El entramado que está en la base de las relaciones humanas que mueven el mundo se sostiene en dos posturas inconscientes contrapuestas, una de identificación al falo y otra de identificación a la castración. Por más que muchas veces se traten de justificar con ideologías o cuestiones políticas, el origen de todos los conflictos de poder se sustenta en esta cuestión psicológica que descubrió Freud y que nos habla de la manera en la que la mente humana simboliza la realidad, más allá de su voluntad racional. Estas dos posturas son ambas formas (patológicas) de no integración de la castración simbólica. Los diferentes caracteres oscilan entre una y otra posición, en función del tipo de personas con las que cada uno se encuentre, si son a sus ojos más o menos potentes o impotentes, más o menos válidos, y en función también de momentos de mayor vivencia traumática. Las experiencias del desencuentro y los conflictos entre las personas que no han llegado a integrar del todo la castración, vienen producidas por el problema de identificarse en exceso con los bienes recibidos en el jardín de Eden. Podríamos decir que la fantasía, tanto de posesión como de renuncia al falo (superioridad e inferioridad), produce que unos y otros vivan esclavizados al sufrimiento que conlleva la pérdida del falo. Es aquí donde sexualidad y muerte se unen, pues el vivir con horror la posibilidad de perder el falo es el resultado, en muchos casos, de no aceptar la muerte. De ahí esa enseñanza cristiana que nos dice, muere antes de morir, para que cuando mueras no mueras. Lo que nos dice esta enseñanza encerrada en los misterios de todos los relatos escatológicos es que aceptes la muerte para poder estar vivo, que aceptes la pérdida para poder ganar de verdad. Esta verdad, en apariencia tan simple, solo puede ser expresada a través del símbolo, pues la racionalidad y el intelectualismo nada pueden contra la complejidad de nuestra mente.
Los relatos bíblicos nos hablan de innumerables rupturas, las que se dan al constatar esta carencia que no es carencia en el fondo, pero que solo viviéndola se comprende. Solo los desencuentros con el otro nos pueden llevar a intuir algo de un proyecto divino mayor, más allá de nosotros mismos. La Biblia nos narra todo tipo de desencuentros, desde el matrimonial entre Adán y Eva, pasando por el fraternal de Caín y Abel hasta el universal de la torre de Babel. Cada una de esas rupturas significa también una ruptura con Dios. La comunión y el amor aparecen como un sueño irrealizable. Pero, lo que es más grave todavía, en los tres casos Dios aparece como responsable parcial o absoluto de esta ruptura. Siendo Dios el causante de la ruptura pareciera que se vuelve posible ir más allá de la ruptura para retomar el lazo con el otro, pues más allá de nuestras obtusas y limitadas metas de obtención del falo, está la constatación de que no es el otro quien tiene el poder de darnos el falo. Con ello, los autores bíblicos nos están demostrando que son mucho más profundos que nosotros, que tendemos a ver el fenómeno de la insolidaridad o la falta de amor como un simple resultado de causas sociales, políticas y económicas, basadas a lo sumo en un egoísmo manifiesto a nivel personal, nacional o internacional. La Biblia desmonta en parte esta interpretación al presentar el hecho de la insolidaridad desde un punto de vista teológico, como un fenómeno del que también Dios es responsable. Esta comprensión que tantas veces ha sido interpretada como maldad divina, es sin embargo, lo que le da la posibilidad al ser humano de liberarse de su condición de sádico o de masoquista. El sádico cree que puede encontrar la felicidad sometiendo al otro, y el masoquista cree que puede encontrar la felicidad tratando de no enfadar al sádico. Ambos están sometidos a lo que creen que el otro les puede otorgar (fálicamente). Caín no tenía motivos para matar a Abel, y sin embargo lo mata. Humanamente hablando, y puestos en la mentalidad de la época, Esaú tiene motivos para matar a Jacob y sin embargo no lo hace. Algo superior, misterioso, que el autor del relato no explica, le mueve a perdonar. Junto al misterio de la venganza surge en la historia ese otro misterio del perdón, ambos son incomprensibles, porque están más allá de nosotros y de nuestra voluntad. Y este misterio, tan esencial para la convivencia humana, vuelve a convertirse en tema capital en las tradiciones de José. A veces concebimos a José como un ser angelical, víctima de la envidia de sus hermanos. Sin embargo, no es exacto. Lo primero que el texto bíblico dice de él es que, cuando tenía diecisiete años, “un día trajo a su padre malos informes acerca de sus hermanos” (Gn 37,2). Es el “chivato” que crea disensiones en la familia. Por otra parte, antes de ser víctima de sus hermanos, José fue víctima de su padre. Jacob sentía predilección por él porque le había nacido en su vejez; y, como detalle concreto de predilección, el autor dice que Jacob le regaló “una túnica con mangas”. Esta predilección, que nos recuerda la de Dios hacia Abel, provocará también el malestar de los hermanos, que “le cogieron rencor y le negaban el saludo” (Gn 37,4). La tensión crece con los sueños de José, en los que no siente reparo de considerarse superior a su padre, su madre y sus hermanos. Poco después, estalla el conflicto. Los hermanos lo venden como esclavo, pero la historia termina, sin embargo, con el perdón. Igual que Esaú olvidó la injusticia cometida por Jacob, José olvida y perdona. Más aún, sabe ver en todo lo ocurrido un plan misterioso de Dios para sacar bienes mayores. El libro del Génesis, que describe las cuatro rupturas iniciales de la humanidad, olvidando utopías e idealismos ingenuos, partiendo de una realidad conflictiva, proclama que el hombre puede restablecer la fraternidad porque su dignidad no depende de que se la conceda el otro, sino que es inherente a su persona por el hecho de nacer y ser hijo de Dios. Nuestra mayor libertad está en constatar que ninguno de nuestros logros puede equipararse al que Dios nos otorga, y es el de ser amados por Dios tan solo por el hecho de estar vivos.
El pensador G. K. Chesterton nos dice que los nietzscheanos denuncian la humildad cristiana como debilidad esclava, pero que sin embargo esa debilidad esclava produce el tipo de fuerza que ellos sólo pueden soñar. O también que el cristiano humilde puede reírse de sí mismo porque su valor humano no depende de su propia perfección, sino del amor de Dios. Puede admitir errores sin perder dignidad, porque su dignidad viene de ser hijo de Dios, no de sus logros. Mientras tanto, el super hombre moderno vive en terror constante de parecer débil o equivocado porque toda su identidad depende de mantener una imagen de superioridad.
La dignidad que la distancia insalvable con el Creador otorga podríamos decir también que es equiparable a la distancia insalvable con el falo, no es posible obtenerlo pero nadie debería dejar de perseguirlo.