Ante la posibilidad de la muerte de mi padre, entonces también algo veladamente se abrió paso en mi interior sin yo ser plenamente dueña, ya no se podía seguir renunciando al padre. Hoy lo sé con plena seguridad, ahora que mi padre ya no está, me serviré de él, para prescindir de él. Haré míos todos sus miedos y todas sus carencias, pues gracias a ellos encontré la manera de empezar a recorrer el camino. El verdadero duelo que no fue posible en vida, comenzó con su enfermedad y muerte. Lacan nos dice que donde hay Nombre-del-Padre, el padre real siempre está muerto. Pero incluso esa función simbólica con la que Lacan pretendió substituir al padre real, no es suficiente como puro símbolo. Es necesario encarnarlo, no como función significante, sino como testimonio ético.
Estas palabras de Massimo Recalcati resultan hoy reveladoras.
En la época de su evaporación, "cualquier cosa" -afirmará el último Lacan- podrá ejercer su función. El Padre ya no es una cuestión de género o de sangre. Su Imago ideal ya no gobierna ni la familia ni el cuerpo social. Sin embargo, no se trata ni de añorar su reino ni de decretar su desaparición irreversible. Para prescindir de un padre es necesario ser capaz de servirse de él, diría Lacan. Prescindir, hacer el duelo por el Padre, no significa de hecho, desterrar al Padre, exaltar su demolición, decretar su peso insoportable o, más sencillamente, su inutilidad. Hacer seriamente el duelo por el Padre significa aceptar la herencia del padre, aceptar toda su herencia. ¿Qué significa eso? El sujeto, escribía Sartre, solo puede realizarse haciendo algo con aquello que el Otro (el padre, la madre, la familia, la sociedad, los otros) ha hecho de él. Para los seres humanos, para los seres que habitan el lenguaje, no hay posibilidad de autosuficiencia, no hay modo de escapar a la dependencia estructural del Otro. Nosotros somos, en ese sentido, una plegaria. Cada uno de nosotros proviene de un horizonte que no ha elegido y que lo ha determinado. No existe un "yo" identificado de una sola vez, porque la subjetividad es un movimiento continuo de singularización que se constituye como un ir y venir entre el "dentro" y el "fuera" del propio "yo". Es una enseñanza decisiva del último Sartre retomada por Lacan: no existe un sujeto que se haya hecho a sí mismo, no existe autosuficiencia, el hombre no es un ens causa sui. La experiencia del análisis revela cómo, aplicando la regla de la asociación libre, es decir, invitando al paciente a decir todo lo que le pasa por la cabeza, las figuras familiares del padre, de la madre, de los hermanos y de las hermanas aparecen sin falta como protagonistas del discurso. Es decir, una especie de necesidad parece encadenar las asociaciones libres: para hablar de sí mismo, de su intimidad más propia, se ve obligado a reconocer que el inconsciente es el discurso del Otro. Provenimos siempre de un horizonte que nos constituye y que nos trasciende. Somos dependientes siempre de lo que aviene en el Otro, del discurso del Otro. Somos siempre objetos en las manos del Otro, tenemos siempre, diría Sartre, el porvenir de los Otros. Y sin embargo, precisamente sobre el fondo de este horizonte que nos precede y nos constituye, tenemos siempre la posibilidad de subjetivar de manera singular nuestra procedencia, tenemos la posibilidad de retomar, de resubjetivar todo aquello que heredamos del Otro.
¿Acaso la función paterna no responde, sobre todo, a la pregunta: cómo es posible heredar la facultad de desear? ¿cómo se da su transmisión de una generación a la otra?
La herencia implica un movimiento singular entre identificación y desidentificación. No es ni identificación, ni desidentificación. Es una desidentificación que supone una identificación cumplida y una identificación que exige una desidentificación. Lo recordaba Freud al final de su texto-testamento, el Esquema del psicoanálisis, citando una célebre frase de Goethe: "Lo que has heredado de los padres, reconquístalo, /si quieres poseerlo de verdad". ¿Qué significa? Significa que para servirse del Padre es necesario poder prescindir de él. Pero prescindir de él no quiere decir en absoluto cancelar la deuda simbólica que nos vincula al Otro. Prescindir es sólo para poder servirse de él, no para anular su existencia. Si, por el contrario, se quisiera hacer esto, si se quisiera anular la deuda simbólica respecto al Padre, si simplemente se quisiera anular su existencia, no podríamos servirnos de él de ningún modo. Quedaríamos para siempre -y es un peligro que entrevió lúcidamente Nietzsche- huérfanos rabiosos y resentidos del Padre. La separación del padre no es odio por el padre, porque el prescindir implica servirse de él, implica la subjetivación de la herencia, el consentimiento a heredar, su restablecimiento o, como nos dice Freud a través de Goethe, su reconquista.
Se debe naufragar en la primera herencia para poder llegar a la segunda. Si la primera es la de la sangre y del goce, la segunda es aquella humana y simbólica del deseo. Se trata de experimentar toda la insuficiencia de la primera para poder acceder a la segunda. Se trata de morir en la de la sangre para vivir en la del símbolo y del deseo. En efecto, la herencia no es un patrimonio genético que se adquiere por descendencia, comporta, ante todo, el acto singular de querer heredar, de consentir a la herencia, de reconquistar la propia herencia.
En la perspectiva de Lacan, la Ley y el deseo están unidos por una misma referencia a lo imposible. La interdicción de la Cosa materna, que la Ley de la castración establece, abre al movimiento del deseo. El texto bíblico y el texto freudiano-lacaniano comparten este fuerte reclamo a la alianza entre Ley y deseo. Pero el tiempo hipermoderno reduce nihilistamente a cero todo fundamento ético de esta alianza, muestra la total inconsistencia de cualquier Ideal y, en consencuencia, disuelve el Nombre-del-Padre como función simbólica capaz de frenar el goce maldito de la cosa y de promover la unión entre la Ley y el deseo. Tendencia incestuosa del goce, ausencia de límites y de prohibiciones simbólicas, desregulación pulsional, Ello sin inconsciente, muerte del deseo, violencia y racismo, rechazo del Otro, culto narcisista del yo, indiferencia cínica, pulsión de muerte carente de límites, definen el cuadro psicopatológico de la época hipermoderna dominada por la evaporación del Padre y por el triunfo del objeto, promovido, como único valor posible por el discurso capitalista.
¿Debemos, entonces, hacer el duelo por el Padre en el sentido de renunciar definitivamente a la Ley de la castración o se debe intentar repensar la función paterna precisamente en la época de su máximo declive? Este libro escoge la segunda hipótesis y define lo que queda del padre como un resto de cualquier tipo de Ideal universal, como una versión singular de la Ley en el tiempo de la disolución de todos sus valores trascendentales, como reducción de la Ley a la dimensión ética de la responsabilidad.
Acerca de la tendencia totalitaria que proliferó en la modernidad y en la hipermodernidad, Lacan la consideró como un espejismo de la armonía universal y de la fusión, ese ideal peligroso que a veces también sobrevuela en las fantasías con respecto al mundo rural..., "la utopía trágica de una comunidad que engulle las particularidades y que anula cualquier diferencia, son modos patológicos de recuperar la fuerza titánica e ideal del Padre que, sin embargo, en realidad no hacen sino exhibir su declive irreversible y revelar la mezcla de esta fuerza con la sombra terrible de un matriarcado arcaico y mortífero".
El poder loco del Padre primordial y perverso linda con el otro caníbal de una madre que devora a sus propios hijos. El intento de deshacerse de ese padre totalitario, conduce, paradójicamente, a la madre castradora y mortífera. Es así que la protesta contra el patriarcado que inaugura el mayo del 68, coincide con la afirmación del discurso capitalista, encantado de retirar todo ideal, incluido el paterno, para permitir que el sujeto sea movido únicamente por su voluntad de goce, inducido a la creencia de que el objeto que causa el deseo puede confundirse con una infinidad de cosas, que no son otra que la Cosa materna.
Algo que nuestra época pone de manifiesto de manera evidente es que la evaporación del padre coincide con la exclusión de las "cosas del amor", pues donde triunfa la pulsión de muerte no se da posibilidad de amor. Todo esto no puede hacer más que redoblar nuestro impulso de sumergirnos de lleno en el texto bíblico, pues una sola Palabra (de conexión entre el Padre y el Amor) bastará para sanarnos y hacer frente al transhumanismo diabólico actual.