Iniciación cristiana


Representación de los doce apóstoles en torno a la escena del bautismo de Cristo en el río Jordán (Baptisterio Arriano de Rávena).


Las tendencias gnósticas que promulgaron una noción de esoterismo vinculada al secreto y a lo oculto han contaminado en exceso la comprensión de lo que significa la iniciación cristiana y en general cualquier iniciación. No podemos dudar de que hayan existido verdaderas iniciaciones masónicas conectadas con la tradición, aunque hoy es evidente que la actividad política de gran número de sus miembros ha provocado que ésta haya terminado por corromperse del todo, de lo cual, la prueba más evidente es que se hayan convertido en entidades filantrópicas y “benéficas”, o “sociedades de socorros mutuos”. Si atendemos al propio mandato que Cristo hizo a sus Apóstoles, éste les encomendó que fueran por todo el mundo a predicar el Evangelio, haciendo discípulos de todas las naciones, bautizándolos y enseñándoles todo lo que Él había mandado.

Y Jesús se acercó y les habló diciendo: 'Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén (Mateo 28:18-20).

Y aunque también hoy esta cuestión se ha pervertido hasta límites extremos, Jesús no les dijo a sus Apóstoles que fueran a dar de comer a los pobres, ni que abrieran hospitales o casas de caridad, sino que les encomendó una labor de iniciación. La supuesta exaltación de la pobreza y atención de los desprotegidos es fruto de la influencia del materialismo, incapaz de comprender que los bienes materiales no son los que dan dignidad al ser humano.

Seguramente esta tarea de iniciación es también la que Guénon trató de restituir en la Masonería, ya que para él no debía ser (o no debía ser solamente) una entidad benéfica o filantrópica y menos aún, un club liberal. Es muy probable que el origen de la desviación tradicional de la Masonería haya tenido que ver con el abandono de los oficios, pues el vínculo heredado de la Edad Media, del Compañerazgo y la Masonería y sus formas de iniciación, había estado en estrecha relación con el ejercicio de un oficio, tal como el de los maestros constructores o también las tejedoras y bordadoras. Fueron métodos plenamente inmersos en la sociedad cristiana, la cual se caracterizó por dar a todos los oficios una capacidad de realización y trascendencia espiritual que hoy es impensable en el mundo laboral actual. Todos los oficios fueron, para la cosmovisión tradicional de la Edad Media, métodos de trabajo simbólicos y rituales en relación directa con Dios, desde la agricultura a la cerámica, el bordado, la cestería o cualquier otro oficio, de lo cual aún hoy queda constancia, pues es posible comprobar hasta que punto los objetos creados bajo estos modelos tradicionales siguen siendo más bellos que cualquier otro objeto creado por el mundo moderno, y sus alimentos infinitamente más ricos que los de producciones industriales masivas.

El hecho de que el mayor grado de profundización en el conocimiento simbólico estuviera destinado a los maestros constructores es lógico si tenemos en cuenta que se encargaban de construir templos, espacios sagrados que debían ser un reflejo cósmico de la divinidad. Que los conocimientos necesarios para ello estuvieran destinados a estos maestros y no a otros, viene derivado de su actividad concreta y material, ya que en efecto sólo ellos, y no otros, construían los templos. De igual forma, también los conocimientos propios de cualquier otro oficio no podían compartirse si no era por el ejercicio de la práctica, es decir, de la experiencia frente a la intelectualidad. Esto no los convierte en secretos, más bien al contrario, sus obras dan fe bien visible y para nada ocultas, de sus conocimientos.

No podemos dejar de mencionar aquí la particularidad del psicoanálisis que también se encuentra unida a la experiencia, pues a pesar de que pueda compartir ideas con diferentes doctrinas filosóficas, la diferencia clave con todas ellas es que el psicoanálisis sólo se puede entender a través de la práctica, todos sus revolucionarios conceptos no sirven para mucho si no se experimenta en carne propia el conocimiento del inconsciente, es por eso que muchos autores tradicionalistas rechazan el psicoanálisis, pues al no experimentarlo tampoco lo comprenden, además, han visto en el reconocimiento de la sexualidad un escollo muy grande que dificulta su comprensión. El mismo Freud reconoce que le hubiera ido mucho mejor si en lugar de sexualidad hubiera usado la palabra "eros".

Aquellos que consideran la sexualidad como algo vergonzoso y humillante para la naturaleza humana pueden servirse de los términos «Eros» y «Erotismo», más distinguidos. Así lo hubiera podido hacer también yo desde un principio, cosa que me hubiera ahorrado numerosas objeciones. Pero no lo he hecho porque no me gusta ceder a la pusilanimidad. Nunca se sabe a dónde puede llevarle a uno tal camino; se empieza por ceder en las palabras y se acaba a veces por ceder en las cosas. Aquel que sabe esperar no tiene necesidad de hacer concesiones.  

Sigmund Freud. Psicología de las masas y análisis del yo.

Y aunque la vinculación de Guénon con la Masonería haya sido verdaderamente tradicional (y la de muchos autores a los que seguimos y admiramos) no podemos dejar de apreciar algunas dificultades que estas logias introdujeron para entender los procesos de iniciación cristiana, sin necesidad de vincularlos a prácticas secretas. Filón de Alejandría dice de Moisés que es alguien que inicia a los misterios, sin embargo no debemos confundir el hecho de que se trate de misterios, con la implicación de que el proceso de iniciación deba ser oculto. De hecho, es precisamente al revés, cuanto más conocimiento más deseo de compartirlo, el mismo Dios crea el mundo por su deseo de darse a conocer. La Torá es la instrucción que da Dios a su pueblo para que tenga unas pautas de iniciación, todos los niños de familias judías comenzaban a estudiar la Torá antes casi que cualquier otra cosa, por tanto, no se trataba de procesos ocultos y reservados. En el judaísmo, las iniciaciones a los misterios, como también en el mundo helénico, eran procesos disponibles a cualquier persona. Un judío, para llegar a ser un sabio iniciado, debía escoger a un maestro, un "rabí". Esta es además una práctica que aún hoy se da en el islam o en el mundo oriental. El cristianismo introduce un matiz que, aunque pueda verse como novedad, estaba ya inmerso en el propio judaísmo, se trata de llamar la atención de manera particular sobre una cuestión: no son los discípulos quienes eligen al maestro, sino que es Jesús quien los escoge a ellos. Vemos que la necesidad de resaltar esta cuestión, introducida o recordada por el cristianismo, parte ya de un camino que no transcurre siempre por los cauces de la voluntad racional, sino que hay algo más profundo que nos conecta con la divinidad sin nosotros saberlo. No somos nosotros quienes encontramos a Cristo sino que más bien somos conquistados por él, así es sin duda la experiencia que transmiten todos los que sobre él tienen un conocimiento verdadero. Lo cual no difiere de la tradición judía y sus profetas, llamados y elegidos por Dios, casi siempre superados por su voluntad, pues al revés de lo que se cree, ser elegido por Dios no es un privilegio, sino una invitación a soportar, mejor que nadie y en soledad, el sufrimiento y el rechazo que, con toda seguridad, provocarán los mensajes de Dios. Así leemos en el primer capítulo de Jeremías.

4 Entonces me dirigió Yahvé la palabra en estos términos:
5 Antes de haberte formado yo en el vientre, te conocía,
y antes que nacieses, te tenía consagrado:
yo profeta de las naciones te constituí.
6 Yo dije: » ¡Ah, Señor Yahvé! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho.»
7 Y me dijo Yahvé:
No digas: «Soy un muchacho»,
pues adondequiera que yo te envíe irás,
y todo lo que te mande dirás.
8 No les tengas miedo,
que contigo estoy para salvarte
-oráculo de Yahvé-.
9 Entonces alargó Yahvé su mano y tocó mi boca. Y me dijo Yahvé:
Mira que he puesto mis palabras en tu boca.
10 Desde hoy mismo te doy autoridad
sobre las gentes y sobre los reinos
para extirpar y destruir,
para perder y derrocar,
para reconstruir y plantar.
(…)
17 Por tu parte, te apretarás el cinto,
te pondrás firme y les dirás cuanto yo te mande.
No desmayes ante ellos,
que yo no te haré desmayar;
18 pues, por mi parte, mira que hoy te he convertido
en plaza fuerte, en pilar de hierro,
en muralla de bronce frente a toda esta tierra,
así se trate de los reyes de Judá como de sus jefes,
de sus sacerdotes o del pueblo de la tierra.
19 Te harán la guerra,
mas no podrán contigo,
pues contigo estoy yo -oráculo de Yahvé- para salvarte.»

Y si nos detenemos a observar cómo eran los procesos de iniciación a los misterios en la época de Jesús, comprobamos que los mismos Evangelios nos dan testimonio de ello. En tiempos de Jesús, ser discípulo de un rabino no sólo consistía en aprender de él, sino también en experimentar la vida cotidiana con él, convivir con el maestro, aprender de la palabra hecha carne, es decir, de la práctica. Las Escrituras nos cuentan cómo los 12 discípulos lo dejan todo para permanecer con el maestro, para acompañarlo hasta en su cotidianidad más insignificante.

38 Y volviéndose Jesús, y viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿dónde moras? 39 Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima (Jn 1, 38-39).

Para mostrar la comunión de vida con el maestro, podemos mencionar esta frase del rabino Laib “si iba tras el maestro no era sólo para escuchar sus enseñanzas, sino también para ver cómo se desataba los zapatos y cómo se los ataba”. Esta frase conecta, además, con la exhortación bíblica a Moisés de quitarse las sandalias en Ex 3,1-6, o incluso con la de Jesús cuando nos dice: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”. Quitarse las sandalias y cerrar la puerta del aposento son imágenes que corren paralelas y nos llevan al proceso de iniciación por el cual es necesario dejar atrás la tentación de culpar al mundo externo de todos nuestros males, con sus reflejos en nuestras almas, sus imágenes y ruido en nuestras mentes. Desatarse las sandalias del mundo exterior para mirar al interior está estrechamente unido con atarlas de nuevo (procesos inseparables), para volver a atarse al mundo con más cercanía y comprensión de la que antes partíamos. Seguir al maestro implicaba, por tanto, separarse del mundo, al mismo tiempo que esa separación, por la fe y confianza plena, posibilitaba una mayor unión y comprensión del mundo. Cada pequeño gesto es un medio de aprendizaje para los discípulos de un maestro, aquellos que no pueden ser recogidos en el texto y que hace que toda tradición se sustente primero en la oralidad y después en la escritura. De la misma manera, si observamos el proceso de educación y aprendizaje de un niño, comprobamos que nunca aprende por lo que se le dice, sino que aprende por imitación, el niño copia los mismos patrones de comportamiento que observa en su entorno, por más que se le invite, verbalmente o racionalmente, a no copiarlos.

Servicio y autoridad, misericordia y verdad (justicia), son los pares que sustentan el equilibrio en todo proceso de iniciación, y que es necesario experimentar internamente. Jesús inicia a los misterios a sus 12 discípulos más cercanos, pero igualmente predica la palabra de Dios a todas las personas, de la misma manera que también Moisés había transmitido al pueblo los misterios de la Palabra de Dios en el monte Sinaí. Dios entrega la Torá escrita a Moisés, pero sobre todo le entrega la Torá oral, que es su interpretación, es decir, el significado profundo que encierra y que es transmitido de generación en generación, a través de la palabra encarnada, acogida, reinterpretada y revivificada por todas las generaciones, pues la Palabra de Dios nunca se agota. Sin esta comprensión del significado no existe tampoco la posibilidad de transmitirla. La tradición se sustenta en el significado, pues por más que el pueblo retransmita y conserve ciertas leyendas o historias, si no hay un conocimiento profundo de lo que significan no hay tampoco posibilidad de garantizar su transmisión. No se puede separar la tradición de la cultura, pues si hoy tenemos cultura es gracias a aquellos que quisieron dejarnos un legado, una comprensión de lo que nos constituye como pueblo, y como seres humanos.

Pongamos un ejemplo simple:
Si un hombre es abandonado en una isla desierta a los pocos años de vida y es capaz de sobrevivir, éste no sabría nada o muy poco de su origen. Esta persona se acostumbraría a creer únicamente en lo que sus sentidos le dicen. Pero si llegara otro ser idéntico a él, y le dijera que hace muchos años era pequeño y durante nueve meses vivió en el interior del vientre de su madre, es probable que el hombre de la isla no tuviese forma de comprobar lo que le está diciendo, aunque sea cierto. Ese hombre nació sin tradición; a través de la razón y los sentidos físicos jamás va a poder sustituir la verdad que la experiencia enseña. Las consecuencias de despreciar la tradición las vemos hoy por todas partes en esas personas que han perdido la capacidad de comprender cualquier otra experiencia humana que no sea la propia. Es el caso de quienes afirman preferir pasar la noche en el monte con un oso antes que con un hombre. La tradición es fuente y garante de cultura y de conocimiento, pues sin continuidad tampoco puede haber novedad. Lo nuevo lo es sólo por comparación con lo viejo, sin tradición no hay tampoco posibilidad de innovar.

Es así que el cristianismo asienta su concepto de Nueva Alianza, Nuevo Testamento o Nueva Torá sobre las bases y el respeto de la aceptación plena del Antiguo Testamento y la tradición judía. La Nueva Torá, para el cristianismo, es la que se interioriza en el corazón, fruto de un conocimiento dado por varios siglos de tradición en los que el hombre ya ha aceptado ciertas normas éticas de convivencia que no es necesario cuestionar. Esta inmersión de una cultura en la tradición es la que posibilita mayor dosis de renuncia a la violencia en favor de la convivencia. La revelación del sermón de la montaña actualiza la instrucción de la Torá a través de la ley de las personas libres, las que ya no tienen necesidad de un amo para recordarles las consecuencias de romper la ley.

¿Pero por qué hoy el cristianismo parece haber dejado de iniciar a las personas en los misterios?

Si nos remontamos a la incipiente Iglesia apostólica y partimos de que Jesús fue abandonado por todos sus discípulos en el momento de su muerte, deberíamos tener en cuenta que si algo motivó que se volvieran a reunir de nuevo (después de haberse dispersado tras el arresto y la ejecución) es que Jesús se les apareció, a Pedro y a los apóstoles, y a más de 500 discípulos, la mayoría de los cuales vivían aún veinte años más tarde (1 Co 15,5-6). Un testimonio compartido por mucha gente y que de hecho provocó que dejaran de tener miedo. Gracias a estas apariciones de Jesús, los discípulos se reunieron otra vez y comenzaron a dar testimonio valientemente de esta experiencia. En la incipiente Iglesia apostólica, en Pentecostés, cuando Pedro insta a los apóstoles a convertirse y a hacerse bautizar para que sus pecados sean perdonados (Hechos 2,14-36) aparece claro un cierto proceso que hay que seguir para hacerse cristiano: bautizarse (tras reconocerse pecador), aceptar a Jesucristo y recibir el Espíritu Santo. En el siglo I de la Iglesia naciente, no se habla de la Iniciación cristiana, pero en los Hechos de los Apóstoles y en la vida y los escritos de Pablo se ofrecen textos significativos acerca del ingreso a la comunidad de los discípulos de Jesús, por ejemplo: la conversión de Saulo (Pablo) de perseguidor a Apóstol, luego de la caída del caballo, el llamado de Jesús, su ceguera, y su ayuno. Cristo le envió a uno de sus discípulos de Damasco: “Fue Ananías, entró a la casa, le impuso las manos y le dijo: ´Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo´. Al instante fue como si se le cayeran escamas de los ojos y pudo ver. Se levantó, y fue bautizado: comió y recobró las fuerzas” (Hechos 9,1-19). En la carta a los Hebreos, podemos leer: “En consecuencia, demos por sabido lo que se refiere al abecé de la doctrina cristiana y ocupémonos de lo que es propio de adultos. No es cuestión de volver a insistir en cosas tan fundamentales como la renuncia a una vida de pecado, la fe en Dios, 2 la doctrina sobre los ritos bautismales, la imposición de las manos, la resurrección de los muertos y el juicio que decidirá nuestro destino eterno. 3 Este es el plan que, con la ayuda de Dios, vamos a seguir.” Algo semejante podemos encontrar en Efesios, donde se empieza ya a vislumbrar un proceso inicial para ser cristiano. En los inicios del siglo II, se encuentra el documento más antiguo denominado Didajé o Enseñanza de los doce Apóstoles. En ella encontramos una instrucción moral fundamentada en “los dos caminos” (vida y muerte, luz y sombra, justicia e injusticia) que estaba dirigida a los candidatos al bautismo, como un proceso inicial de preparación al bautismo. Hacia el año 150, d.C., un converso de Éfeso llamado Justino escribió una obra en la que alude claramente al proceso de iniciación bautismal, como proceso de conversión a la fe. A mediados del siglo II, encontramos la obra La tradición apostólica, escrita por Hipólito, que es el documento más antiguo que alude al primer catecumenado romano. En el siglo III, el catecumenado es ya una institución estable, sobre todo por la necesidad de preparar y distinguir la iniciación cristiana de la de algunas sectas, especialmente de la iniciación pagana en los cultos mistéricos. Ya en estos años y hasta iniciado el siglo IV, los pastores de la Iglesia buscaron institucionalizar el catecumenado como el proceso ordinario para llegar a ser cristiano. El proceso empezó a tener tres etapas: misionera (para conversos del paganismo), cuaresmal (que marcaba la duración del tiempo de formación), y la pascual (preparación inmediata para la recepción de los sacramentos de iniciación).

En los primeros años del cristianismo, los primeros roces con el paganismo se dan en la misma cotidianidad; el cristiano se encuentra a cada paso con alguna divinidad a la cual ya no le rinde honores; su distanciamiento de los espectáculos, la magia, la astrología o los juegos de circo y de gladiadores, la prostitución, o la fabricación de ídolos y de las fiestas relacionadas con el culto público, despierta una serie de interrogantes y desconfianzas. Pronto, la expresión de deslealtad convierte a los cristianos en un enemigo potencial de la estabilidad del imperio, es así que los consideran culpables de la invasión germánica, la peste del 167, la inundación del Tíber o los tiempos de sequías y malas cosechas. También el mundo intelectual rechaza de lleno a los cristianos; es decir, los filósofos paganos, que a través de escritos y panfletos satirizaban a los cristianos tachándolos de ignorantes y necios; ridiculizaban las Escrituras considerándolos escritos “atiborrados de solecismos y barbarismos”, ciertamente el griego koiné en el que estaban redactados difería bastante del griego clásico, era una lengua de carácter popular y menos academicista. También la atribución al cristianismo de un conjunto de prácticas que rebasaban la esfera de lo privado y entraban en serio conflicto con la religión tradicional, plantea la antinomia con la religio que, en medio de la proliferación de creencias mistéricas de diversa índole, seguía respaldando al orden establecido. Del encuentro entre cristianismo y paganismo surge además una resignificación del mismo concepto de religión pues, aunque se mantiene la ambigüedad de ésta como sistema de creencias o como sistema de prácticas varias, lo cierto es que empieza a tener su punto de referencia en la Biblia, sobre la que se construye todo el horizonte hermenéutico, el cual antes no existía para el paganismo. La aparición de la Biblia latina en escena no parece mejorar la consideración que los intelectuales paganos tienen sobre la calidad de sus textos. Traemos sobre este tema, lo que nos dice Antonio Moreno Hernández, en el estudio que compartimos sobre LA VETUS LATINA Y LA CONFRONTACIÓN CULTURAL ENTRE PAGANISMO Y CRISTIANISMO.


4. Es en el siglo III cuando o el cristianismo y la tradición latina llegaron a coincidir, tanto por la relativa apertura que supuso el acceso de los Severos al imperio como por el propio proceso de latinización de la iglesia occidental. La Vetus Latina se encuentra en plena expansión. A la vez va surgiendo toda la literatura generada por la polémica pagano-cristiana. Aunque son escasos los materiales que conservamos en tomo a la recepción de la VL en los ambientes culturales de occidente, básicamente reconstruidos a partir de las apologías cristianas, el rastreo de los testimonios conservados nos permite distinguir tres aspectos en la crítica pagana a la VL: el rechazo de su escasa calidad formal, la precariedad sociocultural de sus seguidores y el pluralismo textual. 4.1. En primer lugar se critica la falta de calidad formal de las antiguas versiones, en consonancia con la importancia concedida a la retórica en la educación tradicional y con el desarrollo de un formalismo que configura, a grandes rasgos, la literatura pagana desde el siglo I. En el ámbito griego, el aticismo ya había expresado su rechazo por la koiné popular de la Septuaginta, que en alguna de sus versiones sufrió una revisión estilística para adecuarse a estas exigencias. La crítica de las versiones latinas, heredera de las griegas, adquiere un tono más virulento, porque el choque con los modelos clásicos es frontal: de una parte, la mayoría de las versiones latinas tienen como base un texto griego extraño al gusto clásico desde el punto de vista literario; de otra parte, la VL practica una técnica de traducción inusitada en la literatura anterior, consistente en una literalidad pretendidamente extrema' de forma y contenido, que ahorma una lengua repleta de hebraísmos y grecismos ajena a la normativa retórica de la época; y, por último, la presencia de vulgarismos hace que se vuelva un sermo trivialis et sórdidas, sobre el que recae la sospecha de falsedad y al que los escritores paganos no estiman un enemigo intelectual digno de ser considerado.

En los tres primeros siglos de vida de la Iglesia, su presencia es mayor en Asia Menor, Egipto y Siria. También hay núcleos importantes de cristianos en muchas ciudades griegas, en Italia, Hispania y África proconsular. Bastó la dedicación de aquella primera generación de apóstoles para recorrer los caminos que «las legiones» ya antes habían recorrido, si bien ahora en sentido inverso: de Jerusalén a Roma, y con otra finalidad: la evangelización, que consiguió la adhesión de personas de diversos estratos sociales: hombres y mujeres, judíos y gentiles, esclavos y libres, comerciantes y artesanos, gente sencilla e incluso gente acomodada, gente con escasos conocimientos e incluso filósofos, las barreras sociales se convierten en fraternidad y testimonio de caridad, al interior de la comunidad cristiana, característica fundamental aprendida a la luz del Evangelio, realidad que desentonaba con los esquemas vividos por la religión tradicional romana. 

E iniciado el siglo IV, un acontecimiento no religioso sino político provocó un giro histórico en la vida y la pastoral de la Iglesia, que hasta entonces en Roma era catacumbal (hacía su vida en las catacumbas, por la persecución del emperador Diocleciano). El emperador Constantino firmó un decreto llamado de Milán por el cual el cristianismo pasaba a ser la religión oficial del estado. Esto produjo un cambio radical en la vida, la pastoral y la institucionalidad de la Iglesia: el estado imperial pagano pasó a ser estado cristiano, la Iglesia de catacumbas se transformó en la Iglesia del estado imperial.

Este cambio radical produjo un rapidísimo y tumultuoso crecimiento del número de cristianos, aunque también provocó que los conversos convencidos de la verdad cristiana fueran muy pocos. La opción por la verdad del Evangelio no fue motivada tanto por la convicción religiosa como por la inmersión cultural, es así que muchas de las personas que solicitan el bautismo son en gran parte niños. Así se inició lo que se ha llamado “la era de la Cristiandad”, que se extendió hasta la Edad Media y prácticamente hasta el siglo XV. El catecumenado, que había adquirido la calidad de iniciación cristiana desde el siglo IV, se fue desacostumbrando gradualmente, dado que en esa larga época se dejaron de “hacer” cristianos por convicción y atracción, porque se nacía en una sociedad ya cristiana.
Se puede afirmar que en el siglo VI se empieza a suprimir claramente el catecumenado de larga duración, pues el ambiente ya más cristianizado y la generalización del Bautismo de los niños lo hacen menos necesario. El hecho de estar inmersos en una cultura cristiana, como también Jesús lo había estado en la cultura judía, facilita que sea la propia familia quien inicia a los niños en la fe, así también a Jesús lo habían iniciado sus padres. La cultura cristiana facilita también la inmersión en el sentido sagrado de los oficios, otras formas de iniciación integradas en el día a día de las personas, no necesariamente vinculada a unos contenidos teóricos. Los contenidos de carácter más intelectual eran los que realizaban los monjes, quienes integraban labores de trabajo y agricultura con labores de estudio y oración, en el interior de los espacios monásticos. La dimensión monástica dentro de la sociedad tenía una función de garante de la espiritualidad y de lo sagrado, que es siempre recibido por el pueblo de arriba a abajo, es decir, la tradición no es algo que surja espontáneamente del pueblo, sino que necesita de los centros de saber, garantes del ejercicio espiritual, para que así sea transmitido y facilitado a todas las personas. El cristianismo cultural constituye el paradigma de una de las grandes tradiciones ideológicas que enmarcan el sistema de creencias que da sentido al mundo en el que vivimos, más allá de la fe individual de cada persona o de sus prácticas religiosas. Y si bien el judaísmo también supo encontrar formas de sobrevivir a los imperios, precisamente a partir de la gran crisis que experimentó en tiempos de Jesús, ambos han tenido que asociarse, de una u otra forma con el poder temporal y material que es el político. De esta alianza entre el poder político y el espiritual, quizás sea la Edad Media el mejor ejemplo en cuanto a las posibilidades de éxito que esta unión puede alcanzar.

Pero si en el siglo XX, el concilio Vaticano II ha exhortado a la Iglesia a restaurar el catecumenado de adultos es porque probablemente ha considerado que la actual cultura cristiana de nuestra sociedad no es ya garante de dicha transmisión espiritual, y de nuevo, como en los inicios del cristianismo, vuelve a ser necesario el proceso de iniciación, pues la sociedad ha dejado de ser garante de tales procesos. 





Referencias