Yo soy

En el Cuarto Evangelio se encuentran las 7 afirmaciones "yo soy" de Jesús, palabras que ya habían sido reveladas a Moisés en el monte Horeb (Ex 3,14), a las cuales Jesús les da continuidad. Vamos a analizar algunas de ellas:

Pan de Vida (Jn 6, 22-40)

En este pasaje se intercala la lectura literal y la simbólica en relación con el pan, elemento material y fruto del esfuerzo del trabajo de los hombres. Además del pan (6, 26), la introducción de la palabra alimento (6, 27) nos eleva hacia un sentido más abstracto y metafórico en el que se pueden ya empezar a captar significados más elevados. Este entrelazamiento entre lo material y lo elevado es un símbolo del propio Jesucristo, que también se hace carne, baja del cielo, para después volver a elevarse. El proceso de descenso y ascenso progresivo se encuentra por tanto, no solo en el cuerpo de Cristo, también en el cuerpo del texto, que entrelaza los significados literales con los simbólicos. El narrador intercala, además, la pascua judía con la eucaristía cristiana, poniendo en relación una significación heredada del Antiguo Testamento y por todos conocida. En un pasaje anterior se nos cuenta el milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6, 1-15), y no es casual que sean 12 los cestos en los que se recogen los panes que sobran, haciendo alusión a las 12 tribus de Israel, y por tanto al Israel mesiánico que ha sido recogido para que ninguno se pierda. Además, utiliza la misma palabra que en Jn 11,52 cuando nos dice que Jesús murió para reunir uno a uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. El relato deja patente la alusión a la abundancia mesiánica presente también en el diálogo entre Eliseo y Guejazí (2Re 4,43-44), o el diálogo de Moisés con Dios (Nm 11,22). Ya el Salmo anunciaba “Los pobres comerán y quedarán hartos” (Sal 22,27), aludiendo al banquete mesiánico de Is 55,1:
Todos los sedientos, venid a las aguas;
y los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed.
Venid, comprad vino y leche
sin dinero y sin costo alguno.

En el salmo 72,16 se desea que para la llegada del Mesías abunde la mies en los campos, y ondee en lo alto de los montes. Esta abundancia ha sido expresada ya por el Cuarto Evangelio con la imagen del vino generoso de Caná, y el agua que quita la sed. Agua, pan y vino son signos sensibles de la verdadera abundancia, la del Espíritu.

En Deut 8,3 leemos: "Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Yahvé vivirá el hombre". El maná era un signo del favor de Dios sobre su pueblo, y en ese sentido, era comida espiritual (1 Co 10,3). El Señor cita este pasaje cuando el demonio le tentó a que demostrara su poder convirtiendo las piedras en pan (Mt 4,3-4). Todos ellos nos recuerdan que el hombre es más que las bestias, que tiene una vida más excelsa y una naturaleza doble, por la cual su alimento no puede limitarse al simple pan material, sino que está completado por la Palabra de Dios. El animal es puramente terrenal y físico: puede vivir sólo de pan. Pero el hombre es una criatura adaptada a una vida superior. El dicho "comamos y bebamos, que mañana moriremos" representa la negación de la naturaleza humana, colocando al hombre a un nivel inferior al de las bestias. El hombre tiene una vida superior que no la puede satisfacer ni con el pan material, ni con todas las cosas de este mundo, ni con todos los productos de la cultura y la civilización. Negar esta realidad es negar a Dios mismo.

Luz del mundo

―Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en oscuridad, porque tendrá la luz de la vida.

En Jn 8,12 Jesús se revela a sí mismo como la luz del mundo, que es además la que da la vida. A diferencia de los anteriores profetas, en Jesús se produce un hecho único e irrepetible, y es que el revelador es a la vez la revelación. En Cristo el mensajero es a la vez el mensaje. Esta alusión a la luz se encuentra ya desde el principio del Cuarto Evangelio (Jn 1,4-5), conectándolo con el relato de la creación del Génesis en el que también se hace alusión a la luz vinculada con la Palabra (Gn 1,3-4), frente al caos y las tinieblas. El Fiat Lux del Génesis es también iluminación, ordenación del caos por vibración, la luz primordial se identifica con el Verbo.

En verdad no hay muchas diferencias entre el relato científico del Big Bang y los relatos bíblicos, bueno, si, son infinitamente más poéticos y más comprensibles los relatos bíblicos. La creación está ocurriendo todo el rato, cada vez que buscamos palabras para ser quien de expresar algo que pertenece al orden del caos y las tinieblas. 

Robert Fludd (1617)


Tanto en el orden de la iluminación cósmica como en el de la iluminación interior, la luz sucede a las tinieblas. La operación cosmogónica es una separación de la sombra y la luz, originalmente confundidas, más allá de la luz están las tinieblas, la esencia divina que no es cognoscible por la razón humana.

Pero además de esta conexión con el Antiguo Testamento, hay también otros significados entrelazados con la luz que, particularmente en el momento histórico en el que tienen lugar las palabras de Jesús, estaban muy presentes en el imaginario de la gente, pues en los días anteriores había tenido lugar la fiesta de los tabernáculos. En el día grande de esta fiesta (Jn 7,37) había varios ritos importantes como la purificación de las aguas y la iluminación del templo. Se encendían unos enormes candeleros con los que intentaban recordar la nube en el desierto, que durante la noche se convertía en una columna de fuego, y que había guiado a los hijos de Israel durante las noches en su peregrinaje por el desierto (Ex 13:21). En ese contexto de conmemoración de la luz en el desierto podemos intuir lo significativo de la declaración de Jesús al decir “Yo soy la luz del mundo”. Dios había iluminado a sus antepasados en el desierto, ahora era el mismo Hijo encarnado quien les podía iluminar y dispersar las tinieblas de sus corazones. Y no sólo a ellos, pues ahora la misión tenía un carácter universal.

La menorá, el candelabro de 7 brazos, es el símbolo judío más antiguo, su diseño está especificado en la Torá. En el capítulo 25 del libro del Éxodo, Dios ordena la construcción del Tabernáculo, y en los versículos 31 al 40 describe la construcción de la menorá, "un candelabro de oro puro, labrado a martillo... con seis brazos que saldrán de los dos lados de su tronco; tres brazos del candelabro de un lado de él, y tres brazos del otro lado... y tendrán en cada brazo tres copas en forma de flores de almendro, con una manzana y una flor... y serán siete sus lámparas (Ex 25, 31-37).

Porque la Torá es una lámpara y la enseñanza es una luz, y las reprensiones de la corrección son los caminos de la vida (Prov 6,23)


Reconstrucción de la menorá del Templo de Jerusalén, 
creada por el Instituto del Templo en Israel.


Por otro lado, el simbolismo que liga la luz con lo divino fue ampliamente desarrollado por los pensadores de la Edad Media, muy influidos por las ideas neoplatónicas de Plotino y de Proclo, la doctrina de la belleza elaborada por Dionisio el Areopagita identifica a Dios con el Bien y con la Luz, un contexto intelectual que permitirá el surgimiento del estilo Gótico, cuyo principal activo será la luz y su simbolismo, pasando de ser un mero elemento físico a convertirse en un elemento metafísico. El Gótico nace como una forma de honrar a Dios, dando lugar a una de las más radicales rupturas estilísticas que ha conocido la arquitectura occidental.

“La obra noble brilla, pero que esta obra que brilla con nobleza
Ilumine las mentes para que siguiendo verdaderas luces
Lleguen a la luz verdadera, donde Cristo es la Verdadera Puerta (…)”

Fragmento de la inscripción de la puerta de la catedral de Saint Denis

La puerta (Jn 10,1-10)

El simbolismo de la puerta, como habíamos visto en los anteriores, nos conduce de una realidad física hacia una realidad simbólica, en este caso nos invita a profundizar en el interior para seguir la voz más esencial de nuestras zonas más profundas, aquella que nos guía hacia la plenitud humana de la libertad y la vida. Además, no podemos obviar que la puerta también hace referencia al Templo, la puerta que conectaba lo profano y lo sagrado, ahora nos conduce al interior de nosotros mismos, el espacio físico del templo es sustituido por un templo universal en el que no hay excepciones ni exclusiones. Cuando renunciamos a nuestra esencia, autenticidad y nobleza personal, entonces podría decirse que entramos por la puerta de atrás. También en Apocalipsis 3,20 podemos leer: 

He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.

La puerta representa el punto del tránsito entre dos realidades: la exterior, simbólicamente caótica y profana, y la interior, que representa el orden sagrado. Cruzar el umbral de un templo o de cualquier edificio sacro significa a nivel simbólico que se penetra en la propia identidad profunda. Cristo vino a recordarnos el verdadero sentido del templo, el que periódicamente se va desvirtuando y pervirtiendo.

La puerta siempre nos anima al viaje, al tránsito, nos aventura al misterio, a traspasar el umbral de la pregunta, nos invita a conocer. Puerta del Cielo, es una de las advocaciones en las letanías de la Virgen que evoca el simbolismo de lo femenino. En un comentario a la Letanía Lauretana, el Cardenal Newman escribe que la Virgen es llamada Puerta del Cielo “porque el Señor pasó a través de ella cuando desde el cielo bajó a la tierra”. La puerta es un símbolo femenino por su invitación a profundizar en el misterio. Existe una relación entre la función simbólica de la puerta como posibilidad visible y externa, y el centro, lo más profundo e invisible que da sentido a todo el conjunto. De ahí que entre la puerta del templo y el altar, situado en el Sancta Sanctorum, exista la misma relación que entre la circunferencia y su centro pues, aun siendo los elementos más alejados, son, de alguna manera, los más próximos, ya que se determinan mutuamente y se reflejan. Esto se advierte en la decoración arquitectónica de las catedrales, en las que, con frecuencia, la portada es semejante al retablo del altar mayor.

Detalle de la Inmaculada Concepción y los Santos. Artista desconocido (s.XVI). En ella se recogen varios de los simbolismos asociados a María y cantados en las Letanías Lauretanas.
También las columnas del templo de Salomón son un símbolo de la Puerta del Cielo, como María, y como Jesucristo.


El pastor (Jn 10,14-16)

Una de las características propias de los textos sagrados es que provienen de una cultura rural, por ello resultan para muchos de nuestros contemporáneos, anacrónicas, a veces incomprensibles, sobre todo si uno no está dispuesto a bucear en el significado. La imagen del pastor –entrañable en la tradición bíblica y, específicamente, en la cristiana
 resulta, para la mayoría de nuestros contemporáneos, caducada o incluso peligrosa, por las connotaciones que, desde una perspectiva como la nuestra, encierra. Sin embargo, la figura del pastor estuvo indudablemente cargada de significado en toda la Biblia, hubo muchos pastores en el Antiguo Testamento que fueron bien conocidos para el pueblo judío. Abraham fue un pastor, Isaac fue un pastor, Jacob fue un pastor, Moisés fue un pastor, él cuidó los rebaños de su suegro en Madián, David fue un niño pastor.

Vigilancia constante, valentía osada, humildad y sencillez, autonomía y autoridad, libertad, amor paciente hacia su rebaño, convivencia con la Naturaleza, entre otras, fueron las características que definieron el simbolismo de un buen pastor. Pero el Pastor mejor conocido en el Antiguo Testamento fue Dios. El Salmo 23 dice: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. El Salmo 77, 20 dice: “Condujiste a tu pueblo como ovejas. Por mano de Moisés y de Aarón.” El Salmo 79,13 dice: “Y nosotros, pueblo tuyo, y ovejas de tu prado, te alabaremos para siempre”. El Salmo 95 dice: “Él es nuestro Dios y nosotros pueblo de su pastura y las ovejas de su mano”. La imagen de Dios como pastor del pueblo implicaba un concepto de pastoreo muy íntimo.

El cuarto evangelio aplicará la imagen a Jesús. La imagen del pastor llegaría a adquirir tal entidad que toda la tarea de la Iglesia habría de recibir la denominación de “pastoral”, incluidos los responsables de la misma, a quienes se designaría “pastores”. Esta figura del pastor está, además, en estrecha relación con el simbolismo de la puerta, pues es el pastor el que guía a las ovejas para entrar por la puerta del redil. Si la puerta era lo que nos daba acceso al templo, al lugar sagrado de profundización interior, el pastor vendría a ser una especie de guía espiritual que nos conduce a la puerta. Desde el simbolismo más interior, como es el de la luz, hasta el más exterior, como es el del pastor, en todos ellos está Jesucristo, la encarnación del misterio por el cual principio y manifestación son en el fondo lo mismo, dejándonos claro que en todo estado de existencia cósmica reside un reflejo del Principio supremo. De la complementariedad entre el simbolismo exterior de Pedro (que también encarna el simbolismo del pastor) y el simbolismo interior del Discípulo amado nos habla también el Cuarto Evangelio, en el que aparecen Pedro y el Discípulo Amado como una especie de diarquía o autoridad doble. La identidad del verdadero cristiano, construida hacia el exterior, debe fundarse sobre el Discípulo Amado, cuya identidad es interna, su nombre no es lo que lo define, lo que lo define es el Amor, sin esta cualidad, ninguna autoridad podrá construirse verdaderamente. Pedro y el Discípulo Amado aparecen en el cuarto Evangelio como dos caras de una misma moneda. Pedro simboliza la cabeza (cefas), mientras que el Discípulo Amado simboliza el corazón, en esta dualidad entre cerebro y corazón, es el corazón el que debe marcar el camino. El evangelio de Juan insiste en la permanencia de los signos del Discípulo Amado y de Pedro, por eso, Jesús pide a Pedro que le ame intensamente, cuidando de esa forma a sus ovejas (Jn 21,15-19).
En contra de los pastores bandidos, Jn 10, 7-13 presenta a Jesús como pastor-amigo de hombres con quienes comparte su existencia. En esa línea, Jesús quiere que Pedro se vuelva también amigo, como el Discípulo Amado. No es que él deba cumplir «por amor» una tarea que en sí no es amor, sino que toda su tarea consiste en animar en amor. Éste es el milagro, la paradoja de la autoridad cristiana: el mismo amor profundo (¿me quieres?) se vuelve cuidado (apacienta mis ovejas).


Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 1-6)

El Cuarto Evangelio parece constituir en sí mismo un camino que transcurre en progresión hacia el Padre. A medida que se van acelerando los acontecimientos, los discípulos se muestran muy turbados y preocupados por la partida de Jesús, el Señor trata de infundirles ánimo en el corazón:
Y sabéis dónde voy, y sabéis el camino (Jn 14:4).

Y aunque Tomás intervino inmediatamente para decir que realmente no conocían estas cosas, lo cierto es que el Señor les había hablado en muchas ocasiones de su partida para ir con el Padre (Jn 7,33) (Jn 8,42), y del mismo modo se había revelado a sí mismo como el camino al Padre (Jn 8,19) (Jn 10,1-10) (Jn 10,37-38) (Jn 12,26) (Jn 12,44-50). 

Pero Tomás interviene para expresar su queja, pues él no entiende, ya sabemos que Tomás era de ese tipo de personas que necesitan tocar para creer (Jn 20,25-29) y que les gusta ver las cosas con mucho realismo (Jn 11,16), dejando de lado la fe. 

Tomás no entendía cual era el punto de destino de Jesús, y por lo tanto tampoco podía conocer el camino para llegar a él.

Le dijo Tomás: Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino? (Jn 14:5)

En muchas ocasiones el Señor les había enseñado sobre el Padre y el camino hacia él, pero esto no estaba en sus mentes, en gran medida su problema no era tanto que no sabían, sino que no querían saber. Sus resistencias les impedían entender la enseñanza acerca de la cruz, o de ir al Padre, no comprendían más que en términos de reino terrenal. Tomás es como aquellos que andan buscando sus gafas y no se dan cuenta de que las tienen en sus cabezas. Buscaba razones lejanas y escondidas cuando en realidad las tenía delante de sus ojos.

Y nuevamente volvemos a encontrar conexiones con el Antiguo Testamento, es indudable el conocimiento tan profundo que Jesucristo tenía de las Escrituras, un tipo de conocimiento que transciende el meramente intelectual, pues permite conectar los textos sagrados con cualquier experiencia de la vida, acaso no es eso de lo que hablan permanentemente. El simbolismo del camino es una constante en toda la tradición judía, lo vemos en los israelitas que salieron de Egipto, a los que Dios acompañó trazándoles el camino por el que llegarían a la Tierra Prometida. Ellos salieron de Egipto para ser peregrinos que progresaban en su viaje hacia el destino preparado por Dios. Otro ejemplo lo tenemos en el "peregrinaje" de Enoc que "caminó con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios" (Gn 5,24). También el profeta Isaías había anunciado que Dios abriría un camino nuevo para que su pueblo regresara del cautiverio. Este camino fue llamado "Camino de Santidad":

Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará (Is 35:8).

En Cristo se encuentran el conocimiento y el sentido de todas las formas de revelación de la antigüedad. Como dice el libro de Apocalipsis, "el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía" (Ap 19:10). Si Cristo es el camino al Padre, inevitablemente ese camino debe pasar por los textos del Antiguo Testamento, en los que el Padre se nos había revelado a través de los profetas, Cristo nos da la llave para entender plenamente la revelación bíblica, también en Cristo parecen borrarse las diferencias entre origen, destino y camino (Santísima Trinidad). A este respecto traemos estas palabras de Frithjof Schuon tan esclarecedoras:

Citemos este adagio sufí: «Nadie puede encontrar a Alá si no ha encontrado antes al Profeta»; es decir, nadie llega a Dios si no es mediante Su Verbo, cualquiera que sea el modo de revelación de este último; o aún en un sentido más específicamente iniciático: nadie alcanza el «Sí mismo» divino si no es a través de la perfección del «yo» humano. Importa subrayar que cuando se dice: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», esto es absolutamente verdadero para el Verbo divino («Cristo»), y relativamente verdadero para Su manifestación humana («Jesús»); una verdad absoluta, en efecto, no puede limitarse a un ser relativo. Jesús es Dios, pero Dios no es Jesús; el Cristianismo es divino, pero Dios no es cristiano.