Relatos patriarcales

La lucha de Jacob con Dios


Una de las principales particularidades de la tradición monoteísta de Israel con respecto a otras tradiciones paganas e incluso con respecto a todos los cultos modernos actuales, es que no idealiza a sus protagonistas. Incluso hasta el personaje más central de su fe, como es Moisés, comete errores y el texto no trata nunca de ocultarlos o de negarlos. Es más, los pecados de un patriarca, como los de un miembro de la tribu, como los del mismo pueblo de Israel, forman un eslabón imprescindible en la cadena de transmisión de las genealogías, que son decisivas y nunca el texto escatima en dar el nombre de cada uno de los herederos que unen la cadena de transmisión de la tradición (Gen 10). El texto bíblico no idealiza a los protagonistas de sus relatos. Sin embargo, todas las manifestaciones de idealización e idolatría que tan abundantes se han hecho en nuestro mundo, son, en parte, herencia de la visión heroica propia de la cultura grecorromana, que vio en sus líderes a héroes y salvadores mitificados y engrandecidos, lo cual también la cultura de Hollywood se ha ocupado de acrecentar. También la tradición católica buenista y puritana, de la cual es un ejemplo la teología de la liberación, contribuyó en gran medida a idealizar al pueblo como una especie de ente colectivo convertido en héroe o en santo. Se trata de uno de esos prejuicios y tópicos modernos que tan inmerso está en nuestra sociedad, la tendencia a considerar bueno y perfecto todo lo que venga del pueblo, así como sus costumbres, que por el mero hecho de ser populares se consideran valiosas, más allá de su valor sagrado o de su significado. Pero el caso es que las descripciones que hace el texto bíblico del "pueblo elegido" de Dios podrían ser perfectamente actuales, para describir la misma cerrazón que niega el carácter trascendente de la realidad, aunque probablemente multiplicada.

No te mando a muchos pueblos de lenguaje complicado y difícil que no puedas comprender, aunque si te hubiera mandado a ellos seguramente te escucharían. 7 Pero el pueblo de Israel no va a escucharte porque no quiere escucharme. Todo el pueblo de Israel es terco y obstinado. 8 No obstante, yo te haré tan terco y obstinado como ellos. 9 ¡Te haré inquebrantable como el diamante, inconmovible como la roca! No les tengas miedo ni te asustes, por más que sean un pueblo rebelde» (Ez 3,6-9).

Pero no obedecieron ni prestaron atención, sino que siguieron la terquedad de su malvado corazón. Por eso hice caer sobre ellos todas las maldiciones de este pacto, que yo había ordenado cumplir, pero que no cumplieron” (Jer 11,8).

A causa de la ignorancia que los domina y por la dureza de sus corazones, estos tienen oscurecido el entendimiento y están alejados de la vida que proviene de Dios (Ef 4,18).

Durante todo el recorrido por el desierto, que es también la historia de salvación, se constata en numerosas ocasiones que el pueblo no quiere ser salvado, constantemente dicen que estarían mucho mejor en Egipto (en la esclavitud) y que están hartos de todas las incomodidades que les hace pasar Yahvé. Es más, la Alianza no dura apenas unos minutos y ya el pueblo construye un becerro de oro porque no soporta estar sin ídolos. Con esto, el Texto Sagrado nos deja claro que el camino a Dios no es un recorrido heroico, más bien todo lo contrario, es la constatación de que el camino a Dios está lleno de caídas, de fracasos, de impotencia, de frustración, de vacío por sentirse desprotegido, de ganas de abandonar, de falta de fe y de pocas recompensas. De hecho, debemos de pensar en lo difícil que tuvo que ser para el pueblo de Israel adoptar la creencia en un sólo Dios, pues la tendencia de moda en todos los pueblos del entorno era el politeísmo, y el culto a infinidad de dioses estaba por todas partes, tal como sucede hoy, de hecho. Es muy simpática la respuesta de Aaron cuando Moisés le pregunta por la corrupción idolátrica del pueblo y él responde que bueno, que ante la impaciencia de la gente mandó reunir todo el oro y lo demás ya vino solo, al fundirlo en el fuego salió un becerro.

Y respondió Aarón: No se enoje mi señor; tú conoces al pueblo, que es inclinado a mal. 23 Porque me dijeron: Haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido. 24 Y yo les respondí: ¿Quién tiene oro? Apartadlo. Y me lo dieron, y lo eché en el fuego, y salió este becerro (Ex 32, 22-24).

Además, la promesa de la descendencia, como la de la tierra prometida, no se realiza inmediatamente. Cuando muere Sara, Abraham tiene que comprar un trozo de tierra para poder enterrarla (Gen 23,1-20), por tanto, la promesa no es inmediata. Abraham es un pequeño y gran eslabón de la cadena que puede mirar más allá de sí mismo, y lo es porque su sentido dentro del relato no es el de ser un ganador o un héroe.

La fe de los patriarcas comienza con una marcha hacia lo desconocido: "Sal de tu tierra... y vete al país que yo te indicaré", dice Dios a Abraham (Gen 12,1); Dios le promete una descendencia tan numerosa como las estrellas de los cielos y como el polvo de la tierra (Gen 15,4-6; 13,15-16), pero si llega a saber que además también Dios le exigirá matar a esa misma descendencia prometida, quizás se hubiera pensado su aventura (Gen 22,12). La aventura de Abraham es la de una marcha hacia lo desconocido con la única garantía de una promesa de Dios. Ulises, en la Odisea, vuelve a su hogar. Los argonautas regresan con el vellocino de oro. El ideal de Grecia es volver, volver a la verdad escondida de cada uno ("Conócete a ti mismo", dice el oráculo de Delfos a Sócrates) o volver a la unidad perdida (reunión de Ulises con Penélope, retorno del alma al mundo de las ideas de Platón). Este ideal cíclico se encuentra en la mayor parte de las religiones naturales. Sin embargo, Abraham marcha hacia el descubrimiento de algo absolutamente nuevo, todavía hoy sigue siendo radicalmente innovador, pues Abraham conoce el punto de partida, pero no el de llegada, tiene que encontrar el camino a tientas, descifrándolo mediante el ensayo y el error, mediante el pecado. La promesa de una descendencia numerosa tarda en realizarse. Abraham se queja sinceramente, y la visión nocturna de Gen 15 refleja algo más que un estado de espíritu: Abraham vive en la oscuridad de la fe ("Mas a la caída del sol sobrecogió el sueño a Abram, y he aquí que el temor de una grande oscuridad cayó sobre él" Gen 15,12). En lo más profundo de la noche, Dios establece con el patriarca una relación gratuita, unilateral e incondicional, que pone de relieve la trascendencia de la gracia divina. La promesa divina supera el entendimiento, hace chocar a la conciencia con sus propios límites (Gen 18,1-15). Abraham, en todo este proceso, aprende a someterse a la Ley divina, precisamente porque no ve puede confiar en que sea Dios el que ve (Gen 22,14).

Este mismo aspecto se advierte en la historia de Jacob, plagada de mentiras y engaños, que le conducen al combate espiritual en medio de la noche, una de las imágenes más impactantes del Antiguo Testamento (Gen 32,23-33; Gen 28,10-20). Jacob no conoce a su adversario, solo después del combate, del que sale herido en el muslo, podrá identificarlo y sacarle incluso una bendición. El patriarca José llevará al extremo esta experiencia, ya que Dios no le hablará jamás, y tendrá que ser el sólo quien pueda encontrar el designio divino que da sentido a sus aventuras (Gen 45,5-8; 50,19-21). En definitiva, los relatos patriarcales no nos enseñan quizá mucho de la historia de los patriarcas, pero nos dicen cómo descubrieron el sentido de la historia, de la que Dios es el único Señor.

Las tradiciones patriarcales no son biografías, tampoco son mitos, el lector no se ve transportado a los orígenes, antes del tiempo, en un mundo totalmente regido por las normas de lo sagrado. Tampoco son "cuentos populares". Otras veces se ha propuesto colocar los relatos patriarcales en la categoría, de "leyendas", en el sentido concreto de unos relatos sagrados a propósito de los personajes célebres del pasado, con la finalidad de edificar (como la Leyenda dorada de Jacobo de la Voragine) o de explicar el origen de un lugar, de un culto o de una costumbre. Pero las leyendas tienen unas particularidades muy concretas y sencillas de identificar que dan a las historias sentido a través de la forma, muy fantasiosa y simplificada. Sin embargo, los relatos patriarcales no siempre presentan a los patriarcas como modelos de virtud, no se centran en los personajes como tales para destacar su irradiación espiritual, sino más bien en la riqueza de los acontecimientos que vivieron y recibieron. Los relatos patriarcales ocupan un marco preciso, unas indicaciones de tiempo y lugar, lo inverosímil no sucede habitualmente, sino bajo unas circunstancias concretas y específicas que no son gratuitas, el narrador bíblico no se contenta con fascinar a su auditorio, sino que quiere ser creído.

La categoría más apta para definir los relatos del Génesis parece ser la de "relatos religiosos populares". Por algunas de sus características están cerca de las leyendas; pero su primera finalidad no es la de edificar o la de justificar un culto o una práctica. Relatan ante todo unas experiencias de lo sagrado. Describen los efectos de la irrupción de lo divino en la conciencia, el momento en que pasan la frontera que separa este mundo del de Dios; y estos encuentros dan una orientación inesperada a su vida. La experiencia prevalece sobre los personajes (en contra de la leyenda). Los personajes son populares, y los destinatarios de los relatos pueden fácilmente identificarse con ellos. No se trata de héroes ni de aventuras fuera de lo común (como en la epopeya o en la leyenda sagrada), sino de acontecimientos ligados a la vida cotidiana, y ordinariamente a la vida privada de la familia. El elemento extraordinario se ciñe al mundo de lo sagrado.

También para Pascal Dios no era el de los filósofos o los sabios, sino el de Abraham, el de Isaac o el de Jacob. Para Pascal a Dios no lo encontramos a través de la arrogancia de la razón sino a través de la humildad del corazón. Pero lo explica todavía mejor el judío Levinas, cuya argumentación, coincide, misteriosamente, con la del psicoanálisis. La idea de Dios nos llega un día a nuestra existencia si nos decidimos a escuchar, es decir, a relacionarnos con el ser humano que encontramos en nuestro camino. Para Levinas el hombre nace ateo y puede morir ateo. El ateísmo en pocas palabras se reduce al egoísmo existencial. Es el hecho de pensar y de vivir como si todo dependiera de uno mismo, vivimos al lado de los otros pero los ignoramos. “En el gozo, yo soy absolutamente para mí. Egoísta y sin referencia al otro –estoy sólo sin soledad, inocentemente egoísta y sólo. No en contra de los otros, sino “en cuanto a mí”– pero enteramente sordo al otro, exterior a toda comunicación y rechazando comunicar, sin oídos, como vientre hambriento.” Para Levinas el “Decir es anterior al Dicho”, la escucha del rostro comienza por la sensibilidad, por el cara-a-cara del encuentro ético con el otro.