Ariadna en pie, entera y serena, aun con lágrimas en los ojos, es la afirmación del sujeto frente a la alienación del objeto. Ariadna se sobrepone a los aspectos contingentes de la existencia, como ese icono en el que Jesucristo destruye las puertas del hades, tras su descenso a los infiernos para rescatar a los condenados. Con ambos comienza una vida transformada, una vida que no tiene que mirar fuera para llenar un vacío dentro de sí, una vida que se serena gracias a las inevitables heridas de la crucifixión, fuente de dignidad y fortaleza. Ariadna, al igual que Jesucristo, adquiere el porte y la nobleza de una Reina.
El mito trasciende la lectura meramente relativa al desamor y nos señala con mayor profundidad, hacia la existencia en su vertiente necesariamente dolorosa, a veces incluso desesperada.
Dignidad de quienes conquistan su propio reino sin esperar a que nadie se lo ponga en la cuenta.
Arribadas a la otra orilla, conduciremos la nave hacia el espíritu de la vida que se enamora de nosotras.