La condición ternaria del jardín alude a su vez a los 3 tiempos del ciclo de la tierra, los tres jardines de la mitología cristiana (el del paraíso, el de la agonía y el de la resurrección) nos invitan al movimiento, a transitar entre uno y otro, a atravesar la puerta que desde el mismo comienzo de la creación nos expulsa del paraíso primero, y de la agonía después. La caída parece ser ese tránsito al que el ser humano se resiste.
Traemos hoy un maravilloso texto de Massimo Recalcati, que forma parte de su libro "La noche de Getsemaní" y que bajo su calidad de psicoanalista aborda una magistral interpretación de este pasaje, la cual no nos puede parecer más acertada. Si aún hoy es posible entender y actualizar el profundo significado espiritual de Jesús, es gracias al psicoanálisis, cuyo apego a la vida es tanto o más revolucionario que el del propio Jesús.
En la perspectiva de Jesús, en efecto, no hay verdad posible sin su testimonio. Esto significa que la verdad de la Palabra consiste solo en su encarnación. Esta es la hermenéutica ética radical del cristianismo: la letra sin testimonio es letra muerta; sin corazón -sin deseo- no existe posibilidad alguna de entender el sentido de la Ley. La noche de Getsemaní acorrala el fuego de la palabra de Jesús en un rincón. ¿Es realmente posible superar la angustia, sustraerse a su peso, asumir la Ley del propio deseo rechazando la opresión sacrificial de la Ley? ¿Es posible testificar la potencia de la Palabra frente a la muerte?
La verdad de la palabra no es una verdad teórica, general, abstracta, universal. En la noche de Getsemaní, Jesús pone a prueba su propia palabra; la somete a la prueba extrema de la angustia. No es casualidad que para Lacan la angustia implique siempre la confrontación del sujeto con su propio deseo; es la traducción subjetiva más radical del deseo. Solo al atravesar en solitario esa noche interminable es cuando la palabra de Jesús alcanza el lugar más alto de su manifestación. Si en sus últimas parábolas y predicaciones en Jerusalén el fuego de la palabra se había avivado con gran energía en las inventivas contra los llamados maestros de la Ley y en la evocación de otra posible forma de la Ley -liberada del peso inhumano de la Ley- ahora, en la noche de Getsemaní, solo queda el silencio. La parábola y la predicación dan paso a la plegaria.
Jesús es llamado a dar testimonio de la verdad de su propia palabra. De no haber atravesado la noche de Getsemaní, la caída y el abandono de Dios, de sus amigos y de sus discípulos, de no haber vivido, como diría Lacan, la experiencia de la inexistencia del Otro del Otro, ¿tendría la verdad de su palabra la misma fuerza? ¿No es acaso a partir de esa noche precisamente -de la noche de Getsemaní- cuando el testimonio de la verdad adquiere todo su valor? ¿No es precisamente esa noche la que ilumina la potencia de su palabra? ¿Es que acaso no ha venido Jesús a demostrar a los hombres -a todos los pecadores- que es posible vivir sin verse aplastado por el miedo a la Ley o, en otras palabras, por el miedo a la muerte? ¿No es la muerte el rostro más despiadado de la Ley? ¿No es acaso la travesía de este fantasma sacrificial la apuesta más alta de Getsemaní? ¿Es posible una Ley que no sea peso, opresión, patíbulo? ¿Es posible que la Ley sea un aliado y no un enemigo de la vida del deseo? ¿Es posible liberar la Ley del rostro meramente centrado en los deberes de la Ley?
En Getsemaní, ser una puerta impone la experiencia del testimonio. Ya no es solo un enunciado, un relato, una narración. Jesús se ve llamado a convertirse en la puerta de su propio deseo; Getsemaní es un pasaje necesario donde la fuerza de la palabra se topa con su prueba extrema. Donde el “decir” permanece testimonialmente unido al “hacer”, a diferencia de lo que les sucede a los maestros de la Ley porque, contradiciendo la lógica del testimonio, “dicen y no hacen” (Mt 23, 1-12). Al disociar la verdad de la palabra de su necesaria encarnación, los sacerdotes representan la verdad sin hondura de una doctrina confinada en la erudición, estéril, tan solo cultual, formal. Muy al contrario, el tránsito de la noche de Getsemaní nos muestra que la palabra de Jesús mantiene una relación especial con la verdad. Esta dice lo que hace; no separa el decir del hacer.
Solo el testimonio del “hacer” singular puede demostrar que el “decir” tiene una relación cercana -interna y no extrínseca- con la verdad. En Getsemaní Jesús vive la experiencia de la Palabra que debe hacerse carne, que debe dar testimonio de su verdad. Es ese testimonio el objetivo de Jesús, no desde luego la obediencia masoquista en relación con una Ley que parece exigir solamente el sacrificio de su vida.
¿Qué importancia tiene, pues, mantener en tensión nuestro “decir” con nuestro “hacer”? ¿No es esta una fórmula cristiana para definir la vida ética? Tender a hacer coincidir el “decir” con el “hacer”, para pensar la verdad solo como un testimonio singular en acto. Los valores no existen en un ámbito trascendental, incorpóreo: no son generalidades abstractas. Su única forma de existencia es la de la encarnación en los actos de una “singularidad insustituible”. De hecho, sólo a partir de esa “condición insustituible” -como afirma Derrida con toda razón-, “podemos hablar de persona responsable”. Lo que está aquí en juego es un tránsito a través de una puerta angosta que permite alcanzar una vida más rica, más generativa, más viva, una vida caracterizada por una gran “abundancia” (Jn 10, 1-21). La responsabilidad no es, en efecto, la mortificación de la vida bajo el peso de la Ley del deber, sino una asunción del propio deseo, de la Ley del propio deseo. Ser una puerta permite el tránsito hacia una vida nueva, liberada de la maldición de la Ley. Por esta razón afirma Jesús de sí mismo que es una puerta, se identifica con esta posición, con el hecho de “volverse puerta”. Pero no en un ámbito meramente teórico, especulativo. Él testifica con su propia vida lo que significa pasar a través de la puerta que cada uno es para sí mismo: Jesús ofrece la posibilidad de una conversión de la vida en una vida más viva, más rica, más generativa.
En su pasión no hay rastro alguno de inmolación sacrificial, no hay genuflexión ante la Ley porque, como veremos enseguida, es en el nombre de la Ley -de la Ley del propio deseo- como Jesús lleva a cabo el acto de cruzar la puerta que lleva más allá del fantasma del sacrificio y del miedo a la muerte. De esta manera conduce la vida más allá de la muerte, más allá de la angustia frente a la Ley y la muerte. La vieja Ley es, en efecto, una figura de la mortificación: es en sí misma muerte. La vida nueva cuya existencia, en cambio, ha predicado Jesús es una vida que no está dominada ni por el miedo a la Ley ni por el miedo a la muerte. Jesús, en Getsemaní precisamente, se convierte en el acontecimiento mismo de la puerta que consiente a la vida ir más allá de la angustia de la muerte y la Ley, hasta el extremo de pensar que la propia muerte -más allá del fantasma que nos hace temblar frente a ella- puede devenir en la oportunidad para una transformación afirmativa de la vida: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). De esta manera, Jesús puede donar su vida como si fuera verdaderamente una puerta, puede ser el primero que realice el tránsito a través del miedo a la muerte y a la Ley. En este sentido, el terrible ciclo de su pasión no queda dominado por la economía del sacrificio, sino por la donación incondicional de sí mismo.
Si la economía del sacrificio es, en efecto, una economía astuta de reembolso y compensación ilimitados, esa otra en la que nos introduce la puerta de Jesús es una clase diferente de economía, una economía de la abundancia y del deseo. Su decisión en Getsemaní no es la de sacrificar su vida en el altar sombrío de la Ley, sino la de ofrecer, la de donar su propia vida, la de permanecer fiel a su propio deseo. Se trata de un gesto absoluto de libertad cuyo fundamento solo se encuentra en sí mismo. Todo acto de amor, si es realmente real, es siempre absoluto, porque encuentra su satisfacción solo en el cumplimiento de sí mismo y no en la ganancia que el acto podría granjear, en un tiempo diferido, al propio acto. En su decisión de ir hasta el final, para conducir a cumplimiento su propio destino, no debe verse una renuncia sacrificial de sí mismo, sino más bien su realización plena porque, como dice Jesús, “Nadie me quita la vida (mi vida); yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18).