Deseo


El duelo es constitutivo del sujeto. No es episódico, sino que a raíz de ciertas pérdidas se repite y se re-actualiza. En los duelos con las parejas se vuelve a re-actualizar el duelo original, el que hace referencia a los padres, y el que vivimos como una gran injusticia, todo ese dolor anterior, que en realidad es el verdadero. Derrida dice que lo más doloroso del duelo es constatar que esa persona nos ha dejado de pensar, lo más doloroso no es dejar de verla, sino dejar de ocupar un lugar dentro de la falta simbólica del otro. El duelo por la tanto es doble, el que tiene que ver con perder a la persona y el que tiene que ver con perder lo que representábamos para esa persona, perder una parte de nosotros con ella, esto es lo que más cuesta. 

Hay un lugar en nuestra estructura psíquica que es el lugar más íntimo, un lugar vacío que es la llama que mantiene nuestro deseo encendido. Cuando nos enamoramos ubicamos a esa persona en ese lugar, y caemos en la ilusión de que es ella la causa de nuestro deseo, pero en realidad la causa de nuestro deseo es el vacío, es la falta. Hoy es muy habitual encontrar personas que ni tan siquiera llegan a enamorarse porque no soportan perder la fantasía de considerarse ellos mismos la causa del deseo de otro. Este es un goce narcisista muy típico de nuestro tiempo. Estar conectado con el deseo propio no es un proceso sencillo, a veces coincide con estar con otra persona y a veces no, a veces coincide con el éxito y a veces no, no todo lo que parece brillar es una estrella. Esta noción de deseo del psicoanálisis coincide plenamente con la búsqueda de Dios de la que nos habla San Bernardo:

Yo creo que ni aun cuando lo encontremos dejaremos de buscarlo. No se busca a Dios moviéndonos, sino deseándolo. Y el feliz encuentro no extingue los santos deseos, sino que los prolonga. ¿Acaso la plenitud del gozo adormece la añoranza? Es poner más aceite en la llama. Así es. Desbordará de alegría, pero no se agota el deseo ni la búsqueda. Imagina, si puedes, esta diligente búsqueda sin indigencia, ese deseo sin ansiedad (Scant 84, I,1).

Dada la distancia infinita entre la criatura y el Creador, ninguna experiencia de él lo agota. La posesión del bien infinito no lleva a la saciedad y al hastío, como ocurre con los bienes materiales, que nos hastiamos cuando nos llenamos de ellos, porque ofrecen una plenitud estática que no da más de sí una vez lograda. Dios es al mismo tiempo plenitud y continua novedad para alma, cuyo deseo siempre está colmado, mas nunca hartado. La Sabiduría ofrece un banquete que llena sin hastiar y sacia el deseo sin apagarlo, porque Dios nunca se queda chico ni insuficiente para él, sino que lo aviva más cuanto más le sacia. En esta vida el deseo indica carencia, inquietud que busca su descanso. En la otra, el deseo expresa un descanso activo, una plenitud que no se harta del bien amado. Así es el cuarto grado del amor, en su plenitud escatológica desde la perspectiva de la epéktasis:

Comed, amigos míos y bebed; embriagaos, carísimos (Cant 5,1)… Con razón llama carísimos a los ebrios de caridad, y ebrios a los que merecen ser introducidos en las bodas del Cordero, para que coman y beban en la mesa de su Reino… Es saciedad sin hastío, curiosidad insaciable sin inquietud, deseo eterno que nunca se calma ni conoce limitación, sobria embriaguez que no se anega en vino ni destila alcohol, sino que arde en Dios. Ahora es cuando posee para siempre el cuarto grado del amor, en el que se ama solamente a Dios de modo sumo. Ya no nos amamos a nosotros mismos, sino por él, y él será el premio de los que le aan, el premio eterno de los que le aman eternamente (AmD XI, 33).

San Bernardo


Si cada persona en la Tierra decidiera decir la verdad, en veinticuatro horas no quedaría ni una sola amistad viva. Si cada persona fuera sincera, completamente libre de formas de gratificación creadas específicamente para complacer a los demás, habría millones de divorcios instantáneos, las amistades serían cosa del pasado, todas las familias se desmoronarían.

Vivimos para la aprobación de los demás, construimos nuestra imagen a partir de su aprobación, nos percibimos como "alguien" en función de su aprobación, mientras perdemos cada vez más contacto con quienes realmente somos y cargamos con esa obscena bolsa de falsas aprobaciones mutuas que cada tribu inventa, podríamos decir, para sentirse mejor que los demás, y sobre la cual los miembros de cada tribu (pareja, familia, amigos, estados) construyen una imagen que no les muestra el vacío que verían en un espejo.

Sigmund Freud

La profunda necesidad de aprobación, de sentirse aceptado y de evitar a toda costa el vacío que resultaría de salir de estos espejos sociales, es paradójicamente, lo que más nos impide conectar con nuestro deseo, con quien verdaderamente somos. Una poderosa invitación a reflexionar sobre la delgada línea entre la diplomacia y el engaño, y el precio que pagamos por la aprobación de los demás. ¿Somos realmente nosotros mismos o una versión que agrada a los demás? ¿Y hasta qué punto estamos dispuestos a confrontar nuestra autenticidad, incluso si resulta incómodo?