Corona de Ariadna

Icono ruso del descenso al inframundo


La corona de Ariadna podrá verse en el cielo nocturno en la “Corona Boreal”. Diadema de siete estrellas que apunta siempre al norte y que como constelación, será justo en el mes de mayo, en la apoteosis de la primavera, que alcanzará su punto álgido en el firmamento… Ariadna se convierte en el norte para todo aquel que, habiendo conocido ese lugar solitario y sin sentido del abandono, puede ponerse en pié de nuevo, sin miedo a pisar sobre lo firme. Las lágrimas cubren a Ariadna de realidad mientras se levanta de la angustia a la que la orilla de Naxos la ha arrastrado. Uno puede volver de vez en cuando a Naxos, pero sólo una vez se vuelve de Ariadna. Con ella empieza la vida, a su regreso ya nada vuelve a ser lo mismo, el mundo se ha transformado. 

Ariadna en pie, entera y serena, aun con lágrimas en los ojos, es la afirmación del sujeto frente a la alienación del objeto. Ariadna se sobrepone a los aspectos contingentes de la existencia, como ese icono en el que Jesucristo destruye las puertas del hades, tras su descenso a los infiernos para rescatar a los condenados. Con ambos comienza una vida transformada, una vida que no tiene que mirar fuera para llenar un vacío dentro de sí, una vida que se serena gracias a las inevitables heridas de la crucifixión, fuente de dignidad y fortaleza. Ariadna, al igual que Jesucristo, adquiere el porte y la nobleza de una Reina. 

El mito trasciende la lectura meramente relativa al desamor y nos señala con mayor profundidad, hacia la existencia en su vertiente necesariamente dolorosa, a veces incluso desesperada. 

Dignidad de quienes conquistan su propio reino sin esperar a que nadie se lo ponga en la cuenta. 

Arribadas a la otra orilla, conduciremos la nave hacia el espíritu de la vida que se enamora de nosotras.