Caída



Sin separación no habría vida. La caída nos separa de Dios, nos arranca del Paraíso, es sufrimiento y a la vez un don, pues sin esa separación no sería posible la vida, la distancia de la caída es también una distancia en profundidad. Quienes son capaces de Dios no son los que elevan su existencia a lo alto, sino quienes pueden sufrir y experimentar la falta, quienes pueden profundizar en los misterios de esa distancia, los misterios de la vida unidos a los del sufrimiento. La caída de Adán y Eva que narra el Génesis no afecta sólo al hombre, sino también a Dios, pues éste es Principio y Manifestación (en el jardín del Paraíso el hombre traiciona a Dios, pero en el jardín de la agonía además lo entrega). Si el mundo y su imperfección no existiera, el Infinito no sería lo que es, pues necesita de lo finito para negarse aparente y simbólicamente, y esto es lo que tiene lugar mediante la manifestación universal. Dios es inseparable de su deseo de darse a conocer. Lo imperfecto sólo es tal si se niega lo Absoluto como su razón última de existencia. La caída es una revelación, abre una grieta que posibilita la manifestación y permite ver, pero dado que la profundidad de Dios es inalcanzable, al mismo tiempo que vemos, no vemos, porque hay mucho más por ver. La revelación es, a la vez, una velación. Las verdades de la fe son inaccesibles en su totalidad, y por ello inagotables. La Palabra de Dios es una palabra que se entiende, mediante la razón comprende a las criaturas, y mediante la fe comprende al creador. La fe perfecciona a la razón, y la razón hace que la fe no sea un absurdo. Si el hombre se deja llevar sólo por la razón, entonces acaba por ser considerado solo en función de su utilidad para el mundo, su dignidad es entendida en post de su rendimiento y aportación a la sociedad, siendo exclusivamente valorado por el dominio de la técnica. Por otro lado, el rechazo que nuestra cultura ha generado al pecado (original y no original) revela un profundo rechazo al error, es este el significado de la palabra pecado que su origen etimológico nos descubre. Sin embargo, la cultura tradicional ve en el error la puerta que nos invita a mejorar, a superarnos y por tanto a crecer en el proceso de aprendizaje de nuestros errores. Sin error no hay camino hacia la perfección.

Y para la recepción de la revelación es necesaria la fe, aquella que no es fruto de la voluntad humana, sino de la recepción de la gracia divina, una fe que es el resultado del conocimiento de Dios y por tanto es inexpresable e inaprehensible. Ningún ser humano se da vida a sí mismo, así tampoco la fe puede ser dada a uno mismo. Razón y fe, como inmanencia y trascendencia, no son antagónicas, sino que operan conjuntamente en la infinita búsqueda del conocimiento. La modernidad ha pretendido alcanzar una razón tan autónoma que incluso ha perdido la fe en que esto sea posible. Cualquier pretensión de elevar la razón a lo más alto es un proyecto de fe, pues es necesario creer en que la razón será capaz de comprender lo que se presente ante ella. La razón ve con su propia luz, mientras que la fe ve con la luz de Dios. La verdad de la razón no puede entrar en contradicción con la verdad revelada. La conjunción entre fe y razón implica un doble orden de verdades, las que pueden ser comprendidas por el intelecto y las que no pueden ser accesibles a la razón humana, las verdades sobrenaturales o reveladas. Este doble orden del conocimiento es similar al orden entre principio y manifestación, el primero incognoscible e inaccesible pero del que surge toda manifestación. De la interrelación entre ambos surge el conocimiento, es decir, del número 3 o trinidad.

Xavier Melloni, en su libro “Dios sin Dios” nos señala que la palabra Revelación: "remite a la imagen de un velo que se corre, es decir, al hecho de que hay algo que está velado y que se manifiesta, al mismo tiempo que se vela de nuevo. El prefijo -re- es tanto substractivo como aditivo; es decir, quita el velo y, a la vez, lo reduplica. Abre una manifestación y permite ver, pero dado que la profundidad de Dios es inalcanzable, al mismo tiempo que vemos, no vemos, porque hay mucho más por ver. La revelación es, a la vez, una velación".

Hace falta una disponibilidad para abrirse al movimiento descendente de Dios, la revelación se activa y se actualiza en cada uno. Una vez acogido el revelar-se de Dios, empieza el tiempo de la ascensión, que es la respuesta sostenida y la implicación fidelizada a esta manifestación. La revelación se da porque descubrimos nuestros orígenes y vamos hacia ellos, orígenes que a la vez son el punto de llegada, tanto de la historia de Israel como de nuestra historia, culminación de todo lo que anhelamos. Se trata de la escatología, de los tiempos finales, de aquella plenitud última donde el cielo y la tierra se juntarán; el cielo se habrá hecho tierra, de manera que la tierra se habrá hecho cielo. Pero todo esto no pasa en el futuro, sino en el presente, cuando se da en nosotros la apertura al acto de revelación que sucede en cada instante, aquí y ahora. En cada momento, y si estamos plenamente abiertos y disponibles, cielo y tierra se unen.

Pero además del relato del Génesis también el libro de Ezequiel nos habla de la expulsión del querubín, Lucifer, el portador de la luz, una forma poética que hace alusión al brillo del planeta Venus, el lucero de la tarde o de la mañana. De la observación de la naturaleza surgieron los relatos que recogen las experiencias universales de lo humano y por tanto también de lo divino. El brillo del planeta Venus dió lugar a la duda acerca de si éste era un cuerpo celeste compitiendo entre estrellas, o una estrella expulsada del paraíso (no todo lo que parece brillar es una estrella). Pero en su otra cara, Venus es también la diosa del Amor. La otra cara de Eva es María, así lo recoge precisamente la oración del Ave María, que saluda a María con la palabra Eva invertida.

Jardín-huerto. Amor-muerte. Fe-razón.