"Cuando descubrimos lo que no hubo, o faltó en una relación, es que recién lo podemos recibir." Luciano Lutereau
Hacer una lectura correcta de los tiempos en los que vivimos fue también una de las funciones de los profetas y del texto bíblico. Entender el tiempo y el sentido de la historia que nos ha tocado vivir es también entender que nuestras angustias no se diferencian, en lo esencial, de las angustias de los demás. Pero invocar relatos de épocas pasadas no ayuda a mirar objetivamente al presente y al futuro, hoy el problema no es combatir el patriarcado, sino más bien combatir el resultado de haber derrocado al patriarcado. ¿Cómo ser capaces de no renunciar a la Ley en un mundo en el que el Padre está acabado?
Relanzar el tema del ocaso de la imago paterna no significa añorar el mito del padre-amo. Su tiempo está irremediablemente acabado, agotado, ha caducado. El problema, por lo tanto, no estriba en cómo restaurar su antigua y perdida potencia simbólica, sino más bien en interrogar lo que queda del padre en la época de su disolución. Eso es lo que me interesa. En tal contexto, la figura de Telémaco se me antoja un punto de referencia. Éste muestra la imposibilidad de separar el movimiento del heredar -la herencia es un movimiento singular y no una adquisición que tiene lugar por derecho- del reconocimiento de la propia condición de hijo. Sin ese reconocimiento no hay filiación simbólica posible.El complejo de Telémaco supone un giro de ciento ochenta grados respecto al complejo de Edipo. Edipo vivía la figura de su padre como un rival, como un obstáculo en su camino. Sus crímenes son los peores de la humanidad: matar al padre y poseer sexualmente a la madre. La sombra de la culpa caerá sobre él y lo empujará al acto extremo de sacarse los ojos. Telémaco, en cambio, con sus propios ojos contempla el mar, escruta el horizonte. Esperando a que el barco de su padre -a quien no ha llegado a conocer- regrese para devolver la Ley a su isla, dominada por los pretendientes, que han invadido su casa y disfrutan con toda impunidad y sin restricción alguna de sus propiedades. Telémaco se emancipa de la violencia parricida de Edipo; busca a su padre no como a un rival con el que batirse a muerte, sino como un presagio, una esperanza, como posibilidad de devolver la Ley de la palabra a su propia tierra. Si Edipo encarna la tragedia de la transgresión de la Ley, Telémaco encarna la invocación de la Ley; él reza con el fin de que su padre regrese del mar y cifra en ese retorno todas sus esperanzas de que llegue a haber una justicia equitativa para Ítaca. Mientras la mirada de Edipo acaba apagándose en la furia impotente de la autoceguera -como marca indeleble de la culpa-, la de Telémaco se vuelve hacia el horizonte para ver si algo regresa del mar. Como es obvio, el riesgo que corre Telémaco es el de la melancolía, el de la nostalgia por el padre glorioso, por el rey de Ítaca, por el gran héroe que tomó Troya. La demanda del padre, como Nietzsche había intuido a la perfección, oculta siempre la insidia de cultivar una espera infinita y melancólica de alguien que no regresará nunca. Se corre el riesgo de que Telémcaco sea confundido con uno de los vagabundos protagonistas de Esperando a Godot de Samuel Beckett. Ya lo sabemos: Godot es el nombre de la ausencia. Ningún Dios-padre puede salvarnos: la nostalgia por el padre-héroe es una enfermedad siempre al acecho. ¡El tiempo del glorioso regreso del padre queda para siempre a nuestras espaldas! del mar no vuelven monumentos, flotas invencibles, dirigentes de partidos, líderes carismáticos y autoritarios, hombres-dioses, padres-papa, sino tan sólo derrelictos, piezas sueltas, padres frágiles, vulnerables, poetas, cineastas, profesores suplentes, emigrantes, trabajadores, simples testimonios de cómo puede transmitirse a los propios hijos y a las nuevas generaciones la fe en el porvenir, el sentido del horizonte, una responsabilidad que no reivindique propiedad alguna.Nos hallamos en la era del ocaso irreversible del padre, pero estamos también en la era de Telémaco; las nuevas generaciones observan el mar aguardando a que algo del padre regrese. Pero esta esperanza no es una parálisis melancólica. Las nuevas generaciones están comprometidas -al igual que Telémaco- en lograr el movimiento singular de reconquista de su propio porvenir, de su propia herencia. Es cierto, el Telémaco homérico espera ver en el horizonte las velas gloriosas de la triunfante flota del padre-héroe. Y, sin embargo, sólo podrá reencontrarse con su padre bajo la apariencia de un emigrante sin patria. En el complejo de Telémaco lo que está en juego no es la necesidad de restaurar la soberanía perdida del padre-amo. La demanda del padre que invade ahora el malestar de la juventud no es una demanda de poder y de disciplina, sino de testimonio. Sobre el escenario ya no hay padres-amos, sino sólo la necesidad de padres-testigos. La demanda del padre no es ya demanda de modelos ideales, de dogmas, de héroes legendarios e invencibles, de jerarquías inmodificables, de una autoridad meramente represiva y disciplinaria, sino de actos, de decisiones, de pasiones capaces de testimoniar, precisamente, cómo se puede estar en este mundo con deseo y, al mismo tiempo, con responsabilidad. El padre que es invocado hoy no puede ser ya el padre poseedor de la última palabra sobre la vida y la muerte, sobre el sentido del bien y del mal, sino sólo un padre radicalmente humanizado, vulnerable, incapaz de decir cuál es el sentido último de la vida, aunque sí capaz de mostrar, a través del testimonio de su propia vida, que la vida puede tener sentido.Todos hemos sido Telémaco. Todos hemos mirado el mar, al menos alguna vez, esperando que algo regresara de allí. Y podría añadirse, como lo hace Mario Perrotta en su intensa revisitación teatral de la Odisea, que "siempre hay algo que vuelve del mar". Sin embargo, a diferencia de Telémaco, no somos hijos de Ulises. Nuestra herencia no es la herencia de un reino. No somos príncipes a la espera del regreso del padre-rey. Si Telémaco, como veremos en este libro, nos señala la senda de la manera correcta de heredar, la condición de los jóvenes-Telémaco de hoy es la de los desheredados: carencia de futuro, destrucción de la experiencia, caída del deseo, esclavitud del goce mortífero, desempleo, inseguridad laboral (...).Nuestros hijos, no heredan un Reino, sino un cuerpo muerto, una tierra agotada, una economía enloquecida, un endeudamiento ilimitado, la falta de trabajo y de horizontes vitales. Nuestros hijos están exhaustos. ¿Por qué entonces, como intento defender en este libro, puede ser Telémaco el paradigma de su posición en el mundo? ¿Por qué Telémaco y no Edipo y su rabiosa lucha a muerte contra su padre? Porque Telémaco es la forma más alta y adecuada del AntiEdipo: no es ni una víctima de su padre, ni se alinea obtusamente contra su padre. Telémaco es el heredero legítimo, el hijo legítimo. "No es sólo un joven que busca a su padre, sino el joven al que le hace falta un padre. Telémaco es el icono del hijo." Es éste un tema central del libro y lo que se denomina como "complejo de Telémaco". Edipo es incapaz de ser hijo y la misma suerte aguarda a Narciso. Estas dos figuras de la mitología clásica fueron elevadas por Freud y el psicoanálisis a personajes paradigmáticos del teatro del inconsciente. Pero ninguno de los dos llega a acceder a la dimensión generativa del heredero que el ser hijo conlleva. Edipo nunca deja de estar prisionero de su odio, revestido de amor por su padre -el padre como Ideal y el padre como rival constituyen los dos polos de la oscilación típica de lo que Freud denomina "complejo de Edipo"-, mientras que Narciso es incapaz de separarse de su propia imagen idealiza, cuya fascinación le conduce hacia el abismo del suicidio. La rivalidad (Edipo) y el aislamiento autista (Narciso) no hacen posible el movimiento singular de heredar, sin el que se viene abajo toda filiación simbólica y, en consecuencia, la transmisión del deseo de una generación a otra.
