Abejas



En la escena de la Oración en el monte de los olivos, Andrea Mantegna ha decidido incluir también unas curiosas colmenas, en las que nunca me había fijado... Este es el extraño poder del símbolo, que te hace ver lo que antes no veías.


En uno de esos giros al que el laberinto del simbolismo nos conduce, hoy nos dejamos llevar por el fluir de sus aguas para deslizarnos en el tiempo y en el espacio a lugares que parecían invisibles a los ojos. De la mano del símbolo recorremos las más bellas geografías universales, las que pueblan las mentes de nuestros ancestros, los de aquí y los de más allá, los prados, los ríos y las venas que, nacidos en lo alto de las cumbres, en el jardín más allá de lo medible y observable por los sentidos, riegan nuestros cuerpos iluminados por el oro. El oro del aceite del que hemos tratado al hablar de la Menorá judía, nos conduce a la cera de las abejas, quizás por eso me he puesto tan poética, porque las abejas no son otra cosa que poesía al vuelo. Aterricemos entonces, vayamos a la materia, la de las lámparas y el aceite mediterráneo que en la tradición cristiana se transformó en velas y en cera, delicadamente construida a partir de la recolección del néctar en las flores de nuestros montes. Como no podía ser de otra manera, ningún instrumento, como ningún animal y ninguna planta está libre de significado en el simbolismo. La cera de los cirios, tan imprescindibles en la liturgia cristiana, nos conecta, a través de las abejas, con la miel y la leche, néctar de los dioses que en San Bernardo se traducen todos ellos en poesía y simbolismo mariano. 
En alguna otra entrada hemos hablado de la leche dentro del simbolismo de la mitología gallega, inseparable además del simbolismo lácteo de su vía de las estrellas a Compostela. La leche, como las vacas, son la materia de la que están hechos los gallegos, es por eso que no podía cuajar mejor una figura como la de San Bernardo, el doctor melífluo, en tierras gallegas.

Antes de traer la poesía bernardina, hablaremos de la importancia de los cirios, sustitutos naturales de la Menorá judía, en la liturgia cristiana. El Pregón pascual (llamado también Exultet, por la primera palabra del texto en latín), es uno de los más antiguos himnos de la tradición litúrgica romana de la Iglesia católica. Existen testimonios de su existencia desde fines del siglo IV d. C. Se canta integralmente la noche de Pascua en la Solemnidad de la Vigilia Pascual, por un diácono, por el propio sacerdote celebrante o por un cantor seglar.

Traigo, a continuación, un fragmento del "Simbolismo del Templo cristiano", en el que las maravillosas explicaciones de Jean Hani nos iluminan como el mejor de los cirios pascuales.

Hacia la mitad del canto del Exultet, el diácono pronuncia estas palabras: «Recibe, Padre santo, en esta noche sagrada, la ofrenda que la Santa Iglesia te presenta por mano de sus ministros como un incienso vespertino, por la oblación solemne de este cirio cuya materia ha sido suministrada por las abejas...» Enciende entonces el cirio y celebra esa llama que «tiene por alimento la cera que la madre abeja (apis mater) ha producido para la composición de esta preciosa antorcha.» Eso es todo. Pero la evocación de la apis mater estaba ampliamente desarrollada antaño en un «Elogio de la abeja» que figuraba en el Sacramentarlo galicano y que fue suprimido del oficio hace ya varios siglos. Este elogio, que se incluía en el Exultet después de las palabras apis mater eduxit del ritual actual, es un fragmento bastante largo y muy bello de poesía en prosa que desarrolla los temas siguientes: la abeja ostenta el primer rango entre los animales porque está dotada de una «gran alma» y de un «poderoso genio»; este genio se manifiesta en las ocupaciones laboriosas cuyo término lo constituyen la cera y la miel, «ese néctar exprimido de las flores» que ella derrama en las celdillas de cera. Por último, la abeja es un animal virgen «cuya virginidad nueva es violada y que, con todo, es fecunda», lo que constituye una analogía con María, quien concibió de este modo. Así, la abeja laboriosa produce este alimento puro que es la miel y la cera, materia pura ésta también, que, en el simbolismo medieval, representaba el cuerpo de Cristo, engendrado por María, la Abeja divina. En el ritual pascual actual sólo se menciona la cera; pero la evocación del néctar en el ritual galicano no debe olvidarse. Así, como se deduce de su inserción en el ritual en ese lugar, el símbolo de la abeja es puesto en relación directa con la resurrección, pues la iluminación del cirio pascual representa la salida de Cristo de la tumba. El simbolismo de la cera es todo él simbolismo de humildad: materia perfecta, pero humilde, que se anula y se destruye a medida que «alimenta» la llama. La miel, por el contrario, es un símbolo «triunfante», tradicionalmente relacionado, como la abeja, con el sol; del mismo modo que el oro es la luz mineral, la miel, de color de oro, es la luz vegetal, la quintaesencia de la luz solar elaborada en las flores. Por esto es por lo que la miel límpida ha sido siempre tomada como emblema de la pureza, también (los adoradores de Mitra se purificaban los labios con miel), y como símbolo de la ciencia en conexión con el genio sabio de la abeja. Éste es el sentido de la bella leyenda relatada por Eliano, según la cual unas abejas habrían formado un panal en la boca de Platón, signo del carácter sobrenatural de su filosofía. Pero, ¿sabían que se refiere esta misma leyenda a propósito también de
San Ambrosio? Cuando el futuro doctor no era más que un niño en la cuna, unas abejas entraron, dicen, en su boca abierta, y luego se fueron volando hacia el cielo, muy alto, muy alto, hasta perderse de vista, lo cual entusiasmó al padre de Ambrosio, que vio en ello un signo de la gloria futura de su hijo.


Emblema de la ciencia, la miel lo es también de la poesía, la cual, según la concepción tradicional, es un don del cielo, como la ciencia, y más especialmente de Apolo, el dios solar. Es curioso notar, a este respecto, que, en griego, las palabras que designan el lirismo -meliké- y el poeta lírico -melikos- proceden de la misma raíz que meli (miel). No hay nada de sorprendete, pues, en que la miel haya servido igualmente para designar el alimento espiritual. En la India, la bebida ritual, el soma, es llamado a veces miel (madhu), y leemos en el Rig Veda que las abejas hicieron ofrenda de miel a los Asvins. En los misterios de la Antigüedad clásica, las sacerdotisas eran a menudo llamadas abejas (melissai); así, por ejemplo, las de Deméter. La abeja era considerada como divina -melissa thea- en los Misterios de Eleusis y otros, y las sacerdotisas-abejas dispensaban ritualmente la miel a los neófitos en ellos. Alimento de inmortalidad, la miel fue utilizada en los ritos funerarios, pues pasaba por proteger contra la corrupción, nos dice Plutarco; en Grecia, colocaban tarros de miel cerca de las piras y sobre las tumbas; en otras partes, se untaba con miel a los difuntos, y es casi seguro que éste es el origen de las máscaras mortuorias de cera.

Estas observaciones nos conducen de nuevo directamente al oficio de la Gran Vigilia pascual. En el transcurso de la misa a la que asistían, los neófitos, en los primeros siglos, recibían el melikraton, bebida compuesta por leche y miel, como prenda de su resurrección en Cristo. El melikraton desempeñaba el papel de bebida de inmortalidad. Este rito debía de sustentarse en el pasaje del Éxodo (13,5) en que Dios describe la tierra prometida como aquella en que "mana leche y miel". La Eucaristía es el banquete de la verdadera tierra prometida; y como el neófito entraba, de algún modo, en la Tierra prometida siguiendo a Cristo resucitado, vemos cómo este viejo rito se inscribía en el oficio de Pascua, en el que, todavía hoy, la abeja es asociada al misterio de la resurrección.