El luto de la tierra

Imágenes del incendio de Larouco (Ourense), iniciado en la parroquia de Seadur. Foto extraída de aquí



El monoteísmo hebreo instala una diferencia con respecto a anteriores formas de entender a la divinidad. Sus textos apuntan a una desmitificación de la naturaleza, que no es sede de espíritus y dioses, sino obra creada y sostenida por el poder de Dios trascendente. Más aún, todo lo creado es bueno, pues Dios no es el origen del mal, sino que éste está de alguna manera relacionado con la posibilidad que tiene el ser humano de adquirir conocimiento. A cambio de dicho conocimiento, el ser humano experimenta también lo incorrecto, lo impropio, el error o el pecado. El conocimiento de lo divino está interrelacionado con el conocimiento de lo falso. Sin uno no hay modo de discernir el otro. Solo poniéndolos en relación y comparándolos es posible distinguirlos. Quizás este sea el sentido de la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30). Y el de las palabras de san Pablo con esta afirmación: “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Ts 5,21). El error, el pecado, el fraude, la mentira, aunque en un primer momento sean un obstáculo, se pueden convertir en la oportunidad para contrastar la autenticidad de la experiencia original.

Los relatos de la creación en la Biblia, en particular en Génesis 1-11, nos dan cuenta de la trascendencia absoluta de Dios Creador con respecto a la creación. El cosmos ordenado es obra de Dios y de su amor. Solamente Dios es ser divino y todo lo demás, el mundo, es “criatura”, es decir, ha sido creado de la nada por Dios con su sola Palabra. Además, la humanidad tiene un encargo especial, una responsabilidad particular con respecto al lugar de la creación en el que ha sido puesta: “cultivarlo y cuidarlo” (Gn 2,15), siendo colaboradores con el Creador, de quien es imagen y semejanza. La enseñanza bíblica señala la interconexión entre la humanidad y el entorno natural en el que vive, respecto del cual también hay una distancia, como la que existe entre el Creador y el hombre. La distancia de la caída separa al hombre de Dios, pero también de la naturaleza. Esta separación es a su vez la que posibilita una mayor unión a partir de la cual poder cultivar, leer e interpretar la naturaleza y su capacidad para revelar al Creador, como también su capacidad destructora y perversa, ambas presentes en la naturaleza humana.

La función profética en una sociedad es la que se encarga de hacer esta lectura, la que nos invita a no vivir de ilusiones. Los profetas nos recuerdan, aunque no les escuchemos, que no solo los jefes y poderosos prefieren las ilusiones a la verdad, también el pueblo y nosotros mismos: «¡Ay, los que bajan a Egipto por ayuda! En la caballería se apoyan, y fían en los carros porque abundan y en los jinetes porque son muchos; mas no confían en el Santo de Israel» (Isaías 31,1). Es esa falsa ilusión que en el caso de Galicia se expresa en el anhelo concentrado en un cambio de gobierno, y en la tendencia a considerar inútil e ingenua toda expresión dolorosa que no esté enfocada en la aparente acción. 
Nos hacemos eco de las palabras de Luigi Bruni que ya hemos compartido en más de una ocasión:

El primer don que reciben aquellos que creen en la promesa bíblica es la protección contra la ilusión de confiar su propia salvación a los imperios. La gran enseñanza de los profetas consiste en aprender a decir “tú no eres Dios” a los grandes de la tierra y a los poderosos de nuestras comunidades y empresas. Una enseñanza muy necesaria para nuestro tiempo, cuando la expulsión de Dios ha producido una invasión de “pretendientes” que compiten entre sí para ocupar su puesto. Cada vez que se elimina a Dios, se genera una multitud de falsos dioses, que no ven el momento de decretar su muerte con el único fin de ocupar su lugar. Prefieren un pequeño y pobre paraíso artificial antes que el verdadero, con tal de poder parecerse un poco a ese Dios al que tanto dicen odiar. No se entiende el significado de la desobediencia del Génesis si no se toma en serio la expresión “seréis como Dios”.

Con motivo de los últimos desastres ecológicos que estamos viviendo y padeciendo, recuperamos la lectura que hace la literatura profética sobre la imagen mítica de la tierra como mujer-madre, ésta aparece a menudo vinculada al dolor y a la desolación. La función profética ha dejado de ser comprendida en nuestra sociedad, pues ésta ha perdido la capacidad de ejercer una visión crítica sin ser asociada automática y prejuiciosamente a una ideología política. 

A diferencia de su entorno cultural, el punto de partida bíblico de la metáfora de la feminidad de la tierra no es el poder divino, sino el dolor. No se trata del misterio esotérico del origen de la vida, sino del abrazo maternal frente a la angustia y el dolor, una tierra-madre que es capaz de entender y compartir el sufrimiento de sus hijos. Al compartir ella misma la experiencia de los pobres y oprimidos del mundo, se relaciona estrechamente con el proceso de redención que involucra a toda la creación. La relación entre el luto y la tierra-madre transmite temas de desolación, juicio divino y consecuencias del pecado humano, relaciona la capacidad sufriente de la criatura con la capacidad transformadora que nos acerca al Creador. Es una imagen poderosa que ilustra el profundo impacto de las acciones humanas en el mundo natural y en el mundo interior. La imagen aparece, por ejemplo, en los profetas Amós 1-2, Oseas 4,1-3, Jeremías 4,23-28, 12,1-4, 7-13 y 23,9-12, Isaías 24,1-20, 33,7-9, y Joel 1,5-20. Describen a la tierra como un personaje que llora y gime bajo el peso de la carga que produce la relación rota entre Dios y su pueblo, tras el incumplimiento de la Alianza. Así, por ejemplo, en Jeremías 4, 23-28, la tierra está desolada como resultado de la acción divina y no del comportamiento humano. El pasaje describe una visión de desolación cósmica, en la que la tierra se convierte en un páramo vacío, sin aves, sin montes, sin animales ni hombres, enfatizando la severidad del juicio divino. Por el contrario, Jeremías 12,1-4 relaciona el luto de la tierra con la maldad de sus habitantes. En este caso, la destrucción de la vida silvestre y la desolación de la tierra son consecuencias directas del pecado humano, y sirven tanto de realidad presente como de advertencia para el futuro. La tierra llora y los cielos se ennegrecen, cual llanto de una mujer parturienta que grita por la angustia de quien trae a su hijo recién nacido a un mundo sin esperanza. En la misma línea, Oseas 4,1-3 describe el luto de la tierra como resultado directo del comportamiento humano, y relaciona la degradación ambiental con las faltas morales y espirituales. En Isaías 24,1-7 vemos que la tierra en luto marchita sus frutos (Is 33,9; cf. Os 4,3; Am 1,2) debido a la ruptura de la alianza con Dios que produce un retorno al caos informe de los orígenes. Con adjetivos de vacía, desierta, abandonada, desolada, y profanada, el profeta describe “el luto de la tierra”, su estado de postración. En el libro de Amós, la tierra marchita describe el destino de los pobres. Son los más vulnerables los que sufren y lamentan la sequía o las guerras que afectan a la tierra. 

Pero la desolación de la tierra en luto también sirve como recordatorio del potencial de renovación y restauración. La literatura profética acoge la necesidad del dolor y el luto, no para regodearnos, sino para hacer de él un motor de transformación. La literatura profética equilibra los mensajes de destrucción con los de esperanza, sugiriendo que, mediante el conocimiento, el arrepentimiento y la misericordia de Dios, la tierra y sus habitantes pueden restaurarse. Ahora bien, ¿por qué los profetas conectan el luto y el sufrimiento de la tierra con la esperanza? ¿Cuál es el valor teológico entre el dolor y la esperanza? Walter Brueggemann observó que la expresión pública del luto, el llanto y el dolor es generadora de novedad. Una capacidad que nuestra sociedad está perdiendo a pasos agigantados, pues ve en la expresión del llanto y el dolor un signo de debilidad. En su obra, La imaginación profética, demostró que algunas personas como Jeremías, o incluso el mismo Jesús, fueron capaces de concebir el futuro con esperanza cuando se atrevieron a abrazar el dolor. La función profética en una sociedad invita a imaginar un futuro esperanzador mientras se enfrenta valientemente al sufrimiento. Más aún, para el autor, “la tarea del ministerio profético es nutrir, alimentar y evocar una conciencia y una percepción alternativas a la conciencia y la precipitación de la cultura dominante que nos rodea”. La expresión del llanto y el dolor es ya una barrera que nos separa de la precipitación a una interpretación automática de los sucesos dolorosos que nuestra sociedad ofrece, antes de pretender entender, está la capacidad de vivir. 

La capacidad profética acompaña la expresión del dolor con la imaginación creativa. La tarea implica imaginar una realidad que desafíe el status quo de los sistemas opresivos, e inspire la esperanza de un futuro diferente. A través de la imaginación profética, las personas y las comunidades pueden imaginar un futuro que trascienda las limitaciones impuestas por la cultura dominante y fomente la esperanza y la renovación. Esta interacción dinámica entre el dolor y la esperanza es crucial para articular una visión de Dios en la que Él también sufre solidariamente con el pueblo, y sale en su ayuda. También Dios dijo a Jeremías: “Mi dolor no tiene cura, mi corazón está enfermo dentro de mí... Lloro día y noche por los muertos de la hija de mi pueblo” (Jer 8,18; 9,1). Así también, la imagen mítica de la tierra en luto fue recogida por la Virgen María y sus diferentes representaciones dolorosas, así como la tan representada escena de la Piedad. Cuando la humanidad creyente percibe que las injusticias provocadas por el sistema opresor conmocionan a la misma divinidad, se dispara un dinamismo más creativo y generador de nuevas cosas. De la interioridad del profundo dolor de Dios surge la esperanza, la imaginación de nuevas alternativas, el cuestionamiento de viejas estructuras, la llamada al pueblo a inventar una nueva realidad que nace en medio de Él. En palabras de Brueggemann, el profeta “mantiene la esperanza de que el dolor de Dios pueda penetrar el embotamiento de la historia” provocado por el sistema imperante. Al releer a Jesús con las lentes de Jeremías, Brueggemann afirmó que “sólo aquellos que abrazan el dolor de la muerte recibirán la nueva vida”, pues sólo los que lloran serán consolados. En las bienaventuranzas de Jesús está implícito que los que no lloran no serán consolados y los que no luchan hasta el final no alcanzarán un nuevo comienzo. El profeta no necesita recurrir al engaño, como lo hace el sistema imperante. Por el contrario, sabe que solo los que sufren pueden ser conscientes de su propio dolor, y éste es el único capaz de conducirnos a la renovación.

Este proceso de transformación requiere valentía, sólo a través del sufrimiento puede surgir una profunda conexión con los demás y un sentido renovado de propósito. Por esta razón, la metáfora bíblica de la tierra en luto, que gime y llora por los pecados de los seres humanos, contribuye a generar esta conciencia, a modo de conmoción, grito, demanda y queja contra la cultura dominante para irrumpir el embotamiento de la norma social dominante. El ministerio profético nos invita a atrevernos a reconocer y oír “el grito de los pobres y el grito de la tierra”. Pero para comprobar la veracidad del testimonio auténtico es necesario contrastarlo con el falso testimonio, con el dolor del pecado y la desolación, en palabras de Paul Ricoeur: “No hay manifestación de lo absoluto sin la crisis del falso testimonio, sin la decisión que dirime entre el signo y el ídolo”. Paul Ricoeur nos habla de “la tarea de comprendernos a través de los acontecimientos que nos ocurren, y al analizar el concepto revelación lo describe como “un momento de la historia revestido de un carácter absoluto”. Un signo contingente a través del cual se manifiesta un absoluto, pero ese “algo”, a su vez se puede absolutizar convirtiéndose en un ídolo. El signo apunta hacia esa realidad que permanece escondida. En cambio, el ídolo asume el protagonismo e impide el avance hacia lo profundo. En este contexto, “verdad no significa verificación, sino manifestación, es decir, dejar que sea aquello que se muestra”. A fin de cuentas, no se trataría tanto de “verificar”, sino de comprobar hasta qué punto se ha manifestado o se ha mostrado “algo”. A través de cuanto acontece se manifiesta “algo”, una realidad oculta. También podríamos decir que se transparenta “algo”. Ricoeur recurre al verbo “despojar” para distinguir ese “algo”, el absoluto, de las manifestaciones o signos contingentes que lo expresan. Ese “algo” que se muestra no es lo manifestado. Por eso, cuando desaparece lo manifestado, no desaparece ese “algo”, sigue vivo y se manifiesta bajo otra forma.

Al revés de lo que sentenciaba Lud-wig Wittgenstein refiriéndose al Misterio, “de lo que no se puede hablar, es mejor callar”, en cambio, Simone Weil nos dice que cada vez que un fragmento de verdad inefable pasa a las palabras y, aún sin poder contener la verdad que las inspiró, una eclosión de belleza se derrama sobre ellas. Ricoeur hace una definición de testimonio: “la afirmación originaria que me constituye a mí más que lo que yo la constituyo a ella”. Para comprobar la veracidad del testimonio auténtico es necesario contrastarlo con el falso testimonio: “No hay manifestación de lo absoluto sin la crisis del falso testimonio, sin la decisión que dirime entre el signo y el ídolo”. El signo a través del cual se manifiesta un absoluto, ese “algo”, a su vez se puede absolutizar convirtiéndose en un ídolo. En los procesos de vida interior surge la tentación de apropiarse de la experiencia espiritual. ¿Acaso no era esta la actitud de los apóstoles que querían los mejores puestos para sí a expensas del Maestro (Mt 20, 20-23)? ¿O la de tantos coetáneos de Jesús que se beneficiaron de su actuación sin implicarse personalmente en su proyecto? ¿La gran tentación de Adán no era aprovecharse de los dones recibidos en el Edén? En sus análisis sobre la mentira como estrategia política, la filósofa Hanna Arendt afirmaba que mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea algo falso, sino garantizar que ya nadie crea en nada. En cualquier caso, la experiencia espiritual debe ser acogida como una manifestación, con todas las limitaciones que ello implica, y, por tanto, requiere ser discernida, esto es, para garantizar su autenticidad es necesario separar, distinguir y examinar los diferentes elementos que la componen.

Benedicto XVI, en Deus caritas est, reconoce que el cristianismo ha sido muy crítico con las prácticas de religiones arcaicas que promovían formas de apasionamiento en un contexto cultual. Sin embargo, afirma que en modo alguno rechazó con ello la pasión como tal, sino que combatió su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. La ebriedad indisciplinada no es elevación, “éxtasis” hacia lo divino, sino degradación del ser humano. Por eso “necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser.” (Benedicto XVI, 2005).