera de expresar lo que significa el concepto de Escrituras Sagradas. Resulta curioso comprobar el momento en que este significado fue perdiéndose a lo largo de los siglos.
En el texto de Borges “Del culto de los libros” leemos lo siguiente:
El momento en que la lectura comenzó a hacerse en voz baja y en la intimidad, fue el momento en el que se constató su ruptura con la oralidad. De la ruptura con la oralidad surgió el objeto de libro como fin en sí mismo, llevado a los extremos actuales en los que es posible encontrar casas abarrotadas de libros, cuyos contenidos no repercuten en nada en el día a día de las personas.
Es así que nuevamente comprobamos cómo un prejuicio moderno y su tendencia idolátrica se proyecta en el mundo Antiguo, haciéndonos creer que Libro Sagrado es sinónimo de intransigencia.
El significado de lo que se entiende por Libro Sagrado ha variado mucho en la actualidad, tendiendo sobre todo a la corrupción, es decir, a convertir la idea de sagrado en algo inmutable y muerto. Aunque tampoco conocemos en profundidad el islam, ciertamente es la religión que más fundamentalismos ha generado, quizás por el hecho de no tener demasiados dogmas. El caso es que esta cuestión nos ha invitado a reflexionar acerca de las diferencias entre lo que hoy entendemos por Libro Sagrado y lo que entendían en el momento en que estos libros se formaron.
Dar por hecho que una palabra va asociada directamente a un significado es mucho suponer, casi siempre foco de malentendidos y conflictos. Si acudimos a los orígenes encontramos una sutil diferencia que para el mundo moderno no es fácil de entender porque hemos nacido inmersos en otra cultura, pero que para nuestros antepasados era lo normal y no requería ser explicado. El concepto que hoy tenemos de libro es entendido como un fin en sí mismo, por el contrario, en la Antigüedad, el libro era un medio para un fin. El objetivo final del Libro Sagrado en el contexto judío era conservar la palabra oral, la que había dado lugar a la palabra escrita. Los rollos de los libros eran un objeto de lujo, se guardaban en la sinagoga para ser leídos a la comunidad, y para poder ser memorizados. En los primeros siglos de nuestra era, eran muy pocas las personas que sabían leer, sin embargo tenían mucho más conocimiento sobre el Texto Sagrado del que tenemos hoy. La falta de habilidad de lectura y escritura en el mundo antiguo contrastaba con las grandes habilidades para transmitir y recibir oralmente un mensaje por medio de una estructuración adecuada, recursos mnemotécnicos, etc. Hoy tendemos a creer que la capacidad para recibir un mensaje es algo automático, y sin embargo, no es así, hay que trabajarla. Todo lo que se gana por un lado se pierde por otro. Es así que la sonoridad del mensaje hablado y recitado oralmente era fundamental para su aprendizaje, y su memorización. Por tanto, podríamos entender el Libro Sagrado como un medio para garantizar el regreso a la oralidad, punto central del que emergía la Palabra de Dios.
Un claro ejemplo son los Evangelios. Todos fueron escritos décadas después de los hechos que relatan. Es más, la mayoría de los testigos de la Resurrección de Jesús no sabían escribir ni procedían de un ámbito culto, el único que tenía una rica y profunda formación era San Pablo, el primer teólogo del cristianismo. Durante esas décadas, las historias aún no escritas que ahora conocemos de los Evangelios fueron contadas en voz alta por predicadores y maestros, por madres y padres, por los mismos apóstoles y por otros que ahora están perdidos en la historia. La palabra viva de narradores y profetas se convirtió en «texto» escrito y éste empezó a ser interpretado, sirviéndose de materiales de la tradición oral y de acuerdo con la experiencia y la situación del momento presente. Podemos decir que el proceso era oral-escrito-oral. Los discípulos de los profetas ponían por escrito sus palabras, las interpretaban y las actualizaban, generando, a su vez, nuevos textos. Aún hoy en las sinagogas, mezquitas, iglesias, la lectura pública forma parte importante del culto, así como las oraciones y las aclamaciones en voz alta. En el cristianismo, la lectura de las oraciones monásticas tampoco se hace en silencio absoluto, sino con un acompañamiento silencioso del movimiento de los labios.
Un buen ejemplo de la relación entre lo oral y lo escrito lo tenemos en el texto de Jeremías (36,1-32). Se trata de un rollo dictado por Jeremías a su secretario donde se contenía el mensaje que el Señor había revelado al profeta. Este conserva todas las cosas dichas y las dicta para que queden por escrito y puedan ser comunicadas por su secretario a los destinatarios, las autoridades de Judá. Cuando los oyentes escuchan el mensaje leído por el secretario expresan su desacuerdo por el escrito y lo destruyen. El texto se vuelve a reconstruir porque queda en la memoria del profeta.
Otro ejemplo está en las grandes historias del Génesis y los relatos de los patriarcas a partir del capítulo 12. Estas historias antes de que adquirieran su forma escrita estaban en la memoria de la comunidad, que recordaba un antepasado llamado Abraham. El escritor o escritores dieron forma a las historias que se iban transmitiendo oralmente. Estas historias que en principio eran historias de clanes, de familias para buscar la identidad de su comunidad adquirieron un matiz nuevo cuando se les agrega el ámbito de la fe; es por ello que Dios interviene en las acciones del patriarca. La importancia de la oralidad de la Palabra de Dios se constata en que es necesario que un portavoz o intermediario pueda escucharla y transmitirla a la comunidad, poniéndola por escrito para que perdure. Es muy significativo que la relación entre Dios y el hombre sea a través de la palabra. Presentar a Yahvé como un Dios que habla traduce la intención de distinguir el yahvismo de la religión cananea en la cual el encuentro con Dios era mediado por el sexo y expresado a través de la fertilidad de los campos y la fecundidad del ganado. Decir que Yahvé habla significa respetar la iniciativa de Dios y reconocer la capacidad humana para oír esta palabra.
Al profeta Ezequiel, Dios le dio la orden: "Come este rollo" (Ez 3, 1). Con ello nos invita a que el lector de la Biblia debe estar preparado para asimilar el mensaje que recibe. No se puede leer la Palabra de Dios como se lee a Homero o a un autor moderno. "La palabra fue en mi boca dulce como la miel", dice Ezequiel 3, 3. A este respecto cabe recordar una antigua costumbre de los escribas: en la tinta que usan para copiar los rollos, añaden una gota de miel, porque "la palabra es más dulce que la miel", dice el Salmo 119, 103. Dt 30, 14 afirma que "la palabra está cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para ponerla en práctica". Ponerla en práctica es asimilarla. La palabra habla al corazón humano, el centro de la vida, porque Dios es sensible al corazón. La sabiduría de Dios se revela al corazón humano. Palabra y corazón van unidas.
El hombre, creado a imagen de Dios, está dotado de la palabra. Cuando la persona habla, es una parte de sí misma la que va hacia los otros. En cierto modo, la palabra pronunciada ya no es suya, se transforma en la capacidad de escuchar del otro, depende del otro para que tenga sentido. El que no habla prefiere no depender demasiado del otro. Pero el que habla quiere abrirse a los demás, corriendo el riesgo de no ser entendido, quiere comunicarse. Hablar es confiar y correr la aventura de una alianza, es el primer acto de fe del ser humano.
Al profeta Ezequiel, Dios le dio la orden: "Come este rollo" (Ez 3, 1). Con ello nos invita a que el lector de la Biblia debe estar preparado para asimilar el mensaje que recibe. No se puede leer la Palabra de Dios como se lee a Homero o a un autor moderno. "La palabra fue en mi boca dulce como la miel", dice Ezequiel 3, 3. A este respecto cabe recordar una antigua costumbre de los escribas: en la tinta que usan para copiar los rollos, añaden una gota de miel, porque "la palabra es más dulce que la miel", dice el Salmo 119, 103. Dt 30, 14 afirma que "la palabra está cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para ponerla en práctica". Ponerla en práctica es asimilarla. La palabra habla al corazón humano, el centro de la vida, porque Dios es sensible al corazón. La sabiduría de Dios se revela al corazón humano. Palabra y corazón van unidas.
El hombre, creado a imagen de Dios, está dotado de la palabra. Cuando la persona habla, es una parte de sí misma la que va hacia los otros. En cierto modo, la palabra pronunciada ya no es suya, se transforma en la capacidad de escuchar del otro, depende del otro para que tenga sentido. El que no habla prefiere no depender demasiado del otro. Pero el que habla quiere abrirse a los demás, corriendo el riesgo de no ser entendido, quiere comunicarse. Hablar es confiar y correr la aventura de una alianza, es el primer acto de fe del ser humano.
En el texto de Borges “Del culto de los libros” leemos lo siguiente:
Cuenta San Agustín, en el libro seis de las Confesiones: «Cuando Ambrosio leía, pasaba la vista sobre las páginas penetrando su alma, en el sentido, sin /p. 112/ proferir una palabra ni mover la lengua. Muchas veces —pues a nadie se le prohibía entrar, ni había costumbre de avisarle quién venía—, lo vimos leer calladamente y nunca de otro modo, y al cabo de un tiempo nos íbamos, conjeturando que aquel breve intervalo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería que se lo ocupasen en otra cosa, tal vez receloso de que un oyente, atento a las dificultades del texto, le pidiera la explicación de un pasaje oscuro o quisiera discutirlo con él, con lo que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba. Yo entiendo que leía de ese modo por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad. En todo caso, cualquiera que fuese el propósito de tal hombre, ciertamente era bueno». San Agustín fue discípulo de San Ambrosio, obispo de Milán, hacia el año 384; trece años después, en Numidia, redactó sus Confesiones y aún lo inquietaba aquel singular espectáculo: un hombre en una habitación, con un libro, leyendo sin articular las palabras[1].
Aquel hombre pasaba directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro; el extraño arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin.
El momento en que la lectura comenzó a hacerse en voz baja y en la intimidad, fue el momento en el que se constató su ruptura con la oralidad. De la ruptura con la oralidad surgió el objeto de libro como fin en sí mismo, llevado a los extremos actuales en los que es posible encontrar casas abarrotadas de libros, cuyos contenidos no repercuten en nada en el día a día de las personas.
Es así que nuevamente comprobamos cómo un prejuicio moderno y su tendencia idolátrica se proyecta en el mundo Antiguo, haciéndonos creer que Libro Sagrado es sinónimo de intransigencia.