A mi padre le encantaba la naturaleza, disfrutaba del campo, de los árboles, la huerta, los pájaros, de toda oportunidad que hubiese de estar en contacto con la naturaleza, quizás por eso siempre se empeñó en instalar estufas de leña en todas las casas en las que vivimos en la ciudad, además de obtener el calor de la leña también le daban la oportunidad de pasar un tiempo subido al tejado disfrutando del cielo.
A mi padre le encantaba la playa. Recién llegados de las montañas de San Simón nada les daba más miedo a él y a sus hermanos que aventurarse a meter un pié en ese océano oscuro del mar del Orzán. El que años más tarde acabaría casando a mis padres fue quien introdujo a estos incautos en el intrépido mundo de la playa. Mi tío Juan fue el primero en probarla, por supuesto, y después de él todos los demás. Quién les iba a decir que aquel chico alocado que había apostado con Juan a llevarlo a un prostíbulo a cambio de que él fuera a una misa, se acabaría convirtiendo en sacerdote y casando a mis padres.
Ayer soñé con el caminito que conduce a la playa de Santa Cruz, y ese camino es para mi una auténtica magdalena de Proust. De niños lo recorrimos más de 1000 veces, íbamos y volvíamos a la playa todos los días de verano. A mi padre le encantaba también ese camino, cuando íbamos con él nos parábamos siempre a sentarnos un rato en un murete que había adosado a una casa y sobre el que crecían hierbas y matorrales. Después de sentarnos quedaban las huellas de nuestros culos que habían aplastado las hierbas sobre el muro. De regreso a casa nos deteníamos a observar nuestras huellas, satisfechos de que siguieran allí, difuminandose hasta que al día siguiente no quedase casi rastro. Aunque ciertamente no se podía disfrutar más de la playa de lo que la disfrutaban aquellos 3 niños con su padre, sin embargo, el camino de ida y vuelta era lo mejor de todo. Ese camino era perfecto, lo tenía todo, un pequeño tramo que transcurría entre un bosque de eucaliptos y que nos obligaba a ir en fila india, un lavadero a la salida en donde nos parábamos a mirar el agua, un tramo de carretera secundaria por la que nunca pasaban coches, una granja en la que a menudo nos deteníamos a comprar huevos, un tramo con chalets todavía no amurallados a cal y canto como los de hoy en día (podíamos ver sus piscinas desde fuera), y un descampado con camino de tierra escalonado para bajar a la playa que era bastante sinuoso y empinado.
El camino de la playa regresó esta noche a mis sueños, como respuesta a una pregunta que me ha rondado estos días. Lo que parecía ser un simple y poco complejo sueño se reveló en un borbotón de recuerdos, asociados a ese camino, pero sobre todo asociados a la capacidad de ejercer como padre de mi padre.
Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.
Proust