En Metrópolis parecen conjugarse el temor y las virtudes de la máquina, encarnadas en un ser femenino, que parece anticipar magistralmente la feminidad de la Inteligencia Artificial, robot mujer que actualiza al ancestral ser monstruoso de 7 cabezas.
De niña lo que más dibujaba eran casas, siempre acompañadas de algún árbol, de hileras de hierba dibujada a consciencia y entremezclada de flores a ambos lados, con un camino que discurría para llegar hasta ellas. Construir muros invisibles en los que ocultarme de miradas invasoras, las que dan vida y la quitan. En los tejidos de mis dibujos no podía faltar una bonita chimenea sobre el tejado, vomitando humo desde el interior. Más tarde, cuando dejé de dibujar casas, comencé a destruir muros interiores, cobijos más o menos momentáneos y en los que difícilmente encontraba ni tan siquiera un baño en donde poder hacer mis necesidades sin ser observada por otros. Piedra a piedra, ante el silencio de quienes no comprenden la dificultad de construirse de nuevo, una vez más, sin importar las miles anteriores en las que también fue necesario tirar del hilo, tímidamente las primeras pero más decididas las últimas. Con cada hilo del que tirar se desatan costuras nuevas y viejas palabras, que parecían ocultas y a la vez evidentes, aún bajo la alfombra, pero visibles bajo un nuevo rayo de luz surgiendo de entre los escombros. En cada nueva destrucción se destruye otra vez la materia de una primera casa, un primer refugio, como el que el afecto de una madre construye. Habitáculo solitario y alejado, que se transforma en sepulcro, lugar de la composición del espíritu.
Los estados melancólicos y angustiosos a los que conduce una patológica relación con la madre son la base, o mejor dicho la ausencia de base estructural en el psiquismo. Juan Rof Carballo en su libro “Mito e realidade da terra nai” nos habla acerca de la importancia de la “urdimbre constitutiva”, por la que la naciente persona humana surge en misteriosa conexión con su ámbito personal y vital. Este autor gallego es una rara avis en la intelectualidad gallega, heredero del conocimiento profundo que el psicoanálisis nos reveló y que a su vez re-conecta con la tradición humanista. Criticó el descuido académico acerca de la importancia que tiene la recepción de amor en la génesis y en el desarrollo de la persona humana: "estos estudios -nos dice- son olvidados por la Universidad, postergados por los investigadores, desatendidos por las grandes empresas protectoras de la ciencia". Para Rof Carballo lo "sagrado" constituye al ser humano y si este no atiende a su dimensión constituyente, caerá más temprano o más tarde en la depresión o en el vacío existencial. Acerca de los estados melancólicos y depresivos a los que la defectuosa urdimbre materna y origen de todo individuo, conduce, nos habla en este libro, en el que analiza los caracteres de ilustres personajes melancólicos como Proust, Rilke o Kierkegaard, tomados por el arquetipo maléfico de lo matriarcal.
Parece que nuestro secular y arrastrado complejo de inferioridad gallego se revela todavía hoy más que nunca en el afán por amoldarnos a los discursos que definen realidades ajenas a las nuestras. Asumimos, sin ápice de reflexión, los diagnósticos de otros pueblos como propios, olvidando la raíz de nuestras esenciales patologías, las originadas en el interior de un substrato plenamente matriarcal, en nada parecido a la idea importada de EEUU acerca de las perversiones promovidas por el patriarcado. El poder secular de la tierra madre, diabólica a la vez que maternal, nos ha impulsado a ser de alguna manera fieles al misterio brumoso, enrevesado y nítido de la tierra en la que hemos nacido, fieles a someternos a la ausencia de identidad. Este poder absorbente ha sido también descrito por el movimiento romántico del siglo XIX y XX. Pero, ¿de qué modo ha traducido hoy la postmodernidad estas angustias matriarcales reveladas en la exaltación de lo emocional propia del pensamiento romántico?
La idea del corazón como habitación, como espacio, cubiculum cordis, la leemos en estos versículos del Evangelio de San Mateo:
La idea del corazón como habitación, como espacio, cubiculum cordis, la leemos en estos versículos del Evangelio de San Mateo:
Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto (Mt, 6, 6).
En la carta que escribe a su madre en París el 20 de diciembre de 1909, Rilke dice así sobre ese aposento: «…un lugar extremadamente protegido del corazón, donde emerge (…) la conciencia de portar dentro de sí el hogar interior de Dios». Rilke enviaba cada año a su madre una carta y un regalo para abrir en Nochebuena. Aquel papel, aquellas letras, eran un lugar de encuentro convenido. Siempre el 24 de diciembre a las seis de la tarde [«nuestra hora más amada» (1903), «hora bendita» (1920), «nuestra hora querida» (1925)], el compromiso de reunirse en una figurada estancia dispuesta para la celebración de la Navidad: «El lugar en donde cada año, en el corazón, tiene lugar nuestra Navidad; aquí es donde yo me retiro (…) para estar contigo» (1924), «(…) cámara silenciosa, libre de toda perturbación» (1914). En ella, «allí (en esta hora) podemos reencontrarnos y comprendernos mutuamente» (1907), y «de este modo, como nos hablamos de corazón a corazón, en realidad no existe lejanía alguna» (1905). Estas cartas fueron probablemente para Rilke una mera formalidad ineludible con la que contentar a una progenitora con ínfulas de aristócrata que exigiría esos gestos de apariencia, pues el vínculo entre él y su madre fue una tremenda causa de dolor y sufrimiento en su vida. El proceso de escritura de esas cartas sugiere ser el adentramiento en un espacio interior y el cuidadoso levantamiento y protección de una fortaleza destinada a evitar la entrada de la destrucción. Aunque en su correspondencia haya pasajes donde acusa con amargura la frivolidad e insensibilidad de su madre:
«La mujer a cuyo primer y más inmediato cuidado debiese haber estado, sólo me quería para mostrarme con algún vestidito nuevo a sus maravilladas amistades.»; «Creo que mi madre jugaba conmigo como si yo fuera una muñeca grande. Por lo demás, siempre se enorgullecía cuando la llamaban ‘Señorita’. Quería parecer joven, enfermiza y desdichada. Y probablemente era desdichada. Creo que todos lo éramos.»; «Criatura patética y hedonista.»
En otras trasluce compasión por ella, por su soledad, inmadurez e infelicidad. Y también la materia de la madre anhelada, significativamente unida a la sustancia de la casa, del hogar, latente en el alma familiar:
«En una de tus amables cartas, retratabas a mi madre como una mujer hermosa y distinguida cuyas manos acudían a su hijo como de entre flores; cuánto he deseado a esa mujer: a una madre que sea grandeza, bondad, quietud y beneficencia. (…) Debe haber habido mujeres así en mi pasado familiar, porque a veces siento algo de su presencia, como la luz de una estrella lejana, como una mirada oscura, posada en mí.»; «Así debe ser para un niño que, en un sueño, va de habitación en habitación y una y otra vez encuentra a su madre, que aparentemente ha entrado en todas partes un instante antes que él. El niño tiene esa sensación tranquilizadora: me precede, está en todas partes. (…) En cada página estaba presente esa cualidad cálida y eterna, esa atmósfera que tienen las madres jóvenes al anochecer.»; «Cada hogar tiene una influencia cálida y benefactora, como cada madre.»]
En los autores románticos se percibe una fuente de melancolía de la que no se quieren desprender, (tanto por amor como por odio) que proviene del sentimiento vincular originario hacia la madre. Prefirieron no desprenderse de ese vínculo mortífero con la madre, pues de él pudieron sacar una notable cualidad creativa, no deja de resultar curioso que sea justo la cualidad creadora, propiamente maternal, a la que se aferraron a cambio de renunciar a toda posibilidad de amar. Cuando Lou Andreas-Salomé invita a Rilke a entrar en análisis éste se niega por miedo a perder sus cualidades creativas. Así le escribe a Lou Andreas-Salomé al respecto: "El psicoanálisis sería una ayuda demasiado profunda para mí, (porque) él la ayuda de una vez para siempre, limpia y ordena y el encontrarme yo un día (totalmente) limpio sería quizás peor que este completo desorden en que vivo.". Y a la carta de von Gebsattel aceptándolo como paciente le contesta :"Mi señora...(sostiene) que una especie de cobardía me hizo retroceder ante el psicoanálisis y que correspondía al lado ‘ferviente y devoto‘ de mi naturaleza el asumirlo; pero eso no es cierto, (pues) precisamente mi devoción... es lo que me aleja de esta intervención terapéutica, de esta gran limpieza general que la vida misma nunca hace ..." Y más adelante, en la misma carta le expresa: "Yo sé que no estoy bien y usted, querido amigo, también lo ha observado; pero créame que a pesar de todo, de nada estoy tan impresionado como de esa maravilla inconcebible e inaudita que es mi existencia, la que desde un principio fue dispuesta de una forma tan imposible y que, sin embargo, ha venido avanzando de salvación en salvación... ¿Puede entender, amigo mío, que ante cualquier tipo de categorización... por aliviadora que sea, yo tema alterar un orden muy superior, al que después de todo lo que ha pasado tendría que darle la razón, aunque eso signifique mi ruina?".
El poeta reconoce aquí claramente su enfermedad, o al menos el estado de permanente malestar, angustia e incapacidad en que se encuentra, pero al mismo tiempo lo entiende como parte inseparable de su flujo creativo; aún más, él admira esta extraña conformación de su naturaleza que renace una y otra vez desde el abismo de la angustia y la melancolía, "avanzando de salvación en salvación". Él mismo pareciera establecer una relación entre su padecimiento y su obra creadora, por cuanto para él lo más importante en la vida del artista es su obra y si admira tanto su propia existencia, a pesar de los sufrimientos por los que tiene que pasar, es porque es ella la que ha hecho posible su obra. Nuestro poeta no sólo reconoce la importancia del sufrimiento para la obra creadora, si no que insinúa una crítica en cierto modo estremecedora hacia todo intento de torcer ese destino. Él dice que el diagnóstico y el tratamiento que el psiquiatra le pueda ofrecer ("cualquier tipo de categorización") podrá ser "muy aliviador", pero amenaza con alterar "un orden superior"(¿el destino?, ¿la providencia divina?, ¿su dolorosa vocación de artista?) al que él desea someterse, aunque signifique su ruina. El destino trágico y perturbador de la naturaleza angustiosa del artista es unido, además, a la naturaleza que Dios le ha dado, de manera que la sumisión pasiva del ser feminizado por la urdimbre materna perversa, queda abocado a un sentido (ajeno a la capacidad de decisión del artista) que todo lo trasciende y ante el cual solo queda someterse, es este el concepto de divinidad al que también Jung se someterá, él y gran parte de la espiritualidad moderna, heredera de ese fatum maléfico a la par que seductor del que extraer grandes dosis de goce narcisista. Rilke agrega una frase que, aunque está escrita un poco antes en la misma carta, viene a representar el corolario necesario en todo su pensamiento al respecto: "(en suma) ... a mi me sigue pareciendo que mi propio trabajo (creativo) no es en rigor otra cosa que un auto-tratamiento". No hay otro tratamiento para el artista que el dejar fluir la creatividad. Con ello Rilke está reconociendo la existencia de una enfermedad de los genios como diferente a las enfermedades de la medicina. El genio necesita las polaridades y las contradicciones para su obra creadora, o al menos esta es la justificación racional que encuentra para dar explicación a su cobardía para ser quien de introducirse en universos creativos mucho más elevados. El espíritu del pensamiento romántico que se observa en la obra de estos autores, parece decirnos que, en actitud de devoción religiosa (de rodillas) debe inclinarse el hombre ante el dolor, el cual, es reconocido como la experiencia más sagrada, adquiriendo incluso consistencia de divinidad.
Pero, si del pensamiento romántico y sus patológicos vínculos con lo maternal surgieron obras de calado tales como las de Rilke, Proust, Kierkegaard y tantos otros... Cabe preguntarnos acerca de la evolución que esta sumisión fatídica del pensamiento romántico tuvo en la deriva postmoderna. La renuncia postmoderna a todo anhelo de superación o incluso de crítica a las redes de sometimiento maternales, parecen conducirnos hacia un universo poblado por la perspectiva funcionalista y utilitarista. Privada de la dimensión constitutiva de lo humano, la carga simbólica de lo femenino y en especial de lo materno, parecen diluirse en un universo líquido en el que se aplastan y se anulan las polaridades sexuales y sus potenciales transformadores. El interés por la igualdad de género y la supuesta autonomía de la mujer, en el que además se equipara el ser de la mujer en su complejidad a un género cualquiera u orientación sexual, nos han conducido a una visión muy reduccionista y plana en la que toda complejidad humana es desechada en favor de un triste voluntarismo que ha encontrado en el "no hacer daño al otro" su máximo principio orientativo de naturaleza juridíco-moral. La dimensión sexuada del ser humano es anulada y no es reconocida ya como dimensión constitutiva del ser humano y su identidad. El pensamiento de género permite construir o deconstruir la identidad de la persona, haciendo indiferenciada toda dimensión sexuada de la coexistencia, convirtiendo a los individuos en seres neutros e intercambiables.
Pero frente al concepto de diversidad, apelamos al de la diferencia, la que nos hace transitar entre la alternativa hombre/mujer, única posibilidad que el universal humano tiene de hacerse existente en el individuo, ambos como parte de un orden del ser. La dignidad concierne a la esencia, es por tanto un principio ontológico constitutivo de toda persona. Aceptar la diferencia no solo conlleva aceptar los diferentes géneros fluidos expresados en la superficialidad y banalidad de la diversidad de género, implica además ser quien de respetar las diferentes maneras de pensar, las que evolucionan en nuestra sociedad y en paralelo a la sagrada diversidad de género, hacia un trazado uniformizado y estandarizado que anula toda posibilidad humana.
Se intuye también de este modo la razón por la que lo femenino, en la perspectiva utilitarista y funcionalista, está perdiendo la propia carga simbólica, sobre todo en relación con lo materno, que es peculiar de la feminidad. Privada –en el plano discursivo– de aquellas dimensiones constitutivas que, a partir del cuerpo, la han hecho desde siempre generadora de vida y de relaciones, la mujer se encuentra en una condición “líquida”, con el riesgo de no saberse distinguir ni del hombre ni de aquella pluralidad de géneros, en la que viene aplastada y anulada la polaridad sexual. Polaridad a la que la mujer pertenece como uno de los dos términos esenciales de referencia. Es así como hoy la mujer a veces hace un gran esfuerzo para penetrar en esas dimensiones de la propia individualidad que, fecundadas por la propia constitución femenina, si son vividas plenamente, le permitirían vivir de modo completo la propia existencia [13]. En estos términos, la feminidad revela también esa crisis de sentido que, en la posmodernidad, ha investido lo humanum.
Texto de Gabriella Gambino
La deriva postmoderna parece conducirnos hacia un aplastamiento y aplanamiento de la esencia humana universal sin posibilidad ya de encontrar ni siquiera alguna posibilidad de redención en lo creativo (la peculiaridad femenina). La seducción inherente al monstruo fatídico de la sirena y sus cualidades perversas termina en nuestra sociedad por convertirse en un ser neutro y pasivo como la IA, dispuesto a ofrecer respuestas adecuadas y respetuosas con cada sensibilidad fluida, a la vez que carente de interés en una posibilidad verdaderamente sufriente, capaz de hacernos despertar hacia lo auténticamente humano y sagrado de nuestra condición.