De El Jardín de las Delicias no conocemos ni su título original, ni quién fue su comitente (Engelberto II de Nassau o su sobrino Enrique III), ni siquiera la fecha de su ejecución exacta. La aproximación más aceptada es que fue pintada entre 1490 y 1510, en un período fronterizo entre la Edad Media y el Renacimiento en el norte de Europa. Se incluye dentro de la pintura flamenca, caracterizada por su detallismo minucioso, su simbología profunda y su acabado en óleo sobre tabla. El Bosco, activo en la ciudad de ‘s-Hertogenbosch en los Países Bajos, refleja en esta obra la complejidad espiritual, moral y social de su época, anticipando expresiones filosóficas y artísticas que se desarrollarán posteriormente y que incluso llegan hasta el día de hoy. El Bosco cautivó de manera significativa al monarca español Felipe II, caracterizado por su formación y vasta cultura así como por el empleo de cantidad de recursos al mecenazgo y fomento del arte. Tanto le cautivó que se hizo con más del 90% de su obra, entre ellas, por supuesto, El Jardín de las Delicias, comprada y llevada al Monasterio del Escorial en 1593. Formó parte de su colección personal y ya en su lecho de muerte en El Escorial pidió que la instalasen en sus aposentos, para meditar sobre ella en sus últimas horas. Hoy forma parte de los fondos de exposición permanente del Museo del Prado de Madrid, donde ingresó como depósito del Patrimonio Nacional en 1939.
La primera evidencia que vemos al observar esta obra es que el relato popular, inmerso en nuestra cultura moderna cristiana, sobre la historia de Adán y Eva y el origen del pecado trata de introducirse en la obra antes que permitir que ésta nos hable. El ser humano es una máquina de buscar significado, no puede no hacerlo, y por tanto, el primer significado que encuentre será el que más a mano tiene, ese es sin duda el relato que popularmente se ha instalado acerca del origen del mal y la visión moralista de la Iglesia Católica acerca de los pecados de la carne y la lujuria. Esta es también la interpretación más inmediata que nuestra civilización ofrece acerca de las escenas sexuales representadas en otras épocas, tales como las escenas sexuales del Románico. El ser humano es un ser de lenguaje, es esto lo que le conduce a hacer una interpretación casi instintiva y primitiva de cualquier escena que observe como de cualquier palabra que escuche. También en la actualidad ha habido quienes han "interpretado" como negativa esta tendencia del hombre a tratar de entender lo que ve, se ha dicho que el exceso de celo en la interpretación es perjudicial y que es mejor dejar pasar las cosas sin profundizar demasiado, esta invitación moderna no es una invitación a dejar de interpretar, sino más bien a permitir que la interpretación más automática e inconsciente nos domine, pues por más que racionalmente el hombre pretenda dejar de entender, es algo que no está en su voluntad racional, la mente buscará un significado, se lo permitamos o no, y si no la ayudamos, lo que más fácilmente puede ocurrir, es que el significado que encuentre termine por someter nuestra propia voluntad y razón.
Desde los primeros años del siglo XVI, cuando El Jardín de las Delicias lucía en el palacio de los Nassau en Bruselas, ha dado pie a todo tipo de interpretaciones: una herejía para unos, una utopía para otros, o una sátira moralizadora del mundo entregado al pecado para la mayoría, es ésta última precisamente la interpretación más racionalista que el mundo moderno ha heredado de una comprensión cristiana asociada a la moral despreciativa de los pecados de la carne y la lujuria. Esta visión racionalista es la que comenzó precisamente en esta época en la que se pinta el cuadro, una reducción de la profunda comprensión tradicional del cristianismo y su arte sagrado a meras pautas moralizantes y simplistas del mundo.
La obra del Jardín de las Delicias está formada por un total de 5 paneles pictóricos. Los dos primeros paneles que vemos cuando la obra está cerrada nos muestran un mundo primitivo, aún en proceso de creación, pues solamente está plasmado el reino mineral y el reino vegetal. Aún no han aparecido ni animales ni seres humanos. Es un mundo monocromático en escala de grises, representa el tercer día de la creación y en la parte superior aparece una pequeña imagen de Dios, con una tiara y la Biblia sobre las rodillas, que emana un rayo de luz de su boca que al chocar con la Tierra produce un destello, también está escrito una cita de los Salmos: "Él lo dijo, y todo fue hecho. El mandó y todo fue creado". Dicha escena monocromática contrasta con el colorido de la composición tríptica interior.
El proceso de creación que se representa en las tablas exteriores del tríptico nos da cuenta de un mundo en el que parecen actuar las fuerzas cósmicas creadoras, generando separación entre las luces y las sombras, las aguas superiores y las inferiores o las montañas y los prados. Podríamos ver aquí un paralelismo con el mismo proceso mental que nuestro cerebro hace para tratar de entender lo que observa, un esfuerzo de separación que no solo está en la creación del mundo que tuvo lugar en el origen de los tiempos, sino que, como bien nos dice Proust, la creación del mundo ocurre todos los días, todas las veces en que nuestro cerebro trata de entender lo que ve. La gran esfera en grisalla que nos muestra el autor nos recuerda a una matraz alquímica en la que parecen incluso observarse los esfuerzos de transmutación de los metales groseros, arrancando sus imperfecciones para devolverle al mundo su dignidad primordial, la nobleza original de la condición humana, es decir transmutar en Oro su condición más terrenal, siendo precisamente la materia un símbolo de aquello con lo que el alquimista trabaja. La Alquimia nos habla de un Arte Regia que trata de devolver al hombre los poderes perdidos con la "caída", creando así un "hombre nuevo", que aunque, mortal, tiene la capacidad de ascender a los Cielos y ganar su inmortalidad consciente. El polvo de proyección de los alquimistas constituye un metaloide unido a un metal, calentados en un vaso cerrado durante un tiempo considerable y a una temperatura regularmente creciente. Ese fermento obra por su presencia, o sea, sin aparecer en el producto final de la reacción sobre el plomo o el mercurio a los que transforma molecularmente en oro. No nos parece casual, por tanto, que aparezca representado el mundo mineral y vegetal, aquel que hace alusión a la materia con la que trabaja el alquimista. La Alquimia le da a esta Materia Prima infinidad de nombres: germen de todas las cosas, humedad básica, mar, tierra, hyle, virgen, prostituta, piedra oculta, yacimiento de todos los metales, cosa ordinaria, etc.
Tríptico interior
Pero al introducirnos en el interior de lo que en este proceso se "cocina" vemos ya un mundo plenamente deslumbrante y cargado de color, en el que la presencia de animales y humanos nos conduce a multitudes entregadas a los placeres celestiales, en un entorno de frutas desproporcionadas, criaturas híbridas y construcciones grotescas. La tendencia moralista ha llevado a interpretar estas escenas como pecaminosas, y conducentes al infierno que se representa en la tabla de la derecha. Sin embargo no parece ser esta la intención del autor.
El Bosco no escoge el pasaje bíblico en el que Eva es seducida por la serpiente para morder la manzana del pecado, ni tampoco en la escena central de la obra parece haber ningún expulsado del Paraíso, más bien todo lo que sucede en la tabla central es una continuación de la primera, tan solo un pequeño pliegue que interrumpe las escenas y paisajes pintados en la primera tabla nos separan de la continuidad que se intuye entre ambas escenas. Un horizonte ininterrumpido, como también los mismos colores, las mismas proporciones, la misma desnudez y candidez, los mismos estanques de agua y ríos que pueblan el Paraíso. Nada parece indicarnos que el panel central sea una escena terrenal, más bien parece una continuación del estado en el que el ser humano se encuentra en el Paraíso antes de la caída. La luz se distribuye de manera homogénea en los dos primeros paneles. En contraposición, el panel derecho, correspondiente al infierno, se caracteriza por una iluminación dramática, cargada de sombras profundas y contrastes violentos.
El primer panel de la izquierda inmortaliza el momento en el que Dios presenta a la pareja y bendice la unión: coge la mano de Eva, mientras los pies estirados de Adán rozan el manto del creador. Adán, sentado en el suelo, parece que acaba de despertarse y mira embelesado a la seductora Eva, que está de pie, aunque parece flotar en el espacio. La figura de Dios contrasta con la de los paneles exteriores bajo el aspecto de un anciano venerable. Algunas representaciones que el Bosco hizo de Cristo, fisionómicamente casi idénticas a esta figura del Edén, hacen pensar que aquí se trata más bien de él. El gesto de su mano derecha es de bendición, como si de un casamiento se tratara. W. Gibson hace notar que esta imagen, el casamiento de Adán y Eva por un Dios joven, aparece con frecuencia en algunos manuscritos neerlandeses del siglo XV, asociada a las palabras de bendición del Génesis (1:28), en las que Dios le ordena al hombre procrear, trabajar la tierra y señorear sobre ella.
La fuente arquetípica que corona esta escena del Paraíso tiene la misma coloración que la túnica de Jesús, se deduce por tanto, que de allí emana la vida. Además, tanto debajo de la fuente rosa como debajo del Cristo vestido de rosa hay, por un lado un montículo de piedras negras preciosas y por otro un hueco de oscuridad negra, en los que podríamos ver algo de esa Materia Prima primigenia de la que hablaron los Alquimistas. Como base de la fuente y en el centro del panel se encuentra una esfera hueca en cuyo centro aparece un buho, quizás una lechuza, símbolo de las diosas tónicas conectoras entre el inframundo, la tierra y el cielo, tal como en los orígenes de la civilización sumeria apareció también representando a la diosa Inanna-Ishtar, o más tarde a la diosa Minerva. La fuente, similar a un tabernáculo gótico, parece tener también influencias orientales, pues nos recuerda a las descripciones medievales de la India. Por otro lado, es en Oriente donde se consideraba, tradicionalmente, que estaba situado el jardín de Edén. Tanto Cristo como la fuente primigenia dividen en este panel, los dos extremos de la dualidad del mundo. Los animales que se representan a la derecha de la fuente presentan características más deformes y monstruosas, y encontramos también en este lado una silueta de un rostro no humano (más bien diabólico) esbozado con formas naturales que recuerda las tentaciones, las pasiones y los bajos sentimientos del ser humano, por eso está sugerido con vegetales y alimañas. Las figuras centrales de la fuente y de Cristo parecen ser el símbolo de la integración de los opuestos, del principio masculino y femenino, que daría lugar al deleite sensual paradisíaco de la tabla central. Una especie de bodas místicas oficiadas por Cristo.
En el panel central vemos los cuerpos desnudos y abandonados al juego del amor, los grandes y abundantes frutos que la tierra parece ofrecer sin esfuerzo alguno, la mansedumbre de los animales que se dejan montar por los hombres, formando una especie de carrusel en torno a una fuente, en la que algunos pájaros, se posan también dócilmente sobre las cabezas de las mujeres que se bañan en ella, la luz que se extiende en forma homogénea por todo el jardín, como si de un mediodía absoluto se tratara, los colores brillantes y, en fin, la atmósfera onírica del paisaje, evocan algo así como un estado inocente e idílico de la humanidad.
La interpretación herética más difundida, y también ampliamente discutida es la del historiador del arte alemán Wilhelm Fraenger. Fraenger piensa que El Bosco formó parte de una secta herética, surgida en el siglo XIII, conocida como los Hermanos del Libre Espíritu, de orientación libertina y panteísta, cuyo fin era volver al estado de inocencia adánico. El Jardín de las Delicias habría sido pintado para un grupo de Adamitas de s’-Hertogenbosch, el panel central pondría en escena los ritos orgiásticos de la secta, y su sentido estaría lejos de ser el de una condenación didáctico-moral de la lujuria. La mayoría de los intérpretes rechaza esta tesis por falta de pruebas históricas. Lo poco que se sabe de la vida de El Bosco se ha tomado para tratar de apuntar más bien en la dirección de un cristianismo ortodoxo y extraño a la herejía. Pero, con independencia de las pruebas históricas, pues tampoco ninguna prueba serviría para garantizar que esta escena central representa ritos orgiásticos de una secta, lo que sí podemos saber, con tan solo observar la obra, es que nada nos indica que estas escenas sexuales del panel central de la obra sean las causantes o motivadoras de las torturas representadas en el infierno, sobre todo, cuando el propio panel derecho del infierno, se ocupa de dejarnos claros los pecados originadores de castigo que allí se representan. ¿Por qué habríamos de sobre-interpretar algo que ningún elemento de la obra ofrece? Únicamente porque ese es el significado mayoritariamente comprendido y automatizado que llevamos interiorizado.
La imagen del jardín aparece con frecuencia en la literatura y el arte medievales como escenario natural de los amantes, la influencia del texto del Cantar de los Cantares, en la cosmovisión medieval, así como la inspiración en antiguas leyendas bretonas que dieron lugar a la poesía de amor cortés, entiende el jardín a partir de un simbolismo místico, en el que el alma es entendida como femenina y el espíritu como masculino, dicha comprensión está plenamente integrada en la ortodoxia cristiana medieval. Sin embargo, no es este el sentido místico del jardín que se observa en la obra del Bosco, el jardín que representa el Bosco no es un lugar que posibilita la apertura hacia lo trascendente, es más bien una continuidad del estado adánico primigenio en el que los placeres sexuales y carnales se suceden sin estar limitados por los diques del pudor, la vergüenza o la moral, es decir, no están limitados por las consecuencias de la caída. El detalle que algún autor ha apuntado acerca de la ausencia de niños en esta escena (cuando la prescripción divina es precisamente la de procrear) nos hace intuir que en realidad todas estas escenas hacen alusión a una sexualidad infantil, previa al surgimiento del pudor y la vergüenza. Es probable que ésta no haya sido una intención consciente del autor, más interesado en representar las bondades de un paraíso no interrumpido por la caída, pero ciertamente es significativo que el fruto de esta sexualidad infantil carente de diques posibilitadores de una sexualidad adulta no haya dado lugar a embarazos ni a infantes capaces de disfrutar también de dichos placeres paradisíacos. Parece bastante claro que el mundo que aquí se representa no es terrenal.
La tesis de Fraenger nos alerta de la dificultad para conciliar la interpretación moral del Jardín de las Delicias, con la belleza de formas y colores y la apariencia idílica de todo el conjunto. La argumentación mayoritaria ha pretendido ver un topos falsamente tradicional de la visión del mundo en la Edad Media, y es que detrás de la apariencia más seductora, espera la muerte y el diablo. En el caso de que esto fuera así no habría necesidad de representar dichos placeres sexuales formando parte del jardín de Edén, tendríamos que tener alguna evidencia de que el jardín de la segunda tabla es diferente del de la primera, interrupción que por otra parte es muy clara con respecto a la tabla del infierno, sin embargo lo que observamos es que entre la primera y la segunda tabla existe una continuidad de pureza e inocencia virginal en la que tampoco existe la noción de tiempo y mortalidad, pues todos los personajes son jóvenes y bellos, no afectados por la caída.
La atmósfera onírica del panel central, la luz irreal, los colores brillantes, una cierta ingravidez en los movimientos y las extrañas formas desproporcionadas y a veces híbridas, se prolonga como un sueño utópico que se transforma repentinamente en una pesadilla. En el panel de la derecha todo se interrumpe, lo que lo caracteriza es precisamente la falta de continuidad. Aparece un motivo que se repite en todos los infiernos del Bosco y en el que se concentra la lógica invertida de este mundo siniestro: un conejo, cuyo tamaño es desproporcionado, lleva a su víctima, que se desangra por el vientre, colgando de una lanza. El cazado se ha convertido en cazador. Lo que era inofensivo se ha vuelto amenazante. Esta misma lógica se percibe en los objetos familiares y conocidos que, al aumentar de tamaño en forma monstruosa, se han vuelto extraños y amenazantes. Más aún, hacen de herramientas de tortura, como el enorme cuchillo que, en medio de un par de gigantescas orejas, avanza como una especie de tanque humano-instrumental, aplastando y descuartizando a los condenados, o la gran llave, de uso cotidiano, de cuyo ojal cuelga una víctima. Los instrumentos musicales también se han convertido en aparatos de tortura: en el mástil del laúd y en las cuerdas del arpa, cuelgan dos condenados que son atormentados por reptiles.
Aunque no es nuestra intención detenernos en exceso en cada detalle, si nos gustaría destacar la relación entre los castigos y los pecados que son claramente identificables. Una de las figuras que se destaca en este panel, es la del monstruo satánico con cabeza de pájaro, sentado en un trono donde defeca, con los pies dentro de dos jarras y cuyo cuerpo es casi humano. Traga a sus víctimas y las expulsa como excrementos dentro de un globo transparente, reverso macabro del refugio de cristal, desde el que caen a una fosa. Alrededor de la fosa se castigan algunos pecados capitales, según la ley de la correspondencia: la pereza, en la figura del hombre recostado en la cama, sobre el que se arrastra un demonio; la gula, en el condenado a vomitar de rodillas al borde del pozo; la soberbia, en la mujer vanidosa cuyo rostro se ve reflejado en el “espejo” de un monstruo; o la avaricia, en el condenado a defecar sus monedas de oro. Hay además otros conjuntos que se representan sin continuidad y de modo zigzagueante en los que los objetos que portan nos dan una idea acerca del pecado que los somete. El tablero, los dados, naipes y jarras del conjunto donde se ve al conejo, indican que en él son castigados el juego y la vida de taberna. Los enormes instrumentos musicales que presiden el otro conjunto y sirven de aparatos de tortura, han sido asociados con el castigo de la lujuria, pero no creemos que haya razón ninguna para asociarlos con la lujuria, aunque indudablemente en la obra del Bosco, la música es entendida como excitación pecaminosa y diabólica. La gaita sobre la cabeza del Hombre-Árbol, era un típico instrumento de taberna en la época del Bosco. La partitura musical pintada en el trasero de uno de los cuerpos víctimas de las torturas parece indicarnos que la música para el Bosco no es fuente de placeres divinos paradisíacos. También resulta muy significativo que el Hombre-Árbol inflado por la soberbia y hueco por dentro no asiente sus raíces en la tierra, sino que se apoye frágilmente en barcas a la deriva que no dependen de su voluntad. Gregorio de Nisa escribió a propósito de un pasaje del libro de los Números: “Pienso que… la palabra nos enseña que el final de la exaltación propia del orgullo es el descenso debajo de la tierra. Quizás alguien inspirándose en estas cosas defina a la soberbia, no sin razón, como una subida hacia abajo”, lo que equivale a decir que la humildad es una bajada a las alturas. Esta bajada a las alturas parece estar representada por el agujero negro en el que son defecados los pecadores, una bajada que parece entrar en conexión con el mismo Paraíso. Esta comprensión de la caída asociada a tomar consciencia de nuestra soberbia como de nuestros pecados pero no de la muerte, se convierte al final en el doble de puritana que la anterior, pues si solo hubiera dualismo y fuerzas de oposición entre el bien y el mal, parece que la solución estaría en colocarse del lado del bien, lugar en el que ya el mal no podría afectarnos ni acecharnos.
Las tesis de Fraenger han descubierto también algunos detalles significativos, y es que, en toda la obra solo aparecen dos rostros con facciones humanas. Uno de los rostros sería el que aparece curioso detrás de una columna de cristal y una figura femenina situadas en la esquina inferior derecha del panel central y otro sería el que aparece con un plato sobre su cabeza en el infierno y con un fol de gaita que simboliza la vanidad o la soberbia que inflan el espíritu. Según este autor ambas caras representarían a la misma persona, el inspirador de la obra, que él entiende que es Jacome van Almagein, el Gran Maestre de la Orden de los adamitas. Parece querer decirnos que el Gran Maestre de la Orden se liberó de la soberbia, y fué abajado en humildad, aunque también nos permitimos dudar de tal logro si necesita representarse en el Paraíso para dejar constancia de ello, o incluso también si necesita representarse en el infierno haciendo gala de su condición pecadora para ser redimido por la compasión ajena.
Díptico exterior
La obra del Jardín de las Delicias está formada por un total de 5 paneles pictóricos. Los dos primeros paneles que vemos cuando la obra está cerrada nos muestran un mundo primitivo, aún en proceso de creación, pues solamente está plasmado el reino mineral y el reino vegetal. Aún no han aparecido ni animales ni seres humanos. Es un mundo monocromático en escala de grises, representa el tercer día de la creación y en la parte superior aparece una pequeña imagen de Dios, con una tiara y la Biblia sobre las rodillas, que emana un rayo de luz de su boca que al chocar con la Tierra produce un destello, también está escrito una cita de los Salmos: "Él lo dijo, y todo fue hecho. El mandó y todo fue creado". Dicha escena monocromática contrasta con el colorido de la composición tríptica interior.
El proceso de creación que se representa en las tablas exteriores del tríptico nos da cuenta de un mundo en el que parecen actuar las fuerzas cósmicas creadoras, generando separación entre las luces y las sombras, las aguas superiores y las inferiores o las montañas y los prados. Podríamos ver aquí un paralelismo con el mismo proceso mental que nuestro cerebro hace para tratar de entender lo que observa, un esfuerzo de separación que no solo está en la creación del mundo que tuvo lugar en el origen de los tiempos, sino que, como bien nos dice Proust, la creación del mundo ocurre todos los días, todas las veces en que nuestro cerebro trata de entender lo que ve. La gran esfera en grisalla que nos muestra el autor nos recuerda a una matraz alquímica en la que parecen incluso observarse los esfuerzos de transmutación de los metales groseros, arrancando sus imperfecciones para devolverle al mundo su dignidad primordial, la nobleza original de la condición humana, es decir transmutar en Oro su condición más terrenal, siendo precisamente la materia un símbolo de aquello con lo que el alquimista trabaja. La Alquimia nos habla de un Arte Regia que trata de devolver al hombre los poderes perdidos con la "caída", creando así un "hombre nuevo", que aunque, mortal, tiene la capacidad de ascender a los Cielos y ganar su inmortalidad consciente. El polvo de proyección de los alquimistas constituye un metaloide unido a un metal, calentados en un vaso cerrado durante un tiempo considerable y a una temperatura regularmente creciente. Ese fermento obra por su presencia, o sea, sin aparecer en el producto final de la reacción sobre el plomo o el mercurio a los que transforma molecularmente en oro. No nos parece casual, por tanto, que aparezca representado el mundo mineral y vegetal, aquel que hace alusión a la materia con la que trabaja el alquimista. La Alquimia le da a esta Materia Prima infinidad de nombres: germen de todas las cosas, humedad básica, mar, tierra, hyle, virgen, prostituta, piedra oculta, yacimiento de todos los metales, cosa ordinaria, etc.
Tríptico interior
El Bosco no escoge el pasaje bíblico en el que Eva es seducida por la serpiente para morder la manzana del pecado, ni tampoco en la escena central de la obra parece haber ningún expulsado del Paraíso, más bien todo lo que sucede en la tabla central es una continuación de la primera, tan solo un pequeño pliegue que interrumpe las escenas y paisajes pintados en la primera tabla nos separan de la continuidad que se intuye entre ambas escenas. Un horizonte ininterrumpido, como también los mismos colores, las mismas proporciones, la misma desnudez y candidez, los mismos estanques de agua y ríos que pueblan el Paraíso. Nada parece indicarnos que el panel central sea una escena terrenal, más bien parece una continuación del estado en el que el ser humano se encuentra en el Paraíso antes de la caída. La luz se distribuye de manera homogénea en los dos primeros paneles. En contraposición, el panel derecho, correspondiente al infierno, se caracteriza por una iluminación dramática, cargada de sombras profundas y contrastes violentos.
El primer panel de la izquierda inmortaliza el momento en el que Dios presenta a la pareja y bendice la unión: coge la mano de Eva, mientras los pies estirados de Adán rozan el manto del creador. Adán, sentado en el suelo, parece que acaba de despertarse y mira embelesado a la seductora Eva, que está de pie, aunque parece flotar en el espacio. La figura de Dios contrasta con la de los paneles exteriores bajo el aspecto de un anciano venerable. Algunas representaciones que el Bosco hizo de Cristo, fisionómicamente casi idénticas a esta figura del Edén, hacen pensar que aquí se trata más bien de él. El gesto de su mano derecha es de bendición, como si de un casamiento se tratara. W. Gibson hace notar que esta imagen, el casamiento de Adán y Eva por un Dios joven, aparece con frecuencia en algunos manuscritos neerlandeses del siglo XV, asociada a las palabras de bendición del Génesis (1:28), en las que Dios le ordena al hombre procrear, trabajar la tierra y señorear sobre ella.
La fuente arquetípica que corona esta escena del Paraíso tiene la misma coloración que la túnica de Jesús, se deduce por tanto, que de allí emana la vida. Además, tanto debajo de la fuente rosa como debajo del Cristo vestido de rosa hay, por un lado un montículo de piedras negras preciosas y por otro un hueco de oscuridad negra, en los que podríamos ver algo de esa Materia Prima primigenia de la que hablaron los Alquimistas. Como base de la fuente y en el centro del panel se encuentra una esfera hueca en cuyo centro aparece un buho, quizás una lechuza, símbolo de las diosas tónicas conectoras entre el inframundo, la tierra y el cielo, tal como en los orígenes de la civilización sumeria apareció también representando a la diosa Inanna-Ishtar, o más tarde a la diosa Minerva. La fuente, similar a un tabernáculo gótico, parece tener también influencias orientales, pues nos recuerda a las descripciones medievales de la India. Por otro lado, es en Oriente donde se consideraba, tradicionalmente, que estaba situado el jardín de Edén. Tanto Cristo como la fuente primigenia dividen en este panel, los dos extremos de la dualidad del mundo. Los animales que se representan a la derecha de la fuente presentan características más deformes y monstruosas, y encontramos también en este lado una silueta de un rostro no humano (más bien diabólico) esbozado con formas naturales que recuerda las tentaciones, las pasiones y los bajos sentimientos del ser humano, por eso está sugerido con vegetales y alimañas. Las figuras centrales de la fuente y de Cristo parecen ser el símbolo de la integración de los opuestos, del principio masculino y femenino, que daría lugar al deleite sensual paradisíaco de la tabla central. Una especie de bodas místicas oficiadas por Cristo.
En el panel central vemos los cuerpos desnudos y abandonados al juego del amor, los grandes y abundantes frutos que la tierra parece ofrecer sin esfuerzo alguno, la mansedumbre de los animales que se dejan montar por los hombres, formando una especie de carrusel en torno a una fuente, en la que algunos pájaros, se posan también dócilmente sobre las cabezas de las mujeres que se bañan en ella, la luz que se extiende en forma homogénea por todo el jardín, como si de un mediodía absoluto se tratara, los colores brillantes y, en fin, la atmósfera onírica del paisaje, evocan algo así como un estado inocente e idílico de la humanidad.
La interpretación herética más difundida, y también ampliamente discutida es la del historiador del arte alemán Wilhelm Fraenger. Fraenger piensa que El Bosco formó parte de una secta herética, surgida en el siglo XIII, conocida como los Hermanos del Libre Espíritu, de orientación libertina y panteísta, cuyo fin era volver al estado de inocencia adánico. El Jardín de las Delicias habría sido pintado para un grupo de Adamitas de s’-Hertogenbosch, el panel central pondría en escena los ritos orgiásticos de la secta, y su sentido estaría lejos de ser el de una condenación didáctico-moral de la lujuria. La mayoría de los intérpretes rechaza esta tesis por falta de pruebas históricas. Lo poco que se sabe de la vida de El Bosco se ha tomado para tratar de apuntar más bien en la dirección de un cristianismo ortodoxo y extraño a la herejía. Pero, con independencia de las pruebas históricas, pues tampoco ninguna prueba serviría para garantizar que esta escena central representa ritos orgiásticos de una secta, lo que sí podemos saber, con tan solo observar la obra, es que nada nos indica que estas escenas sexuales del panel central de la obra sean las causantes o motivadoras de las torturas representadas en el infierno, sobre todo, cuando el propio panel derecho del infierno, se ocupa de dejarnos claros los pecados originadores de castigo que allí se representan. ¿Por qué habríamos de sobre-interpretar algo que ningún elemento de la obra ofrece? Únicamente porque ese es el significado mayoritariamente comprendido y automatizado que llevamos interiorizado.
La imagen del jardín aparece con frecuencia en la literatura y el arte medievales como escenario natural de los amantes, la influencia del texto del Cantar de los Cantares, en la cosmovisión medieval, así como la inspiración en antiguas leyendas bretonas que dieron lugar a la poesía de amor cortés, entiende el jardín a partir de un simbolismo místico, en el que el alma es entendida como femenina y el espíritu como masculino, dicha comprensión está plenamente integrada en la ortodoxia cristiana medieval. Sin embargo, no es este el sentido místico del jardín que se observa en la obra del Bosco, el jardín que representa el Bosco no es un lugar que posibilita la apertura hacia lo trascendente, es más bien una continuidad del estado adánico primigenio en el que los placeres sexuales y carnales se suceden sin estar limitados por los diques del pudor, la vergüenza o la moral, es decir, no están limitados por las consecuencias de la caída. El detalle que algún autor ha apuntado acerca de la ausencia de niños en esta escena (cuando la prescripción divina es precisamente la de procrear) nos hace intuir que en realidad todas estas escenas hacen alusión a una sexualidad infantil, previa al surgimiento del pudor y la vergüenza. Es probable que ésta no haya sido una intención consciente del autor, más interesado en representar las bondades de un paraíso no interrumpido por la caída, pero ciertamente es significativo que el fruto de esta sexualidad infantil carente de diques posibilitadores de una sexualidad adulta no haya dado lugar a embarazos ni a infantes capaces de disfrutar también de dichos placeres paradisíacos. Parece bastante claro que el mundo que aquí se representa no es terrenal.
La tesis de Fraenger nos alerta de la dificultad para conciliar la interpretación moral del Jardín de las Delicias, con la belleza de formas y colores y la apariencia idílica de todo el conjunto. La argumentación mayoritaria ha pretendido ver un topos falsamente tradicional de la visión del mundo en la Edad Media, y es que detrás de la apariencia más seductora, espera la muerte y el diablo. En el caso de que esto fuera así no habría necesidad de representar dichos placeres sexuales formando parte del jardín de Edén, tendríamos que tener alguna evidencia de que el jardín de la segunda tabla es diferente del de la primera, interrupción que por otra parte es muy clara con respecto a la tabla del infierno, sin embargo lo que observamos es que entre la primera y la segunda tabla existe una continuidad de pureza e inocencia virginal en la que tampoco existe la noción de tiempo y mortalidad, pues todos los personajes son jóvenes y bellos, no afectados por la caída.
La atmósfera onírica del panel central, la luz irreal, los colores brillantes, una cierta ingravidez en los movimientos y las extrañas formas desproporcionadas y a veces híbridas, se prolonga como un sueño utópico que se transforma repentinamente en una pesadilla. En el panel de la derecha todo se interrumpe, lo que lo caracteriza es precisamente la falta de continuidad. Aparece un motivo que se repite en todos los infiernos del Bosco y en el que se concentra la lógica invertida de este mundo siniestro: un conejo, cuyo tamaño es desproporcionado, lleva a su víctima, que se desangra por el vientre, colgando de una lanza. El cazado se ha convertido en cazador. Lo que era inofensivo se ha vuelto amenazante. Esta misma lógica se percibe en los objetos familiares y conocidos que, al aumentar de tamaño en forma monstruosa, se han vuelto extraños y amenazantes. Más aún, hacen de herramientas de tortura, como el enorme cuchillo que, en medio de un par de gigantescas orejas, avanza como una especie de tanque humano-instrumental, aplastando y descuartizando a los condenados, o la gran llave, de uso cotidiano, de cuyo ojal cuelga una víctima. Los instrumentos musicales también se han convertido en aparatos de tortura: en el mástil del laúd y en las cuerdas del arpa, cuelgan dos condenados que son atormentados por reptiles.
Aunque no es nuestra intención detenernos en exceso en cada detalle, si nos gustaría destacar la relación entre los castigos y los pecados que son claramente identificables. Una de las figuras que se destaca en este panel, es la del monstruo satánico con cabeza de pájaro, sentado en un trono donde defeca, con los pies dentro de dos jarras y cuyo cuerpo es casi humano. Traga a sus víctimas y las expulsa como excrementos dentro de un globo transparente, reverso macabro del refugio de cristal, desde el que caen a una fosa. Alrededor de la fosa se castigan algunos pecados capitales, según la ley de la correspondencia: la pereza, en la figura del hombre recostado en la cama, sobre el que se arrastra un demonio; la gula, en el condenado a vomitar de rodillas al borde del pozo; la soberbia, en la mujer vanidosa cuyo rostro se ve reflejado en el “espejo” de un monstruo; o la avaricia, en el condenado a defecar sus monedas de oro. Hay además otros conjuntos que se representan sin continuidad y de modo zigzagueante en los que los objetos que portan nos dan una idea acerca del pecado que los somete. El tablero, los dados, naipes y jarras del conjunto donde se ve al conejo, indican que en él son castigados el juego y la vida de taberna. Los enormes instrumentos musicales que presiden el otro conjunto y sirven de aparatos de tortura, han sido asociados con el castigo de la lujuria, pero no creemos que haya razón ninguna para asociarlos con la lujuria, aunque indudablemente en la obra del Bosco, la música es entendida como excitación pecaminosa y diabólica. La gaita sobre la cabeza del Hombre-Árbol, era un típico instrumento de taberna en la época del Bosco. La partitura musical pintada en el trasero de uno de los cuerpos víctimas de las torturas parece indicarnos que la música para el Bosco no es fuente de placeres divinos paradisíacos. También resulta muy significativo que el Hombre-Árbol inflado por la soberbia y hueco por dentro no asiente sus raíces en la tierra, sino que se apoye frágilmente en barcas a la deriva que no dependen de su voluntad. Gregorio de Nisa escribió a propósito de un pasaje del libro de los Números: “Pienso que… la palabra nos enseña que el final de la exaltación propia del orgullo es el descenso debajo de la tierra. Quizás alguien inspirándose en estas cosas defina a la soberbia, no sin razón, como una subida hacia abajo”, lo que equivale a decir que la humildad es una bajada a las alturas. Esta bajada a las alturas parece estar representada por el agujero negro en el que son defecados los pecadores, una bajada que parece entrar en conexión con el mismo Paraíso. Esta comprensión de la caída asociada a tomar consciencia de nuestra soberbia como de nuestros pecados pero no de la muerte, se convierte al final en el doble de puritana que la anterior, pues si solo hubiera dualismo y fuerzas de oposición entre el bien y el mal, parece que la solución estaría en colocarse del lado del bien, lugar en el que ya el mal no podría afectarnos ni acecharnos.
Nos parece muy acertada la interpretación que hace John Berger acerca del espacio infernal del Bosco representado en esta tabla, ciertamente nuestro mundo moderno tiene más capacidad para comprender el significado del infierno, en donde puede verse reflejado con facilidad, sin embargo, la comprensión del paraíso se le escapa.
Es un espacio sin horizonte. Tampoco hay continuidad entre las acciones, ni pausas, ni senderos, ni pautas, ni pasado ni futuro. Sólo vemos el clamor de un presente desigual y fragmentario. Está lleno de sorpresas y sensaciones, pero no aparecen por ningún lado las consecuencias o los resultados de las mismas. Nada fluye libremente; sólo hay interrupciones. Lo que vemos es una especie de delirio espacial. Comparemos este espacio con lo que se ve, por lo general, en los anuncios, en los telediarios o en muchos de los reportajes realizados en los diferentes medios de comunicación. Nos encontramos ante una incoherencia similar, una infinidad similar de emociones inconexas, un frenesí similar. Lo que profetizó El Bosco es la imagen del mundo que hoy nos transmiten los medios de comunicación, bajo el impacto de la globalización y su malvada necesidad de vender incesantemente. La profecía de El Bosco y esta imagen del mundo parecen un rompecabezas cuyas piezas no encajarán nunca…
Todas las figuras intentan sobrevivir concentrándose en sus necesidades más inmediatas, en su supervivencia. En su grado más extremo, la claustrofobia no está causada por el exceso de gente, sino por la discontinuidad entre una acción y la siguiente, la cual, sin embargo, está casi al alcance de la mano. Eso es el Infierno.
(El tamaño de una bolsa, 218-222 - John Berger )
Una acción sin continuidad ni rutas es, en la dimensión del tiempo, una acción sin pasado y sin futuro. Una acción que es puro presente, un presente sin pausa y sin ningún marco de referencia que pueda servir de orientación. Un espacio cuyas acciones no tienen continuidad, ni rutas, ni pausas, ni marcos de referencia, refleja la aceleración estéril de un puro presente fragmentado y absurdo. Kayser también observa:
Es notable la calma con que se realizan todas esas torturas; a menudo, incluso las víctimas parecen indiferentes. Hay una ausencia de afectos que resulta desconcertante y macabra. Es como si faltara al cuadro toda perspectiva emocional, ya sea la del horror ante el infierno, ya sea la de la compasión simpática, ya sea la de la amonestación y enseñanza insistentes. El contemplador no recibe indicación alguna que le permita orientarse y tomar una posición.
Los torturadores aplican sus castigos maquinalmente y, en este sentido, dan expresión a ese poder impersonal. Pero también las víctimas, a veces muestran una extraña indiferencia. Repárese en el rostro del condenado, cuya mano es atravesada por una daga en el primer plano, o incluso en el rostro del Hombre-Árbol, cuya tristeza no es del todo convincente, mezcla de sueño y aburrimiento. El sentido de las escenas infernales parece ser bastante claro, pero no tanto así su sentido dentro del orden global en el que el artista las inserta.
La interpretación mayoritaria lo ha entendido inmerso en el “orden cristiano del ser”. Pero hay otras interpretaciones como la de Fraenger que apuntan a la herejía adamita, cuyo núcleo central de la doctrina apuntaba a la elevación a las alturas del acto de procrear, de tal modo que dejaba de ser algo animal para convertirse en una expresión exultante y armoniosa del principio creador y divino. Los Hermanos del Libre Espíritu llegaban, según parece, a considerar al acto sexual como una plegaria. Fraenger considera a esta secta un anticipo del movimiento renacentista de emancipación y deificación de la carne que en cierta manera ha llegado también a nuestros días. Pero la tesis de que los males del hombre provienen de la represión a la que fue sometido el instinto sexual, como señala Laín Entralgo, parece desmentida por la experiencia de la liberación sexual tras las primeras Guerras Mundiales. A pesar de la gran libertad sexual que se dió en el siglo XX no parece haberse reducido el número de neurosis y conflictos que impiden a las personas sentirse felices.
Fraenger entiende la sabiduría erótica de los adamitas como un sentimiento de ternura mutua en el que se funde a un tiempo lo moral y lo físico en reposo idílico, considerado como la finalidad última del amor, es por ello que entiende como injustificadas las acusaciones lanzadas contra esta secta de dedicarse a proclividades sexuales o practicar un comunismo erótico. Desde luego, el carácter infantil e idílico de la sexualidad está plenamente representado en esta pintura del Bosco, fuera de toda intención libidinosa y orgiástica. Según Fraenger se trataría de una manera de amor platónico o amor al semejante guiado por una idea de perfección, la del primer hombre u hombre original no afectado por la caída.Y aunque el análisis que hace este autor es muy complejo, nosotros no entraremos en los detalles que caracterizaron a esta secta adamita, sin embargo, atendiendo a la observación de la pintura podemos ver que la lectura de la obra se comprende mejor de derecha a izquierda.
Podríamos ver de hecho una conexión entre las dos fosas o agujeros situados al mismo nivel, en el infierno y en el paraíso. Del agujero en el que el diablo defeca a los pecadores habitantes del mundo terrenal, solo algunos saldrían por el agujero situado en el primer panel, redimidos y purgados de sus pecados. El hecho de que sea Jesús y no Dios Padre quien presida la escena del panel izquierdo parece querer decirnos que lo que se representa en esta tabla es, más que la creación del mundo, la regeneración de éste por la Segunda Venida del Mesías, es decir una visión escatológica que además cuadraría con la obsesión de Felipe II por llevarse este cuadro para meditar sobre él en los últimos años de su vida. El jardín de las Delicias sería por tanto una visión apocalíptica del fin de los tiempos en la que el ser humano sería reintegrado a su estado de completud con la divinidad, es así que no aparece ninguna alusión al pecado ni a la expulsión de Adán y Eva.
Esta comprensión herética del Bosco parece decirnos que el pecado no se origina en el paraíso, sino en la tierra, es así que considera el mundo terrenal como una transposición del infierno, y el jardín de Edén como un lugar al que es posible regresar, tras la regeneración. Pero sin embargo, la comprensión ortodoxa cristiana es muy diferente, pues considera que a la Jerusalén celestial (transformación escatológica del Edén) no es posible llegar si no es a través de la caída. El vínculo o puente entre el paraíso terrenal del Edén y la ciudad jardín de la Jerusalén Celestial es la caída, no un mundo terrenal convertido en un infierno. La aparente defensa de los placeres y libertades sexuales que muchas sectas promulgaron viendo en el pecado original una forma de reprimir la sexualidad han generado precisamente lo contrario de lo que decían defender, pues alejan de la tierra y del cuerpo humano los placeres, convirtiendo tanto al mundo como al cuerpo en sede de los horrores del infierno. Al entender el mundo divino y paradisíaco como posible y al alcance del hombre, lo que consiguen es convertir al mundo humano terrenal en un infierno.
Hasta el s. XV pervivió en Austria y Bohemia la secta de los adamitas. Para éstos el error del hombre residía en no haber aceptado las potencialidades divinas de su naturaleza corporal o sensual. Al adamismo y sectas asociadas van unidas también nociones propias de las utopías comunistas como la abolición de la propiedad privada. Las ideas que el Bosco plasmó en esta obra fueron el inicio de una tendencia gnóstica desarrollada en la modernidad, que incluyen la reivindicación del cuerpo, del deseo, de la energía, de las pasiones, de lo irracional y que están también presentes en la obra de Blake, con una fuerza que recuerda mucho a Nietzsche. Algunos gnósticos como Marcos el Mago defendían que la liberación de las pasiones nos acercaba más a lo divino pues, también las pasiones y el cuerpo habían sido creados por Dios. En términos metafísicos Blake y algunas variantes gnósticas defienden un dualismo que reivindica la importancia de la materia, de lo irracional, del caos, del infierno, y lo sitúan a la misma altura que el principio racional o espiritual. Son también las teorías junguianas que hoy han derivado en muchas falsas comprensiones espirituales.
El vigor místico y filosófico de William Blake influirá decisivamente en el nacimiento del Romanticismo en Inglaterra. En algunos textos que se combinan con la pintura en la obra «El matrimonio del Cielo y el Infierno» podemos leer:
Sin contrarios no hay progreso. Atracción y repulsión, razón y energía, son necesarios para la existencia humana.
De estos contrarios surge lo que los religiosos llaman el bien y el mal. El bien es lo pasivo que obedece a la Razón. El mal es lo activo que surge de la energía.
El bien es el cielo. El mal es el infierno.
Plancha 3
También Nietzsche reivindica la parte material y pasional de hombre. A partir de una comprensión errónea del significado tradicional del cristianismo, pues la tergiversación de las tesis tradicionales cristianas llevaron a una comprensión represora del cuerpo y de su sexualidad, la cual no se encuentra en ninguno de sus textos sagrados ni en el sentido profundo de su metafísica. Por este motivo, los gnósticos Marción y Valentín, así como Blake, defendían que era necesario leer el Génesis de un modo completamente diferente al de la hermenéutica tradicional. Por tanto, interpretaron que en el jardín del Edén, Yahvé es, en realidad, el malo de la historia: le dieron el nombre de demiurgo y lo entendieron como un ser de naturaleza inferior, malvado, arbitrario y cruel que ha creado el mundo por envidia hacia el Primer Principio. Mientras que la serpiente y Satán simbolizan el conocimiento que nos liga al verdadero ser superior. Esta tergiversación del texto sagrado, aunque parezca defender los placeres sensuales, es precisamente todo lo contrario, pues si el mundo es obra de un ser envidioso, cruel y arbitrario, éste necesariamente debe haber heredado sus cualidades, convirtiendo así al mundo y por ende, al cuerpo, en un infierno. Las consecuencias de esta comprensión filosófica las vemos hoy en el profundo rechazo del cuerpo que nuestra sociedad ha generado.
Estas ideas gnósticas se encuentran en los textos que el cristianismo consideró apócrifos tales como esta afirmación del Evangelio de Tomás en donde leemos: “Jesús dijo: El que ha conocido al mundo, ha encontrado un cadáver…”. Al revés de la gnosis, la Biblia ve en la creación un camino que lleva al descubrimiento de Dios (Sa 13,1-9; Ro 1,19-25; Jn 1:10). Y no cabe duda de que también el cristianismo adquirió una "somatofobia" o miedo o aversión al propio cuerpo o a sensaciones corporales, precisamente por influencia directa del dualismo gnóstico y no por insinuación bíblica. Esta corrupción del cristianismo que derivó en el rechazo del cuerpo trató de ser superada por los románticos acudiendo precisamente a la misma fuente que originó el desprecio al cuerpo en el cristianismo.
Los dioses, decía Nietzsche, eran una proyección del hombre. Una proyección que terminaba alienándolo, rebajándolo, pues lo obligaba a situar sus mejores potencialidades fuera de sí mismo. Cuando Nietzsche dice que la muerte de Dios es una oportunidad para el hombre se refiere a que tras la muerte de Dios el hombre tiene la oportunidad de situarse a la altura de los dioses que ha fabricado. No podemos dudar de que haya un impulso verdadero en este anhelo de defensa del deseo, sin embargo el problema de esta defensa es el peligro de confundir necesidad con deseo, este enigma es el que el psicoanálisis freudiano nos esclareció de manera brillante, pues nos demostró cómo el ser humano, a base de perseguir necesidades y aparentes deseos, puede, sin embargo, ir decididamente en contra de su Deseo. La marca de división que define la naturaleza humana es precisamente esa grieta que lo aleja de la comprensión racionalista que entiende al ser humano como una entidad unificada y coherente, conocedora de sus deseos. La caída es esa grieta insalvable entre lo que deseamos y lo que finalmente encontramos, ¿a qué se debe esa distancia insalvable y que nos exilia del mundo paradisíaco de placeres posibles de obtener y alcanzar?