Afectos



En el mundo de la cantidad que predomina en nuestros tiempos, resulta realmente curioso que la única cantidad imposible de ser cuantificada o medida sean precisamente los afectos, o como se refirió Freud a ellos, el monto de excitación, ese del que depende precisamente la posibilidad de diferenciar entre un estado patológico y otro normal.

«…en las funciones psíquicas cabe distinguir algo (monto de afecto, suma de excitación) que tiene todas las propiedades de una cantidad —aunque no poseamos medio alguno para medirla—; algo que es susceptible de aumento, disminución, desplazamiento y descarga, y se difunde por las huellas mnémicas de las representaciones como lo haría una carga eléctrica por la superficie de los cuerpos…» (Las Neuropsicosis de defensa, 1894).

Freud parte de una unidad inicial ligada entre afecto y representación, de modo que la cantidad de excitación no ligada, no unida a una representación, sin mecanismo psíquico interviniente, también tomaría la forma de un afecto extraordinario, el de la angustia. Todas las cantidades de excitación no unidas a una representación tomarían la forma del afecto displacentero de la angustia, con el objetivo de funcionar a modo de alerta. Es por ello que gran parte del trabajo psicoanalítico consiste en tratar de unificar el afecto a su representación psíquica correspondiente, pues este divorcio entre afectos y palabras viene derivado de un conflicto de inconciliabilidad. El afecto, emoción o sentimiento (el psicoanálisis no distingue entre todas ellas) es una sensación registrada por la conciencia, y esta sensación se corresponde a los aumentos o disminuciones de la cantidad de excitación procedente de la pulsión. El afecto requiere de la actividad de registro del yo, la cantidad requiere de la cualidad para poder ser traducida. Aunque aparentemente parezcan dos entidades opuestas (cantidad y cualidad), en realidad toda cantidad necesita de la cualidad para poder ser expresada, así también lo dice el texto sagrado cuando nos dice que en el principio fue el Verbo. Todo lo que se opone al verbo, al logos o a la relación, es precisamente el reino de la cantidad sin posibilidad de ser expresado, o lo que es lo mismo, el agujero negro de lo real y la pulsión de muerte. La cantidad de excitación que se produce en el psiquismo requiere ser registrada por la cualidad de la conciencia del yo, sin esta capacidad de registro, se abre la puerta a la angustia y con ella el peligro de ser arrastrados por la pulsión de muerte.

Los afectos no enlazados a una representación se van macerando en el psiquismo de forma inconsciente y fruto de ese largo proceso en la historia del sujeto aparecen los sentimientos de angustia que nos alertan del peligro ante una posible derivación en un pasaje al acto. El pasaje al acto se produce como fruto de un sentimiento de desvalimiento profundo, de sentirse un desecho humano o una escoria, traducido en el impulso de expulsarse a uno mismo de la escena. Lo irremediable del pasaje al acto se produce como fruto de una larga historia, pero el sujeto no lo percibe como tal, lo percibe como una decisión suya, sin embargo es la consecuencia de un largo proceso de acumulación de afectos sin sentido en el inconsciente, sin palabras, sin significado. El paradigma del pasaje al acto es el suicidio, el sujeto cree que eso es una decisión, pero en realidad es el resultado de un proceso muy profundo que atraviesa a nivel de los afectos, afectos que se han quedado aislados, desligados, de ahí que el origen de la palabra 'diablo' proceda del verbo
griego διαβάλλειν (diaballein) que quiere decir desunir, separar, atacar. El afecto sin representación da lugar a la pulsión de muerte, el símbolo sería por tanto la representación, el sentido o el significado, de ahí que lo contrario a la voz griega diaballein sea σύμβάλλειν (simballein), aquello que se lanza para unir. La angustia es una señal de peligro antes de llegar al pasaje al acto, nos alerta de que el agujero negro de lo real se abre ante nosotros. La angustia surge cuando falta la falta, surge cuando tenemos la sensación de volver al regazo materno, de retorno a un lugar del que ya hemos salido (pulsión de muerte). La angustia surge cuando el vacío que tenemos que preservar se ve taponado. El placer no pasa por tener todas las áreas de la vida colmadas, sino que es necesario preservar un vacío para poder seguir vivos. Cuando se tapona ese vacío aparece la angustia de lo real, es cuando perseguimos desesperadamente una idea de completud o de perfección tal que no deja espacio para la falta.

En «Tres ensayos sobre teoría sexual» Freud afirma que «por “pulsión” podemos entender al comienzo nada más que la agencia representante psíquica de una fuente de estímulos intrasomática en continuo fluir …» (p. 153). La representación psíquica es el representante de la pulsión, que en sí es inaprensible, la pulsión no sería por tanto objeto ni de la conciencia ni del inconsciente. «…Si la pulsión no se adhiriera a una representación ni saliera a la luz como un estado afectivo, nada podríamos saber de ella…» (p. 173). De esta afirmación se desprende que la cantidad pulsional posee dos modos de hacerse patente: la representación, por un lado y el estado afectivo, por el otro, como dos destinos posibles y a su vez interconectados (el afecto es el efecto del lenguaje en el cuerpo). Además, Freud parte de la constatación clínica de que el afecto puede ser percibido erróneamente, pues la represión lo desliga de su representante genuino y lo enlaza con una representación sustitutiva para hacerlo tolerable. O sea, que la expresión afecto inconsciente compete a uno de los destinos del factor cuantitativo de la pulsión a consecuencia de la represión. El afecto inconsciente, aunque persiste como tal, es mutado en afecto cualitativamente diferente, más tolerable que el original, o también sofocado exitosamente. Esto supone que, en los casos en que la represión consume una inhibición del desarrollo de afecto, este sólo persiste como una posibilidad de amago, como un potencial de desarrollo de afecto que no se ha desplegado. Frente a ciertas teorías que consideran que las manifestaciones afectivas tienen algún tipo de privilegio en la expresión de la verdadera situación del sujeto, Lacan afirma que a través del afecto no se nos da el ser en su inmediatez o el sujeto en su forma bruta. Solo aparentemente el afecto es un lugar privilegiado de manifestación de la verdad del sujeto. Parece que los afectos no pueden engañar -la tristeza es tristeza, el malhumor es malhumor-, mientras que todo aquello mental, intelectual o lingüístico es el terreno donde pueden aparecer los equívocos. Pero sin embargo, aunque el afecto nunca pueda ser reprimido, los representantes que lo amarran o se unen a ese afecto (los ‘significantes’ en la terminología de Lacan) pueden ser objeto de represión. Es decir, un afecto de alegría será siempre sentido como alegría, pero puedo aparecer desplazado con respecto a la escena que realmente lo ha causado. 
Operada una representación y aparecido un sustituto representacional para el factor cuantitativo, el afecto experimentado puede no guardar relación alguna con el de origen. Para producir un cambio verdadero y un efecto terapéutico transformador es necesario ir al origen, solo allí puede darse una verdadera transformación, las emociones pueden estar a flor de piel, pero no así los significantes ocultos que las han originado. El afecto está sujeto a tal capacidad potencial de cambio, que parecería tratarse de una metamorfosis, la angustia sería el afecto en su transformación última, y por eso en tantas ocasiones surge sin un aparente vínculo o relación con un suceso externo. En todo caso, la naturaleza de la representación es la que determina el carácter cualitativo del afecto. O sea, no es algo propio de la cantidad, sino de la representación, por eso donde se debe actuar es en la representación, en el significante (no en la cantidad). Los afectos legítimos, lo son porque se gestan en su representación genuina, los afectos no genuinos y por tanto falsificados son los que secundariamente se han visto transformados por la represión, esto se da precisamente por lo intolerable que puede resultar a la conciencia determinados sentimientos “negativos” como por ejemplo el odio o la envidia.

El afecto depende de la incidencia que tiene el lenguaje en el cuerpo. Es en la lengua cuando cuerpo e inconsciente se entrelazan. El afecto no depende del cuerpo como tal, no depende del cerebro ni de los neurotransmisores ni del organismo, sino de la lengua materna, es decir de cómo cada sujeto ha incorporado el lenguaje que habla, cómo cada quien tomó la palabra que el otro le dió. A eso se refiere Lacan cuando dice "la lengua". Los afectos están agarrados a la lengua, no al sistema límbico ni al organismo o al corazón como órgano. Lo que nos hace metaforizar el corazón es el lenguaje, el significante.

Freud lanza la siguiente definición de sentimientos: «…las representaciones son investiduras ─en el fondo de huellas mnémicas─, mientras que los afectos y sentimientos corresponden a procesos de descarga cuyas exteriorizaciones últimas se perciben como sensaciones…» (p. 174). Freud entiende a los sentimientos como procesos de descarga. Qué son estos procesos de descarga que no involucran la motilidad voluntaria? Cosas sentidas en el cuerpo que necesitan ser descargadas. Los afectos serían procesos de descarga de lo somático que tomarían la vía del sistema nervioso autónomo.

A pesar de los grandes esfuerzos actuales por hacerlo todo derivable del contexto cultural y social, es un hecho científicamente reconocido, que las emociones básicas son de carácter universal. ¿Cómo se explica esta universalidad del patrón de descarga típico de cada emoción? La respuesta que da Freud es el trauma, se entiende así que el trauma es algo estructural en la configuración de lo humano, esto es lo que hace que un ser humano en China no sea, esencialmente, diferente de uno en España.

En «Inhibición, síntoma y angustia» (Freud, 1926) se declara: «…Los estados afectivos están incorporados en la vida anímica como unas sedimentaciones de antiquísimas vivencias traumáticas y, en situaciones parecidas, despiertan como unos símbolos mnémicos. Opino que no andaría descaminado equiparándolos a los ataques histéricos, adquiridos tardía e individualmente, y considerándolos sus arquetipos normales…». (p. 89).

Esta huella ancestral dictaría el modo particular de descarga, esta suerte de conversión normal. El síntoma de conversión propio de la histeria no parece involucrar tanto al sistema autónomo como el presente en las emociones. Freud afirma que la histeria actúa en «…sus parálisis y demás manifestaciones como si la anatomía no existiese o como si no tuviese ningún conocimiento de ella (…) Toma los órganos en el sentido vulgar, popular del nombre que llevan: la pierna es la pierna hasta la inserción de la cadera, y el brazo es la extremidad superior tal y como se dibuja bajo los vestidos…» (p. 206). De esto podemos deducir que la conversión opera sobre el cuerpo erógeno, sobre una representación de cuerpo, atravesado por el significante, al decir de Lacan, recortado. 
El origen del síntoma histérico se debe a un afecto que no ha encontrado una descarga adecuada y se ha convertido en algo corporal. La cura psicoanalítica es pensada por Freud como el intento por volver a traer a la conciencia las huellas mnémicas, los recuerdos de la representación reprimida, buscando conseguir una abreacción del afecto que una vez separado de la representación a la que estaba originalmente unido ha ido a depositarse sobre el cuerpo. Pero la rememoración sólo resulta terapéuticamente eficaz si el recuerdo del acontecimiento implica la reviviscencia del afecto que estuvo ligado a aquel en su origen. 

En el caso de las emociones básicas, la vía de descarga es de otra naturaleza: se trataría de una descarga a lo somático, no al cuerpo erógeno. Un ejemplo de descarga corporal sería el llanto o un enfado. La angustia, como afecto displacentero, sería un proceso de descarga corporal típico, acompañado de la percepción del mismo. Las descargas de emociones serían por tanto descargas corporales, no psíquicas. En el «Manuscrito E», Freud (1894) sostiene que «…la fuente de la angustia no ha de buscarse dentro de lo psíquico…» (p. 229). Se trataría de un factor físico de la vida sexual. La energía sexual somática acumulada, no ligada, diríamos, sin mecanismo psíquico, se descarga como angustia. Entre las dos formas de expresión de la cantidad de excitación pulsional, la vía de los afectos (descargas somáticas) está ligada a la vía de la representación psíquica, si la excitación pulsional no logra unirse a una representación psíquica aparece en forma de angustia, afecto displacentero que se descarga en el cuerpo y que alerta al yo del peligro.

Los afectos pueden ser entendidos, entonces, como uno de los destinos posibles de la pulsión, como un proceso particular de descarga en lo somático y su correspondiente percepción, siguiendo los arquetipos de traumas ancestrales al modo de universales síntomas conversivos, aunque a diferencia de éstos, sí comprometerían al sistema nervioso.