Estrago materno

Grabado de Gustave Doré del juicio de Salomón. 


16 En aquel tiempo vinieron al rey dos mujeres rameras y se presentaron ante él. 17 Una de ellas dijo:
—¡Ah, señor mío! Yo y esta mujer habitábamos en una misma casa, y yo di a luz estando con ella en la casa. 18 Aconteció que al tercer día de dar yo a luz, ésta dio a luz también, y habitábamos nosotras juntas; ningún extraño estaba en la casa, fuera de nosotras dos. 19 Una noche el hijo de esta mujer murió, porque ella se acostó sobre él. 20 Ella se levantó a medianoche y quitó a mi hijo de mi lado, mientras yo, tu sierva, estaba durmiendo; lo puso a su lado y colocó al lado mío a su hijo muerto. 21 Cuando me levanté de madrugada para dar el pecho a mi hijo, encontré que estaba muerto; pero lo observé por la mañana y vi que no era mi hijo, el que yo había dado a luz.
22 Entonces la otra mujer dijo:
—No; mi hijo es el que vive y tu hijo es el que ha muerto.
—No; tu hijo es el muerto, y mi hijo es el que vive —volvió a decir la otra.
Así discutían delante del rey. 23 El rey entonces dijo: «Ésta afirma: “Mi hijo es el que vive y tu hijo es el que ha muerto”; la otra dice: “No, el tuyo es el muerto y mi hijo es el que vive.”» 24 Y añadió el rey:
—Traedme una espada.
Y trajeron al rey una espada. 25 En seguida el rey dijo:
—Partid en dos al niño vivo, y dad la mitad a la una y la otra mitad a la otra.
26 Entonces la mujer de quien era el hijo vivo habló al rey (porque sus entrañas se le conmovieron por su hijo), y le dijo:
—¡Ah, señor mío! Dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis.
—Ni a mí ni a ti; ¡partidlo! —dijo la otra.
27 Entonces el rey respondió:
—Entregad a aquélla el niño vivo, y no lo matéis; ella es su madre.
28 Todo Israel oyó aquel juicio que había pronunciado el rey, y temieron al rey, pues vieron que Dios le había dado sabiduría para juzgar.
(1 Re 3, 16-28)

Este pasaje del libro de Reyes nos viene muy bien para ejemplificar los devastadores resultados del estrago materno. En su versión más dañina serían los de esa madre que prefiere a un niño muerto antes que dejarlo ir y separarse de él. La verdadera madre antepone el superior interés del niño a su propio derecho, está dispuesta a desprenderse de su hijo y cederlo a la otra mujer para evitar que le hagan daño. La verdadera madre detiene el infanticidio. La otra se hace la loca, mientras el bebé muerto yace en el suelo.

Aunque el prototipo de violencia más visible sea en muchos casos típicamente masculina, hoy hablaremos de un tipo de violencia más propiamente femenina, que justamente por esto, pasa más desapercibida y es más invisible. Únicamente el psicoanálisis ha profundizado en los peligros tan devastadores de este tipo de violencia, se trata del estrago materno.

El primer objeto de amor, tanto para el hombre como para la mujer, es siempre la madre. En el recorrido que el ser humano hace desde un primer amor de tipo infantil a otro más maduro, es necesario atravesar los estragos de ese primer gran Otro que representa la madre. Para la mujer este proceso tiene unas particularidades más complejas, pues para ella, la madre representa su media naranja perfecta, mientras que en el varón, por una cuestión biológica, el pene hace de barrera en esta relación absorbente. El miedo de castración del varón le impulsa a salir disparado de esa relación dual, y esto a la niña no le pasa, pues no tiene nada que perder, por tanto su salida del Edipo es más compleja.

La célula narcisista madre-fálica-hijo corresponde al imaginario, un imaginario de completud derivado de lo real. Lo real es causa, el sujeto habla porque hay algo que lo hace hablar, si todo estuviera completo no se hablaría. Pero a esa completud con la madre es necesario ponerle un límite, si bien en un principio sirve de aseguro al bebé, la completud con la madre es un engaño porque el niño tiene un cuerpo propio, independiente del de la madre, que poco a poco tiene que ir haciendose autónomo. La función fálica entra en el segundo tiempo, el primer tiempo es el del deseo de la madre con el hijo, al cual, si no se le pone límites, puede resultar devorador y devastador. La terceridad introduce una cuña para separar a la madre del niño. En el caso del niño, sale de la relación edípica por la angustia de castración, pero en el caso de la niña puede haber varias formas, una de ellas es buscar lo que le falta en el padre, lo que la madre no puede darle. Sin embargo, la relación de apego entre la madre y el hijo permanece, es esa zona en donde se juega el estrago, pues el significante fálico no cubre todo el goce y hay un agujero imposible de tapar.

La díada madre-hijo constituye un imaginario de completud, que la función paterna debe separar, el concepto de no-todo que introdujo Lacan hace referencia precisamente a romper esa ilusión imaginaria por la cual el hijo cree que la madre lo es todo. La mujer, además de ser madre, es también esposa. Es necesario que la mujer se sepa dividida, que rompa esa continuidad entre madre-mujer, pues si esto fuera así podría pasar de ser madre a ser la mujer del hijo. Cuando la madre, además del hijo, tiene otros deseos que están por fuera de esta relación, entonces ese peligro devorador de la madre como aquello que lo es todo para el hijo, queda limitado, subsumido. El peligro de la madre devoradora que Lacan llamó la madre cocodrilo es el peligro de hacer del niño el objeto que la colma, es decir, el falo. Si el niño salía de la ecuación del Edipo precisamente por el miedo a perder el falo, la niña, que no tiene nada que perder, va a ir en busca del falo, y una de las maneras de hacerse con el falo será precisamente a través del hijo. El nombre del padre opera subsumiendo el goce loco materno, pero si esta función paterna es debilitada y se queda en una mera protesta, no termina de separar a la madre del niño/a y surgen los problemas. A menudo los síntomas que se observan en niños tienen que ver con ser el objeto de la madre o también con ser el síntoma de la pareja, el problema no es el del niño, sino que con quien se debería trabajar en estos casos es con los padres y ayudar al niño a desmentir algunas certezas de los goces maternos, que le hacen vivir asustado, inhibido o con crisis de angustia.

Lo real de una madre es el goce, la madre es el Otro primordial, es quien codifica nuestro real del cuerpo, interpretando: esto es hambre, esto es sueño, etc. El Otro es una creencia, en base a eso que la madre cree que le está pasando al niño, y entonces es cuando empieza a pasarle. El niño al nacer cree que el cuerpo de la madre es una continuación del suyo, y ciertamente lo fue durante 9 meses. Al nacer, el niño tiene que afrontar esa pérdida, y la madre también, esa separación se va produciendo progresivamente, no es desde que nace que ya están separados, sino que poco a poco el niño se va dando cuenta de que él es alguien separado de la madre. Y cuantas veces se ven casos en los que todavía la madre sigue hablando por el niño, cuando éste ya es adulto, y no se sabe quien es quien, porque ella sabe mejor lo que le pasa a él. Muchos autismos tienen que ver con esto.

La búsqueda en el padre es una de las salidas de la feminidad, va a buscar lo que no encontró en la madre, pero antes de esta intervención, la madre tuvo que atravesar también la función paterna sin haberse quedado en el goce loco. Si ese lugar de goce, no recubierto por lo fálico es tan desatado, entonces se produce la locura histérica, que ciertamente es un síntoma que llama a gritos por un padre, a poner un límite. Si ese goce queda tan loco, tan poco recubierto por la palabra, se convierte en una voracidad que provoca la dificultad que muestran muchas mujeres para saber qué es lo quieren, cómo hacer para satisfacerlas, piden sin saber que quieren y el otro no sabe como colmarlas. Así como la locura histérica en la mujer se hace ver por aquello que no tiene y no sabe como obtener, en el caso del hombre, la histeria se manifiesta por lo que sí tiene, funciona de otra manera, sería más bien “yo soy una promesa”, “quiero que me miren”, etc. En la mujer es un reclamo constante y difícil de colmar, porque el hombre ya tiene, pero ella no. Se trata del significante falo, el que, simbólicamente, genera todas estas formas diferentes de reaccionar. El significante fálico está inscrito en el subconsciente, el falo es lo que rige para aprender a hablar, para estudiar, para trabajar, etc, pero el significante femenino no existe, y este no existir es lo que nos obliga a inventarlo, es decir, a ser creativos. El goce fálico tiene que ver con el poder, pero el goce femenino tiene más que ver con la creatividad, con encontrar soluciones diferentes para cada uno.

La función fálica no alcanza a recubrir todo el goce materno, queda siempre un vacío que no está cubierto por la palabra, es un goce arbitrario, que no se puede decir, que no se puede expresar. La mujer convive más con ese territorio peligroso del estrago materno, su relación con lo real es diferente que en el hombre, por ello, si logra atravesar ese territorio peligroso sin dejarse atrapar, logrará adquirir cualidades muy valiosas. De ahí el mito de la madre-hija que desciende al inframundo para atravesarlo y salir transformada. 

El complejo de castración que se juega en el Edipo es diferente para el niño y para la niña, él sale por sentirse amenazado, y ella sin embargo entra. La madre tiene un apego de odio a la niña y la niña a la madre, reprochándose constantemente, exigiendose, pidiéndo ser escuchada, compitiendo y anulandose mutuamente, pero es que el odio y el amor van unidos. Ese reclamo de la mujer a la madre es muchas veces continuado en la pareja o en otras personas. Pero para Lacan la mujer no existe, porque no existe ese Otro primordial, universal completo, sino que existen las mujeres, precisamente porque lo propio de la feminidad es la singularidad, la necesidad de inventar, en cada caso una solución diferente que se adapte a la manera particular en la que cada persona debe lidiar con su goce. Por eso cuando se intenta colectivizar a las víctimas, bajo una supuesta excusa de protegerlas y de cuidarlas, lo que se está haciendo es re-introducirlas de nuevo en el estrago materno, que nos aleja de la posibilidad de hacernos cargo de lo que nos sucede, imputando al otro la responsabilidad, y diluyendo la singularidad, es decir, la feminidad que nos da la oportunidad de re-inventarnos y de hacer algo con lo que hicieron de nosotros.

La niña entra en el Edipo por la decepción de la relación con la madre, va a buscar al tercero a partir de esa decepción. Según la posición de la madre en ese supuesto que le falta y que el falo no cubre, ésta tendrá más o menos posibilidades de ayudar al hijo/a. Si ella no pasó por ese atravesamiento de la castración, entonces promoverá un pegoteo con el hijo/a, porque gracias a él/ella puede tapar algo del agujero insoportable de lo real, de ahí la violencia encubierta que esconden las madres devoradoras convirtiendo a sus hijos en objetos y generando impulsos mortíferos elevados. 

El estrago es un efecto de lo real, sin embargo el síntoma está dentro del goce fálico. El estrago no es un síntoma, el estrago es la devastación absoluta. Lo que Freud llamó pre-Edipo, Lacan lo denominó estrago, es un momento complejo, un tránsito, un borde por el cual se pueden precipitar muchas cuestiones... El estrago materno forma parte de la constitución subjetiva, es básicamente la pregunta de qué quiere el otro de mi, ese gran Otro primordial, cómo quiere que me comporte. Es un momento de encontrarse en tierra de nadie, hay madres a las que nada les sirve, todo lo que sus hijos les ofrecen no sirve, hay algo muy fuerte en ellas que impide que los puedan reconocer, que puedan hacerle un hueco a ese hijo en la estructura, y lo que hacen es dejarlos a la deriva, desamparados.

El padre debería decirle a la madre, “deja al niño/a tranquilo”. Si el padre no recoge al niño de ese vacío al que se lanza para buscar apoyo, entonces cae de nuevo en el lugar del estrago materno. La niña le pide al padre que éste le de lo que la madre no le dio, ese sin palabras que ella no puede soportar. Si la cuña paterna no opera, deja al niño/a unido a la madre en el lugar estragante. E igualmente, aunque la madre esté atravesada por la castración, hay un sin palabras de la feminidad que no es suficiente para cubrir ese vacío, si el padre no da un soporte para intentar cubrir ese vacío, entonces viene una devastación, un acto violento.

Según la madre haya atravesado su propia castración, colocará al hijo o a la hija como objeto que le colme, como el falo a envidiar: “que bonita la nena/nene”. La envidia entre mujeres es colocar a la otra en el lugar del falo, y buscarle la falta para impedírselo, de ahí las constantes críticas entre mujeres. Si la madre coloca al hijo/a como el falo, estará más libidinizado, pero si además lo objetiviza lo que hará es rebajarlo, considerarlo un desecho y empujarlo a un vacío del cual es muy difícil salir. Si una madre no acepta la feminidad en sí misma, es muy difícil que pueda ayudar a su hija, este tipo de madres estragantes tienen un rechazo inconsciente muy fuerte a la feminidad. La esencia del goce femenino es lo inexpresable, no hay palabras para explicar el goce femenino, y eso es lo que deja atrapar a las mujeres, algunas mirando a otras mujeres, o mirando lo que él mira, y preguntándose por lo que tienen otras que ella no tiene, buscando un secreto que nadie les da. En lo femenino no hay una transmisión, sino que cada mujer, como también cada hombre con respecto a su feminidad, debe encontrar en su singularidad, las diferentes soluciones que no pasan ni por lo que el Otro espera de mí ni por lo que la sociedad quiere.

El estrago materno es una problemática estructural que presenta una tenacidad especial en la relación madre-hija. Para explicar este fenómeno, Freud investiga en la intensa ambivalencia propia de la relación preedípica con la madre, mientras que Lacan equipara el deseo materno a la boca de un cocodrilo presto a devorar al niño, de no ser por la intervención paterna. El problema clínico alude a la búsqueda en la madre de un significante ausente en la estructura, el de lo femenino, allí donde el padre se revela insuficiente. Pero la insuficiencia del padre no es la excepción sino la regla que hace síntoma.

Hay distintos modos de presentarse el estrago materno en las personas. La paradoja de la voz materna, que puede pasar de ser todo amor y cuidados a de pronto considerar al hijo un desecho humano, se traduce en una división entre madre buena y madre mala, esa que entra en pelea, que compara y que envidia constantemente. El resultado de esta paradoja es una fuerte ambivalencia, que no ambigüedad. La madre se revela como un Otro primordial que inscribe, a fuego, significantes en el cuerpo del ser hablante, marcas arcaicas y oraculares que hacen insignia y configuran modos de gozar. La insensatez —en ocasiones indialectizable— de dichas marcas revela su matiz mortífero en el empuje al goce superyoico.

Sobre esta cuestión traemos parte del estudio de Megdy David Zawady:

De acuerdo con el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, estrago significa “ruina, daño, asolamiento”; el diccionario de María Moliner agrega que se trata de un “destrozo o daño muy grande causado por una acción natural destructora”, y que dicho daño puede ser “no material”. La paradoja sobre la que se hará hincapié, es que la forma verbal “causar o hacer estragos” significa provocar una fuerte atracción o una gran admiración entre un grupo de personas. El término estrago introduce, entonces, un campo semántico teñido de gran ambivalencia. Al ser referido a la madre, alude al efecto de fascinación que genera la impronta de su omnipotencia en los primeros años de vida, como si se tratase de la captura o del arrebato que sufre el espectador al observar al actor. Al mismo tiempo, la referencia a la devastación, remite a las marcas voraces de dicha fascinación en el sujeto.

Teniendo como marco esta ambivalencia paradójica y fundante, la relación devastadora que se establece con el deseo de la madre convierte a la problemática del estrago en un asunto concerniente a todo sujeto hablante. Más allá de la sexuación y de la estructura misma, es rastreable en sus singularidades, tanto en sujetos neuróticos, como psicóticos y perversos. No obstante lo anterior, es una evidencia clínica que el estrago materno es padecido con una particular intensidad por el sujeto femenino, quien, en su novela familiar, da cuenta de una complejidad inédita y pertinaz, implícita en la relación madre-hija, y difícilmente equiparable a la de otro tipo de relación humana.

Elecciones de pareja tormentosas, una gran proclividad a las perturbaciones del acto —acting out y pasaje al acto— y, en ocasiones fenómenos de apariencia psicótica —trastornos alucinatorios donde se muestra el retorno en lo real de la forclusión de lo femenino—, dan testimonio de la problemática clásica del estrago. En la contemporaneidad, este complejo se acompaña, además, de una proliferación de los denominados desórdenes de la alimentación. Anorexia y bulimia revelan posiciones subjetivas frente a las cualidades del deseo materno, cuyo enigma no es soluble del todo por la respuesta que el padre está llamado a proveer.

En “La interpretación de los sueños” Freud ubica a la experiencia del desamparo como una consecuencia de la incapacidad del lactante para suprimir por sí mismo las tensiones endógenas a través de acciones acordes con el fin; un factor biológico que sella en el hombre para siempre la necesidad de ser amado. La madre toma un rol omnipotente, pues de ella depende la permanente oscilación entre el desamparo y las futuras experiencias de satisfacción, siempre parciales respecto de la vivencia original. Este contraste entre la vida y la muerte, evidencia que el surgimiento del deseo y la pretensión a recuperar el goce perdido míticamente, están ligados a las vicisitudes de la función materna.

La fenomenología bulímica-anoréxica se perfila como un testimonio de la relación primordial con la madre en el nivel oral, donde la figura paterna se encuentra completamente eclipsada. El análisis permitirá situar a la secuencia entre atracones y vómitos como una alternancia repetitiva entre acting out y pasaje al acto, desencadenada por episodios donde el sujeto queda sin recursos simbólicos para frenar la devoración del Otro materno. Los atracones funcionan como intentos fallidos de hacerse un lugar, agujereando al Otro omnipotente que le deniega el acceso al alimento. Pero la intención hostil retorna sobre el cuerpo, y la contraparte será el vómito como estrategia aliviadora. El intento de expulsar el goce materno hace que sea el sujeto mismo quien cae de la escena en calidad de desecho, solamente para retornar a la devoración de la demanda materna. El complejo sintomático bulímico-anoréxico, es situado por Diana como una solución para soportar su obediencia a la demanda del Otro y la ambivalencia anal que le produce. Se manifiesta anclada a una posición en la que le resulta imposible interponer un no al requerimiento del Otro, pues no tolera las manifestaciones de falta en dicho lugar.

Ofrecerse como objeto dado en sacrificio, es localizado por Diana en sus dichos como una necesidad de autocastigo, en principio inconmovible.

Otro ejemplo de estrago materno devastador en una niña aparece muy bien representado en la película 'Alas de mariposa' , de Juanma Bajo Ulloa, el mismo director de ese otro engendro que es Airbag, sí. Pero mejor no introducirnos en esta película porque ya hemos tenido suficiente por el momento.