Una cosa que me encanta es poner en relación diferentes obras de arte que aparentenente nada tienen en común.
La siguiente hipótesis fue que en el cuadro los retratados eran Giovanni di Nicolao Arnolfini (primo de Giovanni Arnolfini) y Constanza de Trenta. Hay constancia de que él ya vivía en Brujas hacia 1419, y en 1426 se casa con Constanza Trenta, de la Toscana como los Arnolfini y sobrina de Lorenzo de Médicis (los rasgos más norteños del retrato siguen haciendo pensar a muchos que la retratada es Giovanna). Se conserva un documento clave en la reinterpretación de la obra y es que en 1433, Bartolomea, madre de Constanza, escribe a su cuñado Lorenzo de Medicis una carta familiar, donde expresamente habla del fallecimiento de Constanza, un año antes de la finalización del cuadro. El cuadro se habría comenzado estando Costanza embarazada y se terminó cuando ésta había muerto en el parto de su hijo. Se trataría de un retrato póstumo o alguna especie de homenaje de Arnolfini a su mujer y a su hijo muerto en el parto. Desde luego una cosa queda patente en la obra, con independencia de quienes son los retratados, y se trata de los elementos alusivos a la maternidad, a la fecundidad y a la muerte.
Giovanni Nicolao Arnolfini
La época en la que se pinta la obra está marcada por el surgimiento de una nueva clase social impulsada por la transición del feudalismo al capitalismo, es el momento en que la burguesía comercial empieza a emerger, y con ella las particularidades propias de hipocresía y fingimiento que la han caracterizado desde sus orígenes. La obra se considera uno de los primeros retratos burgueses, género que tendría un extraordinario desarrollo. Giovanni di Nicolao Arnolfini fue un importante banquero, hombre hacendado y millonario de la época, un rico mercader de origen italiano pero que pasó gran parte de su vida en Flandes. Perteneciente a la élite, desempeñó cargos de importancia en la corte de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, a cuyo archiducado pertenecían entonces los Países Bajos, un personaje que se movía por la corte, entre las familias más selectas y los círculos más cerrados, al igual que por cierto el propio Jan van Eyck, que trabajaba en la corte de los Duques de Borgoña y a veces para su señor, Felipe III, esto le daría la oportunidad de viajar a Portugal y a España, pero terminará instalando su estudio en Brujas, donde muere el 9 de julio de 1441.
En el retrato de Giovanni di Nicolao Arnolfini, van Eyck pinta una afilada mirada, serena, en cierta medida piadosa, con una leve sonrisa que acarrea astucia. En la mano derecha tiene una especie de pagaré, podría tratarse de un contrato, o una especie de crédito, nadie sabe lo que es. Quizás la mano izquierda (la siniestra) guarde el secreto del que depende ese contrato, sin lugar a dudas algo oculta este personaje, no hace falta ser muy conspiranoico para verlo. ¿Pudiera ser acaso un contrato con el diablo?
Si nos detenemos en los objetos que aparecen en la habitación tampoco nada es lo que parece, para empezar el rosario que hay colgado en la pared no es un rosario al uso, que debería tener 50 cuentas divididas en grupos de 10, este en concreto tiene 29, que corresponde al número de días de un mes lunar, lo cual tiene otras connotaciones mágicas no precisamente asociadas al cristianismo. El resto de pequeñas estatuas que aparecen representadas en esta habitación tienen también un cierto carácter misterioso, la figura de una gárgola, la de un león o la de santa Margarita de Antioquia, patrona de los alumbramientos, tallada en el cabecero de la cama con su dragón clásico a los pies, todas ellas parecen incluso decirnos que hay más vida en estos trozos de piedra que en la carne humana de los retratados. Las frutas que aparecen en un lateral, parecen representar el preciado fruto del paraíso, en este caso se trata de naranjas, y en efecto era un producto muy preciado, importadas del sur, por lo que resultaban extremadamente caras y que solo unos pocos se podían permitir. Pero ni el preciado fruto del paraíso parece proporcionar satisfacción a estos personajes. Todos los elementos que rodean a la pareja parecen ser signo de una aparente fertilidad y riqueza que sin embargo está completamente ausente de sus miradas, si algo caracteriza esta obra es precisamente la profundidad psicológica de los retratados. Son muchas las lecturas que se han hecho de este cuadro, algunas hablan de ciertos símbolos mágicos relacionados con ritos ocultos de la magia negra, sin embargo no creo que sea necesario aludir a prácticas extrañas para constatar que en efecto, en este cuadro los esposos son representados de forma refinada y delicada, pero terriblemente destinados a un mundo intangible. Casi no se miran, etéreos e impasibles, viven en un mundo que ellos dominan a la perfección pero que sin embargo los aleja de la posibilidad de encontrarse. Los frutos junto a la ventana, unas zapatillas, sandalias, una vela única en la lámpara que no tardará en consumirse, un perrillo que parece tener una mirada más viva que la de ellos, ensimismados en una estancia que, más que un lecho nupcial, parece un lecho mortífero y demoníaco en el que la melancolía se muestra como lo que verdaderamente es, una cara camuflada del diablo. La aparente quietud apunta más bien a la ruptura, al desasosiego, en el que esa ventana entreabierta parece apuntar a la posibilidad de que otros mundos existan. El espacio no es tan seguro y cómodo como parece, lo cierto es que esa mínima ranura en la que se intuyen los frutos de un cerezo en el exterior de la estancia, parece ser el único resquicio de vida que llega al espacio.
Y es en este punto en el que no podemos evitar poner en relación esta pintura con otra magistral obra cinematográfica de terror: 'Rosemary's baby', pésimamente traducida al castellano como 'La semilla del diablo', de Roman Polanski.
Roman Polanski es experto en manejar los resortes mentales para que, lo que en apariencia es normal, termine por convertirse en aterrador. La mayoría de sus películas transcurren, en su mayor parte, en lugares cerrados, en las viviendas donde los protagonistas parecen confinarse mientras su mente inicia una progresiva decadencia. Estos espacios cerrados son como una prisión mental y física donde los protagonistas proyectan todos sus miedos. La película comienza en una aparente normalidad entre un matrimonio de recién casados que se sumergen en la habitual tarea de buscar un hogar y formar una familia. Pero poco a poco las ambiciones del esposo superarán las expectativas familiares, obligando al matrimonio a sumergirse en un infierno menos inverosímil de lo que aparenta.
El terror, en estas dos fascinantes, por misteriosas, obras de arte, queda constatado en la espeluznante sospecha de una madre ante la posibilidad de haber engendrado a una criatura sin amor. Vender el alma al diablo no es, en el fondo, otra cosa que creer que el amor se puede falsear o comprar. Es en esa grieta en donde algo mortífero aparece, en el caso del matrimonio Arnolfini, constatado en la muerte de su primera esposa (en el momento de dar a luz) y en la incapacidad real de engendrar que aparece retratada en el cuadro, como si de alguna manera el cuerpo se hubiera negado a lo que la mente no tolera reconocer. En el caso de La Semilla del diablo, el terror se evidencia tras la idea de haber engendrado a una criatura cegados quizás únicamente por el deseo egoísta de tener un hijo, hecho que queda patente en el descubrimiento posterior del asco que termina por producirle a la madre el padre de la criatura. Ella le lanza a él un escupitajo a la cara, y lo único incomprensible es que no lo hubiera hecho antes, pues ciertamente las mujeres caemos fácilmente en el fantasma del poder salvador y todopoderoso de la maternidad, y la posibilidad que nos daría ésta de evadirnos de la realidad de nuestro propio deseo.
Tampoco es fácil comprender hasta que punto todas estas cuestiones sobre la responsabilidad de traer una nueva vida al mundo recaen de manera sobradamente mayor sobre la mujer. De nuevo, la puritana ideología de género pretende, por una parte ignorar la importancia del cuerpo biológico y hacer como si fuéramos exclusivamente almas etéreas vagando por los mundos de Yupi, hacer como si el hombre y la mujer pudieran negar la realidad de sus cuerpos solo por repartirse equitativamente las tareas del hogar; y a la vez trata de quitar de la ecuación a la responsabilidad paterna a través de esa estúpida frase de “nosotras parimos, nosotras decidimos”, para dejarla todavía más sola en la ya de por sí gigantesca responsabilidad que el cuerpo le impone. Lo más curioso es que la falsa pretensión de igualdad trate de generar precisamente mundos ficticios en los que el mal es erradicable y no existe el dolor, ese dolor que es definitivamente imposible de tapar para una mujer que da a luz (y para una que no da a luz también). No negamos que quizás esa pretensión pueda ser más creíble para un hombre, tienden a vivir en una fantasía en la que ellos son capaces de colmar y hacer verdaderamente felices a sus madres, evitandoles todo posible dolor, pues lógicamente, si no es su llegada al mundo, ¿qué otra cosa podría satisfacer a una madre? Estos hombres no conocen la pesadilla porque no pueden imaginar ni la más remota posibilidad de que sus madres hubieran sentido pavor ante la posibilidad de traerlos al mundo, y lo que hacen generalmente es buscar en sus parejas el substituto de una madre. ¿Sería este quizás el caso del señor Arnolfini?
Esa duda o vacilación entre lo imposible y lo posible, entre lo real y lo irreal, es la auténtica clave del terror, quizás la primera conspiración que una persona tiene que enfrentar en su vida es la constatación de que sus padres mantienen una intimidad independiente de ella, ¡incluso anterior a su llegada al mundo! Hay personas que no llegan nunca a asimilar que el mundo ya existía antes de que nacieran y que no se creó para ellos.
El terror que se vislumbra en estas dos obras, lejos de ser leído bajo la lupa de una época concreta, sigue atemorizando y desconcertando a día de hoy, pues la moral católica sobrevive en las nuevas religiones modernas. La moralidad burguesa y capitalista no hace más que evidenciar una terrible constatación, y es que el miedo a lo desconocido es en el fondo una incertidumbre que despierta la duda de que quizás el amor no era lo que nos habían dicho, y de que nos toque ahora averiguar por nosotros mismos.
El Matrimonio Arnolfini de Jan Van Eyck (1434)
La primera de las obras que traemos es El matrimonio Arnolfini, del pintor flamenco Jan van Eyck, una de las piezas más enigmáticas de la historia del arte. Se trata de una obra fronteriza, entre el periodo medieval que llegaba a su fin y el despertar del Renacimiento que en Italia había surgido a partir de la recuperación de las obras clásicas de Grecia y Roma, pero que en Flandes surgió a partir de la evolución del gótico tardío y de un marcado gusto por el detallismo de las miniaturas o iluminaciones de los manuscritos medievales. Los pintores primitivos flamencos fueron los primeros en popularizar el uso de la pintura al óleo.La pintura nos muestra una supuesta cámara nupcial, en una estancia aparentemente feliz, pero que es incapaz de ocultar algo de un sosiego extremo que nos transmite una atmósfera perturbadora, una cierta melancolía se extiende de forma dulce y sutil. El supuesto esposo observa con una mirada fría, tétrica, serena, como perdonando la vida, con una sonrisa milimétricamente leve, y un color extremadamente pálido y mortecino. Una cierta desproporción en el tamaño de la cabeza, cubierta por ese enorme sombrero, que en todos sus retratos parece ocultar deliberadamente la cabeza. La supuesta esposa del matrimonio pertenecía a una de las familias más ricas y acaudaladas de la época, y tampoco estaba embarazada, se trata de vestiduras a la moda de la época que llevaban las mujeres de alto nivel adquisitivo. La sobreabundancia de las telas se recogía llevándolas hacia delante para dar la sensación de vientre abultado, de fertilidad. Esa sobreabundancia es también la de estos ricos y acaudalados personajes que por más que la traigan hacia delante haciendo ostentación de una serie de objetos de lujo inalcanzables para la mayoría, sigue habiendo algo que, sin embargo, en ese espejo colocado precisamente en la parte de atrás, nos invita a detenernos en el significado de la palabra reflejo: una respuesta automática e involuntaria ante la presencia de un determinado estímulo y que define un primer nivel perceptivo de la realidad. Van Eyck nos invita a ir más allá de esa primera reacción, más allá del acto reflejo.
La técnica perfecta, el detallismo escalofriante y esa solemnidad de los personajes contribuyen todavía más a convertirlo en un icono que invita a la contemplación. Y en verdad parece que es una tarea, la de ir más allá del nivel literal, que ha llevado siglos a los historiadores, pues la primera interpretación, generalmente aceptada, fue la de Panofsky. En ella se entendió el cuadro como un certificado de matrimonio o la documentación de un compromiso. El prestigioso historiador del arte Erwin Panofsky sostenía que representaba el enlace entre Giovanni Arnolfini y su esposa Giovanna Cenami, sin embargo el descubrimiento reciente de un documento oficial del matrimonio de Giovanni Arnolfini dató el casamiento en 1447: trece años después de que fuese pintado el cuadro y seis años después de que muriese van Eyck. Fue un matrimonio que se había concertado con sumo cuidado y detalle, pero por desgracia no resultó como se esperaba: no tuvieron hijos y, años después, Arnolfini fue llevado a los tribunales por una amante despechada que buscaba compensación.
La interpretación que se consideraba a todas luces más “científica” se desmoronó, aunque a mi juicio es también interesante tenerla en cuenta, pues toda interpretación que genera una obra tiene algo de verdad, la pretensión de querer abarcar toda la verdad es lo que resulta muy engañoso y excesivamente racionalista. De alguna manera, este cuadro parece escapar muy bien a toda interpretación cerrada, es un ejemplo perfecto de que muchas cosas no son lo que parecen ser, nos recuerda que por más que forcemos la realidad, lo que es tiene también que parecer.
La interpretación que se consideraba a todas luces más “científica” se desmoronó, aunque a mi juicio es también interesante tenerla en cuenta, pues toda interpretación que genera una obra tiene algo de verdad, la pretensión de querer abarcar toda la verdad es lo que resulta muy engañoso y excesivamente racionalista. De alguna manera, este cuadro parece escapar muy bien a toda interpretación cerrada, es un ejemplo perfecto de que muchas cosas no son lo que parecen ser, nos recuerda que por más que forcemos la realidad, lo que es tiene también que parecer.
Giovanni Nicolao Arnolfini
La época en la que se pinta la obra está marcada por el surgimiento de una nueva clase social impulsada por la transición del feudalismo al capitalismo, es el momento en que la burguesía comercial empieza a emerger, y con ella las particularidades propias de hipocresía y fingimiento que la han caracterizado desde sus orígenes. La obra se considera uno de los primeros retratos burgueses, género que tendría un extraordinario desarrollo. Giovanni di Nicolao Arnolfini fue un importante banquero, hombre hacendado y millonario de la época, un rico mercader de origen italiano pero que pasó gran parte de su vida en Flandes. Perteneciente a la élite, desempeñó cargos de importancia en la corte de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, a cuyo archiducado pertenecían entonces los Países Bajos, un personaje que se movía por la corte, entre las familias más selectas y los círculos más cerrados, al igual que por cierto el propio Jan van Eyck, que trabajaba en la corte de los Duques de Borgoña y a veces para su señor, Felipe III, esto le daría la oportunidad de viajar a Portugal y a España, pero terminará instalando su estudio en Brujas, donde muere el 9 de julio de 1441.
Retrato de Giovanni di Nicolao Arnolfini
Hombre con un turbante rojo
Pero además son tres las pinturas de van Eyck en las que aparecen representados los rasgos de este misterioso personaje. Durante mucho tiempo se pensó que el retrato de Giovanni di Nicolao Arnolfini era un autorretrato; el colorido, traje y tono, es muy similar al retrato firmado y datado en Londres, 'Hombre con un turbante rojo' , el cual ha sido generalmente aceptado como autorretrato, ciertamente los rasgos de esta tercera pintura son mucho menos siniestros que los del anterior, aunque el parecido físico es indiscutible. Más tarde el trabajo se asoció con el doble retrato de Arnolfini y su esposa. Todas estas coincidencias, nos hacen ver, que independientemente del modelo escogido, existe una cierta ambivalencia entre los Arnolfini y el propio pintor Jan van Eyck, cuestión que por otra parte se evidencia en la inscripción que el autor dejó sobre el cuadro del Matrimonio Arnolfini, y en la que deja constancia de que hay algo deliberadamebte más personal en ese cuadro que en otros. El texto dice: Johannes de Eyck fuit hic 1434 («Jan van Eyck estuvo aquí, 1434»).
Si analizamos los trazos de la firma observamos que son muy alambicados y virtuosos, una caligrafía tan perfecta como impersonal, exactitud y perfección que nos remite a un universo cerrado, limitado y seguro, tanto que llega a producir inquietud, son justamente los efectos que también generan dicha pintura ante la mirada de un observador atento.
Que las dos interpretaciones de la identidad del retratado coincidan en tener el mismo nombre (Giovanni) y que, para colmo, una de las posibles esposas retratadas también se llame Giovanna nos hace ver un cierto componente endogámico y egoico que se trasluce también en la soberbia de esa frase dejada por el pintor con prepotencia. Algo del alma del autor quedó retratada también en la obra, los nombres de estos dos personajes, Giovanni y Giovanna parecen querer decirnos que lo que podría parecer ser dos personas, es en realidad una única persona, ¿es posible que el carácter de este mercader perteneciente a la élite fuese alquien en quien el pintor podría haberse visto reflejado a sí mismo? ¿O quizás también el pintor habría tenido algún vínculo más que amistoso con la aparente esposa? En un inventario de 1700 se dice que en los laterales del marco se leía una inscripción de unos versos del Ars Amandi de Ovidio: “Mira lo que prometes: ¿qué sacrificio hay en tus promesas? En promesas cualquiera puede ser rico”. Los estudios que se han hecho con reflexología infraroja en el cuadro han revelado algunos detalles que el pintor modificó (es posible que en el momento de morir la retratada) y uno de ellos especialmente llamativo es que la postura de la mano derecha del esposo estaba levantada en actitud de juramento o promesa, mostrando la palma de la mano. Esta postura fue modificada para pintar la que vemos en la actualidad, un gesto más bien de bendición, (equiparándose al mismísimo Dios/ Jesucristo, a quien se solía representar bendiciendo) ¿o podríamos decir maldición, ya que aquí nada es lo que parece? El espejo que observa inquietantemente al observador desde la parte de atrás de esta pareja nos hace preguntarnos por la identidad de esas figuras amorfas que aparecen reflejadas, aunque quizás lo amorfo sea precisamente lo que la pintura nos muestra de manera tan detallada y minuciosa, convertida ella en el espejo del propio pintor.
Si nos detenemos en los objetos que aparecen en la habitación tampoco nada es lo que parece, para empezar el rosario que hay colgado en la pared no es un rosario al uso, que debería tener 50 cuentas divididas en grupos de 10, este en concreto tiene 29, que corresponde al número de días de un mes lunar, lo cual tiene otras connotaciones mágicas no precisamente asociadas al cristianismo. El resto de pequeñas estatuas que aparecen representadas en esta habitación tienen también un cierto carácter misterioso, la figura de una gárgola, la de un león o la de santa Margarita de Antioquia, patrona de los alumbramientos, tallada en el cabecero de la cama con su dragón clásico a los pies, todas ellas parecen incluso decirnos que hay más vida en estos trozos de piedra que en la carne humana de los retratados. Las frutas que aparecen en un lateral, parecen representar el preciado fruto del paraíso, en este caso se trata de naranjas, y en efecto era un producto muy preciado, importadas del sur, por lo que resultaban extremadamente caras y que solo unos pocos se podían permitir. Pero ni el preciado fruto del paraíso parece proporcionar satisfacción a estos personajes. Todos los elementos que rodean a la pareja parecen ser signo de una aparente fertilidad y riqueza que sin embargo está completamente ausente de sus miradas, si algo caracteriza esta obra es precisamente la profundidad psicológica de los retratados. Son muchas las lecturas que se han hecho de este cuadro, algunas hablan de ciertos símbolos mágicos relacionados con ritos ocultos de la magia negra, sin embargo no creo que sea necesario aludir a prácticas extrañas para constatar que en efecto, en este cuadro los esposos son representados de forma refinada y delicada, pero terriblemente destinados a un mundo intangible. Casi no se miran, etéreos e impasibles, viven en un mundo que ellos dominan a la perfección pero que sin embargo los aleja de la posibilidad de encontrarse. Los frutos junto a la ventana, unas zapatillas, sandalias, una vela única en la lámpara que no tardará en consumirse, un perrillo que parece tener una mirada más viva que la de ellos, ensimismados en una estancia que, más que un lecho nupcial, parece un lecho mortífero y demoníaco en el que la melancolía se muestra como lo que verdaderamente es, una cara camuflada del diablo. La aparente quietud apunta más bien a la ruptura, al desasosiego, en el que esa ventana entreabierta parece apuntar a la posibilidad de que otros mundos existan. El espacio no es tan seguro y cómodo como parece, lo cierto es que esa mínima ranura en la que se intuyen los frutos de un cerezo en el exterior de la estancia, parece ser el único resquicio de vida que llega al espacio.
Y es en este punto en el que no podemos evitar poner en relación esta pintura con otra magistral obra cinematográfica de terror: 'Rosemary's baby', pésimamente traducida al castellano como 'La semilla del diablo', de Roman Polanski.
La semilla del diablo
También en este caso la vida del director se vio particularmente entrelazada con la obra que filmó, quizás, como van Eyck, también podría haber firmado "Polanski estuvo aquí". En su caso, quizás no la habría filmado de conocer cuál iba a ser una de sus consecuencias: el truculento asesinato de su esposa Sharon Tate (embarazada al igual que el personaje de Rosemary) a manos de varios miembros de "La Familia" de Charles Manson por, supuestamente, haber revelado muchos secretos relativos al satanismo en su cinta.
Ese inquietante turbante sobre la cabeza que todos estos personajes satánicos coinciden en llevar resulta bastante perturbador
La joven pareja alquila un apartamento en un edificio del siglo XIX en el Upper West Side de Nueva York. Pese a que sus amigos les cuentan que en ese sitio han ocurrido extraños sucesos, les gusta ese piso de techos altos, preciosas chimeneas y numerosos detalles ornamentales de calidad. Los vecinos son raros pero amables, sobre todo hay una pareja de ancianos que parecen estar extremadamente pendientes de sus movimientos, Roman y Minnie Castavet, en apariencia gente encantadora, muy ocupados en satisfacerles y ayudarles. Pero de su piso proceden extraños ruidos y mientras Guy, el esposo, parece conectar bastante bien con ellos, su mujer está convencida de que detrás de la fachada se oculta algo, y no le falta razón, porque dirigen una secta satánica. Finalmente Guy consigue un ansiado papel en Broadway y Rosemary se queda embarazada tras ser elegida, sin saberlo ella, como madre del Anticristo.
Ruth Gordon (que ganó el Oscar a la mejor interpretación femenina de reparto) y Sidney Blackmer, interpretan a los Castevet, con ese magistral toque de excentricidad, hipocresía y maldad en sus miradas y gestos. John Cassavettes interpreta al esposo y Mia Farrow a la frágil y angustiada esposa, ambos consiguen transmitir la ambivalencia y la desesperación de sus personajes de forma magistral, consiguiendo que en todo momento sufras y dudes con todo lo que sucede.
En definitiva, La semilla del diablo es un largometraje que nos lleva por un sendero entre lo fantástico y lo racional, un camino lleno de trampas, desventuras y claustrofobia. No es nuestra intención pararnos en profundidad en este largometraje, nada más que para constatar la relación que podría existir entre ambas obras y que deja traslucir la enorme complejidad que se esconde tras el asunto de la maternidad.
Ruth Gordon (que ganó el Oscar a la mejor interpretación femenina de reparto) y Sidney Blackmer, interpretan a los Castevet, con ese magistral toque de excentricidad, hipocresía y maldad en sus miradas y gestos. John Cassavettes interpreta al esposo y Mia Farrow a la frágil y angustiada esposa, ambos consiguen transmitir la ambivalencia y la desesperación de sus personajes de forma magistral, consiguiendo que en todo momento sufras y dudes con todo lo que sucede.
En definitiva, La semilla del diablo es un largometraje que nos lleva por un sendero entre lo fantástico y lo racional, un camino lleno de trampas, desventuras y claustrofobia. No es nuestra intención pararnos en profundidad en este largometraje, nada más que para constatar la relación que podría existir entre ambas obras y que deja traslucir la enorme complejidad que se esconde tras el asunto de la maternidad.
Tampoco es fácil comprender hasta que punto todas estas cuestiones sobre la responsabilidad de traer una nueva vida al mundo recaen de manera sobradamente mayor sobre la mujer. De nuevo, la puritana ideología de género pretende, por una parte ignorar la importancia del cuerpo biológico y hacer como si fuéramos exclusivamente almas etéreas vagando por los mundos de Yupi, hacer como si el hombre y la mujer pudieran negar la realidad de sus cuerpos solo por repartirse equitativamente las tareas del hogar; y a la vez trata de quitar de la ecuación a la responsabilidad paterna a través de esa estúpida frase de “nosotras parimos, nosotras decidimos”, para dejarla todavía más sola en la ya de por sí gigantesca responsabilidad que el cuerpo le impone. Lo más curioso es que la falsa pretensión de igualdad trate de generar precisamente mundos ficticios en los que el mal es erradicable y no existe el dolor, ese dolor que es definitivamente imposible de tapar para una mujer que da a luz (y para una que no da a luz también). No negamos que quizás esa pretensión pueda ser más creíble para un hombre, tienden a vivir en una fantasía en la que ellos son capaces de colmar y hacer verdaderamente felices a sus madres, evitandoles todo posible dolor, pues lógicamente, si no es su llegada al mundo, ¿qué otra cosa podría satisfacer a una madre? Estos hombres no conocen la pesadilla porque no pueden imaginar ni la más remota posibilidad de que sus madres hubieran sentido pavor ante la posibilidad de traerlos al mundo, y lo que hacen generalmente es buscar en sus parejas el substituto de una madre. ¿Sería este quizás el caso del señor Arnolfini?
Esa duda o vacilación entre lo imposible y lo posible, entre lo real y lo irreal, es la auténtica clave del terror, quizás la primera conspiración que una persona tiene que enfrentar en su vida es la constatación de que sus padres mantienen una intimidad independiente de ella, ¡incluso anterior a su llegada al mundo! Hay personas que no llegan nunca a asimilar que el mundo ya existía antes de que nacieran y que no se creó para ellos.
El terror que se vislumbra en estas dos obras, lejos de ser leído bajo la lupa de una época concreta, sigue atemorizando y desconcertando a día de hoy, pues la moral católica sobrevive en las nuevas religiones modernas. La moralidad burguesa y capitalista no hace más que evidenciar una terrible constatación, y es que el miedo a lo desconocido es en el fondo una incertidumbre que despierta la duda de que quizás el amor no era lo que nos habían dicho, y de que nos toque ahora averiguar por nosotros mismos.