Pensar sobre la sexualidad que se articula con la madre viene a ser algo así como el agujero negro de lo femenino. A menudo el referente sexual suele encarnarlo el padre, precisamente porque resulta más fácil de calificar como perverso, antes que desmontar el ideal del instinto materno, o incluso el del amor materno. Resulta más cómodo diagnosticar la perversión de los hombres antes que meterse en el agujero negro de lo inexpresable que representa una madre perversa. Hay una creencia popular extendida de que los hombres son más agresivos que las mujeres, pero también hay una expresión en forma de insulto que parece recoger muy bien la oscuridad innombrable que se oculta detrás de un hombre perverso, y es la expresión que lo califica como un hijo de puta.
Incluso para hablar del incesto se habla siempre de varones, como si una mujer, menos todavía una madre, no pudiera desarrollar relaciones incestuosas. Pareciera que la noción de perversión está hecha a medida de los varones, sin embargo lo que nos revela el psicoanálisis (experto en abordar asuntos incómodos) es que si no encontramos mujeres perversas es porque son las madres. Los mismos hombres perversos no dejan de ser en el fondo mujeres fálicas, pues no han llegado a constituirse plenamente como hombres. Quizás, en los movimientos anti sistema que han caracterizado los últimos tiempos de nuestra sociedad, se esconda precisamente un anhelo de unión con la madre fálica, fuera de toda ley y que se traduce en cómo la psicosis se ha ido convirtiendo en la patología más extendida de nuestros días. Tanto la perversión como la psicosis ponen en evidencia a hombres y mujeres aferrándose, ya no a las faldas de mamá, sino al falo de mamá, incapaces de soportar la pérdida del ideal de una madre todopoderosa que no necesita de un padre para procrear y que por lo tanto se vuelve autosuficiente frente al mundo y única para hacer completud con la criatura. Vemos cómo las fantasías de autosuficiencia que abundan entre los movimientos anti sistema que proliferan en estos tiempos en los que se ha desterrado el Nombre del Padre, no dejan de reproducir ese mito de la madre fálica todopoderosa y nutriente, pero cuyo cordón umbilical obtura toda posibilidad de palabra propia, los esfuerzos de desmentida del falo se vuelcan por completo en sostener un engaño que hace imposible la salida del círculo de la mentira. Pero entre la madre y la hija no hay corte, una se vuelve la otra, lo sexual de una madre es la intrusión, y es también lo que hace que una madre pueda decir "cualquier cosa" a una hija. La relación entre lo femenino de la madre con lo femenino del hijo/hija es lo innombrable, lo absolutamente imposible de decirse, es el vértigo terrible de lo demoníaco, del caos indecible y de lo más absolutamente extraño.
Probablemente la expresión de Lacan que dice que “no hay relación sexual” tenga tan solo una excepción, y esa es la relación sexual con la madre. Pensar acerca del servicio sexual que le presta un hijo/a a una madre es algo que choca frontalmente con todos nuestros ideales burgueses bien-pensantes. Una madre necesariamente es fálica en el inicio de los tiempos, esa posibilidad es la que le otorga la vida al hijo/a, pero si se niega a renunciar al falo entonces también tiene el poder de quitarle la vida que le dió. En esa frontera en la que se juega algo de lo intocable de la función materna como dadora de vida, aparece también el aspecto ominoso de quien quita dando. El agujero negro de lo femenino es lo contrario a un origen, es una ausencia de lugar, es el caos que se opone a la estructura filiatoria de lo masculino, un espacio incierto, indeterminado y desestructurante. Así como la fantasía parricida del asesinato del padre es el fundamento de la filiación en la estructuta padre-hijo, no hay un equivalente de filiación entre madre-hija, las hijas no matan a las madres, por tanto no hay ruptura ni una discontinuidad entre lo femenino de un hijo/hija y lo femenino de una madre. Al hablar de la relación madre-hija como también la de padre-hijo debemos tener en cuenta que ambas forman parte de la estructura psíquica de toda persona, por eso el mito del hijo que mata al padre como el de lo indecible entre una madre y una hija son válidos para cualquier persona.
La posibilidad de filiación entre madre-hija no tiene ruptura si no es a través de lo masculino, por eso en lo femenino hay un peligro grande de quedar atrapado en lo demoníaco y perverso. A menudo no se tienen en cuenta estos peligros de lo femenino cuando se le absolutiza en un ideal de ternura, bondad, sutileza y pureza. Frente a la violencia de lo masculino que mata con las propias manos, la violencia sutil de lo femenino es la que mata en vida, la que utiliza las palabras para convertirlas en ausencia de Palabra. Al no haber posibilidad de filiación en la relación madre-hija, parece que tampoco cabría la posibilidad de transformar el lugar de niña sin la intervención de lo masculino. Pero no solo no va a haber filiación sino ningún tipo de dosificación en esa relación entre la perversión de una madre y una hija, por tanto el vicio y lo demoniaco parecen brotar descontrolados de la madre fálica, la que se viene encima, y ante cuya única defensa solo cabe el miedo sucumbiendo al arrasamiento. Hay también algo de esa relación con la madre fálica en lo sexual masturbatorio, en todas esas relaciones sexuales adictivas que convierten los vínculos en consumos. Detrás de toda adicción parece encontrarse un intento fallido de desprenderse del miedo a la madre fálica, una adicción como búsqueda de un corte que no logra establecerse con la madre, lo adictivo se convierte entonces en una forma de defensa desesperada de la mirada de esa madre que aparece escondida en un rincón de la sala, mirando y esperando a que el hijo/hija se haga adicto. El arrasamiento de ese corte, con una nueva intrusión materna donde la madre celebra justamente la incapacidad para establecer el corte del hijo/hija.
No hay sexualidad de madre y sexualidad de hija, la consecuencia de la indistinción es precisamente la intrusión, son esos vínculos que se caracterizan por la intrusividad total, ese otro que todo el tiempo entra apropiándose del espacio que no le pertenece. Son esos hombres que creen que pueden adueñarse del cuerpo y del tiempo de una mujer, al igual que también esas madres que creen que pueden entrar en la habitación de un hijo sin pedir permiso, su condición de habitáculo en el origen de los tiempos, parece haberles proporcionado un derecho del que no se quieren desprender, pues si bien la madre fálica es necesaria en los primeros momentos de vida de un bebé, se vuelve un peligro devorador que en muchos casos ha sido representada mediante las fauces del dragón, la serpiente o incluso la madre cocodrilo de la que habló Lacan. La madre fálica reserva todo su poder destructor para los espacios intra familiares, el desborde se produce siempre en lugares que quedan por fuera de la mirada de la civilización. En nuestro tempo, el ámbito rural, frente a lo civilizado de la ciudad, se ha convertido en un símbolo de ese lugar marginal y anti social que facilita la perversión de puertas para adentro, frente a la cara bonita que se ofrece hacia el mundo civilizado. Son esas familias que se vuelven serviles con los de fuera y destructoras para con los de dentro, las que, refugiándose en una engañosa noción de cuidado, destruyen todo lo que dicen cuidar.