Arco reflejo

Las representaciones del relato de la Anunciación del ángel Gabriel a María nos ofrecen siempre un espacio sagrado en el que se encuentra la Virgen, no es más que ese espacio que la madre hace en su deseo para alojar al bebé. Entre Eva y María hay un recorrido psíquico similar al recorrido del pueblo de Israel saliendo de la esclavitud para buscar la libertad. Ese recorrido entre Eva y María (Ave María) es el que permite a una mujer un pasaje psíquico que vislumbra las diferencias entre vivir la maternidad con culpabilidad o por el contrario ser quien de alojar a una criatura en el deseo propio (la posición materna es posible tanto en hombres como en mujeres, tiene más que ver con la simbolización psíquica que con lo físico). 

Nuestro primer hogar o habitáculo en el que poder sobrevivir recién llegados al mundo es el deseo de la madre. Las representaciones que se han hecho en el arte, de la Anunciación del ángel Gabriel a María nos hablan incluso del origen de ese deseo, previo incluso a la concepción, el bebé es fruto de un deseo que es capaz de abrirse un hueco en el deseo de quienes lo convocan, como bien lo expresó Francoise Doltó “el deseo es creador de hombres” y para un bebé la madre (o el adulto a cargo) es la única representante de ese deseo, pues para el bebé poco importan los brazos de otras personas que no son los que lo envuelven y lo amamantan, de nuevo la materia es la que marca el camino. En este primer momento de la vida, el padre no tiene ninguna función nada más que lo que sea capaz de provocar en la madre (por ejemplo, si genera angustia o paz en la madre), un bebé vive al padre a través de la madre. Genitor o no, un padre siempre tiene que adoptar al hijo, ser padre es algo muy distinto a ser progenitor. Esa función aparentemente "privilegiada" de la función materna sobre la paterna se convierte en un símbolo fálico, por eso se dice que un hijo, para una madre, es el símbolo del falo, pues le da una posición de poder, con todo el peligro que esto conlleva, pues el niño puede quedar atrapado en esa identificación con el falo. De los peligros de quedar atrapado en los deseos (ausencia de deseo) de la madre nos habla Françoise Doltó, son conceptos que vislumbran el peligro de la enajenación en relación al otro. Dejar de ser “uno mismo”, dejar de encontrarse “uno mismo”, ya desde los principios del desarrollo del niño.

En los primeros meses de vida, un bebé no comprende lo que se dice, solo comprende la entonación con la que su madre, principalmente, le habla. El bebé sabe descifrar, mejor que nadie, el deseo, pues más allá de las palabras, nuestra entonación revela si hay en ellas entusiasmo, amor, frialdad, cinismo o cabreo. Un bebé que no recibe mucho amor se vuelve experto en tratar de captar, por pequeña que sea, una leve entonación reveladora de deseo en la madre, pues es a partir del modelo o referente de cómo el otro vive su deseo, que el niño podrá también descubrir su propio deseo. Generalmente, estas personas se vuelven mucho más sensibles a la música o al arte, en su adultez. Si en la madre no hay deseo, el referente para que el niño pueda encontrar su deseo se vuelve más difícil. Es lo que sucede en la psicosis, madres carentes de deseo, y padres desvinculados del deseo, que abocan a los niños al deber y a la obligación por sobre el querer y el deseo. Esos primeros materiales que el infante va recogiendo es con lo primero que puede trabajar, son las primeras marcas que hacen de suelo, de base al inconsciente. El hecho de ser las primeras es lo que les da tanta importancia, porque es el suelo en el que se edificará todo el edificio inconsciente. Si justo, en el momento de las primeras marcas significantes de un bebé, la madre está mirando para otro lado (por un duelo, un embarazo no deseado, una crisis de pareja, etc…) será una madre preocupada por otra cosa, que está pensando en otra cosa, esto no significa que no quiera a ese bebé, sino que a nivel deseante, no está conectada y esto hace que el niño no encuentre donde alojarse, a nivel deseante. Después la cosa puede cambiar, pero esas marcas son irreversibles. El deseo se expresa siempre a través de la materia. Esa materia se traduce en escritura psíquica en la mente del bebé, no es a partir de la imaginación, sino de situaciones reales acontecidas. Los recursos de un recién nacido para incorporar esas marcas son muy escasos, interpretamos lo que podemos. Lo primero que incorporamos es lo sensorial, registramos la voz de quien nos cuida, de quien más está con nosotros. Y de esa voz no entendemos lo que dice pero si su tono, lo que nos sirve de materia para interpretar es la tonalidad de la voz, aunque no se entienda el significado se percibe la tonalidad. Esta materia, para un bebé es mucho más importante que la materia del dinero, los recursos o las posibilidades económicas de la familia. El significante es materia cuyo elemento base es la letra, el significante se traduce en cosas concretas que se materializan en la vida, de otra manera el texto sagrado también nos dijo que en el principio era el Verbo, lo que decimos genera realidad, y más allá de lo que decimos está también cómo lo decimos, si las palabras se ajustan o no a la realidad de lo que expresan.

Cualquiera sea la cultura en que nazca, el niño es sostenido por la madre contra su cuerpo. Cuando el contacto con ese cuerpo se interrumpe, lo que persiste de la experiencia es la huella del contacto corporal, constitutiva de una estructura encuadrante que aloja la percepción perdida del objeto materno en forma de alucinación negativa de esta. El deseo, en esta etapa de la vida, tiene una forma alucinatoria de satisfacerse, según el principio de placer, que poco a poco irá transmutándose para satisfacerse según el principio de realidad. En la primera etapa de su trabajo, Freud utilizó el esquema del arco reflejo para entender la actividad psíquica. Este modelo fisiológico, que describe la respuesta a un estímulo, se aplicaba para explicar cómo la energía psíquica se mueve de la percepción a la respuesta motora. Freud se inspira en la neurofisiología para crear su esquema del arco reflejo, tomando en cuenta lo esencial del sistema de relaciones de un ser vivo: éste recibe algo, una excitación, y responde algo. En esencia se trataría de dos polos, el de la izquierda, polo sensitivo, en el que se percibe la excitación, es decir la inyección de una cantidad x de energía, cuando recibe algo. El de la derecha, polo motor, donde el sujeto libera la energía recibida mediante una respuesta inmediata. Freud se sirve de este modelo para explicar el advenimiento del acto de desear. La emergencia de la necesidad en el organismo del recién nacido (por ejemplo, el hambre), produce una tensión en el sistema nervioso que trata de ser liberada, por ejemplo a través del llanto, pero esta descarga no será suficiente para eliminar la tensión. Lo que la necesidad requiere es una acción específica para poder quedar satisfecha, en el caso del hambre, el acto de comer.

Cuando la necesidad queda cubierta por primera vez, tiene lugar una vivencia de satisfacción. Desde ese momento, quedan asociadas en la memoria la huella de la necesidad (hambre) y la de la satisfacción. Es importante señalar que la primera vez que aparece el objeto de la necesidad, el bebé no lo ha buscado, ya que todavía no tiene una representación psíquica de él. Podemos decir que la necesidad satisfecha era una necesidad pura, sin mediación psíquica aún. Siguiendo las explicaciones que nos ofrece Daniel González, la idea clave de la concepción freudiana del deseo estaría en que cuando la necesidad aparece de nuevo, la función psíquica, siguiendo el punto de vista del arco reflejo, generará un movimiento psíquico en sentido regresivo dirigido a investir la huella mnémica de aquel primer objeto y no a un objeto real capaz de satisfacer la necesidad actual. Es decir, el bebé buscará la satisfacción alucinando el pecho, sin capacidad todavía para diferenciar una alucinación de una percepción.

La realización del deseo, aunque ha partido de una experiencia vivida en el plano de la necesidad, es totalmente ajena a ella, pues si la necesidad se satisface con una acción específica, el deseo se realiza a través de la identidad de percepción, es decir, mediante el reencuentro alucinado con ese objeto perdido. Por este derrotero, la búsqueda del objeto del deseo queda separada del impulso a la supervivencia, siguiendo un camino que conduce a la desadaptación del organismo. El objeto buscado es un objeto perdido para siempre; más aún, su pérdida fue la que inauguró el acto de desear: es la pérdida de ese primer objeto la condición indispensable para que surja el deseo como moción psíquica dirigida al exterior. Pero lo paradójico de todo esto es que la función alimenticia está al servicio del surgimiento del deseo (de otra manera lo expresó el texto bíblico diciendo que no solo de pan vive el hombre), es este último el que nos sostiene en la vida, al revés de lo que se cree, no son las necesidades básicas cubiertas las que nos dan la vida, lo que nos mantiene vivos es el deseo. De hecho por más que un bebé tenga a su disposición todos los alimentos necesarios para sobrevivir, si no es acogido por los brazos y el deseo de un otro, no sobrevivirá.

Esta peculiaridad de estar asociado a una falta es la que explica que el deseo humano siempre quede insatisfecho y que su desplazamiento de objeto en objeto sea infinito.

La alternancia de los contactos madre-bebé, piel a piel, cuerpo a cuerpo, frutos de la ternura materna, y los límites a la misma, constituyen, para André Green, una “estructura encuadrante (o enmarcante)”, matriz representacional de lo psíquico. De ahí la importancia de que esa estructura encuadrante esté unificada, es decir, que el calor de los brazos maternos sea uno con el calor del deseo psíquico.