No resulta raro que parte de la esencia sobre la que se asienta la cultura moderna sea el concepto de novedad, llevado hoy al extremo más insulso posible, que es el concepto de "experiencia". Vivir experiencias es hoy el anhelo más sublime al que aspiran los seres trans-humanos que pueblan nuestras sociedades. No resulta extraña esta evolución sobre el concepto de novedad si tenemos en cuenta que también el Cristianismo creció y evolucionó sobre la idea de haberse considerado a sí misma la religión más innovadora y exclusiva del mundo.
A menudo la Iglesia, en la modernidad, ha considerado a las otras religiones tan solo como una posible preparación para la acogida del Evangelio. La propuesta cristiana es novedosa en el sentido de original, solo en cuanto al significado más primitivo de esta palabra, es decir, relativo al origen. Desde este punto de vista todas las tradiciones son originales, porque todas son relativas al origen.
De la misma manera que se corrompió el significado de esta palabra también lo hizo la Iglesia y la comprensión de su función en el mundo, pues consideró especialmente único y diferente el mensaje de haber acercado tanto a Dios al mundo, hasta el punto de que llegó a hacerse hombre en Jesucristo. También se consideró muy novedosa por haber llegado a ser la religión con más seguidores en todo el mundo.
Desde el punto de vista exotérico, todas las religiones dicen de sí mismas ser las únicas verdaderas con respecto al resto, pero también es cierto que sólo el cristianismo se ha desvinculado de su parte esotérica, la cual, sin embargo, constituyó en sus orígenes, su único contenido. Podemos decir que el cristianismo creció gracias a prescindir en parte, de su esencia, para crecer exotéricamente tuvo que decrecer esotéricamente, esto la hizo sentirse muy especial y diferente, pero sin embargo, no fueron más que el reflejo de las condiciones de fin de ciclo en el que vivimos.
Personalmente no tengo ningún interés en la parte exotérica de las religiones, seguramente porque soy hija del racionalismo moderno, pero no puedo dejar de ver la importancia de su función en las genereciones que me han precedido en el tiempo, y el valor de transmisión espiritual que ejerció. Entre la vivencia de la misa de una manera tradicional propia de los entornos rurales de los que procede mi familia y las "novedades" más "izquierdistas" de las misas "adaptadas" a los niños con pseudo cánticos modernos de versiones de los Beatles y Leonard Cohen, sin duda alguna los segundos fueron los que representaron para mi la peor de las torturas, hasta el punto de escaparme de la catequesis hasta una hora antes de que empezase, y no llegar a casa hasta otra hora después de que terminase. Esa misma catequesis que comenzó en la iglesia, se reprodujo más tarde en otros ámbitos pseudo intelectuales de izquierdas en los que los métodos no diferían mucho de los religiosos. La decadencia del cristianismo, como de la modernidad, está en ese progresivo olvido de la verdad del tronco metafísico común que nos revela el esoterismo. Cuanto más nos olvidamos de ese tronco, más únicos y especiales nos creemos.
A este respecto traigo un texto de Daniel Cologne, del libro Julius Evola, Rene Guenon y el cristianismo, el cual huye de la perspectiva "evoliana" o "guenoniana" a ultranza; el autor demuestra, no solo un conocimiento del mundo de la Tradición, sino también una objetividad a toda prueba.
El perennialismo y el conocimiento de la Tradición Unánime, son muy reveladores para no llevarnos a engaño y situarnos en el punto que legítimamente nos corresponde en el Orden Cósmico Fundamental.
La condición sine qua non para un enderezamiento del cristianismo es el redescubrimiento de su esoterismo y, de forma más general, de todo lo que lo relaciona, más allá de su forma religiosa particular, con el tronco metafísico común a todas las tradiciones. La principal causa de su decadencia es la pérdida de conciencia, hasta en sus depositarios teóricamente más cualificados -es decir, el clero-, de la conformidad de su doctrina con la Tradición primordial. Esta pérdida de conciencia tradicional engendra normalmente la confusión entre la esencia del cristianismo y su adaptación accidental a las circunstancias históricas. Esta última está hipostatizada, exaltada hasta el punto de pasar por una absoluta novedad en toda la historia de las religiones, mientras que en realidad, se trata de una novedad muy relativa, estrechamente ligada a las condiciones de fin de ciclo y no teniendo en absoluto, para la comprensión profunda del cristianismo, la importancia de sus elementos perennes, garantes de su vinculación con la Tradición primordial.
Evola tiene razón al escribir: “La “novedad” no puede ser concebida más que en el plano de una adaptación particular de la doctrina, adaptación que no es nueva más que por lo que se refiere a las nuevas condiciones existenciales e históricas. Para tener la posibilidad de afirmar sensatamente el axioma católico, anteriormente recordado, la actitud debería ser la opuesta de la que es: en lugar de insistir sobre la “novedad” de las doctrinas, como si contribuyera un mérito, se debería resaltar su Antigüedad y su Perennidad, mostrando precisamente en qué es posible reconducirlas, en su esencia, a un cuerpo superior de enseñanzas y símbolos, que es verdaderamente “católico” (es decir, universal)”.
Como eco a este fragmento, reproducimos in extenso, una página de Guenon que, en el orden de ideas que nos ocupa merece un comentario detallado.
“La adaptación religiosa, como la constitución de cualquier otra forma tradicional, es sin embargo, el hecho de una verdadera autoridad espiritual, en el sentido más completo de esta palabra; y esta autoridad, que aparece entonces exteriormente como religiosa, puede también, al mismo tiempo, convertirse en otra cosa, en tanto haya en su seno verdaderos Brahamanes, entendiendo por tales a la élite intelectual que conserve la conciencia de lo que está más allá de todas las formas particulares, es decir, de la esencia profunda de la Tradición. Para tal élite, la forma no puede jugar más que un papel de “soporte” y, por otra parte, facilita un medio de hacer participar a la tradición los que no tienen acceso a la pura intelectualidad; pero estos últimos, naturalmente, no ven más allá de la forma, sus propias posibilidades individuales no les permiten ir más lejos y en consecuencia, la autoridad espiritual no puede mostrarse ante ellos bajo otro aspecto que el que corresponde a su naturaleza, aunque su enseñanza, incluso exterior, sea siempre inspirada por el espíritu de una doctrina superior. Solamente, puede ocurrir fatalmente que, una vez realizada la adaptación, quienes son los depositarios de esta forma tradicional se encuentren encerrados ellos mismos a continuación, habiendo partido la conciencia efectiva de lo que está más allá”.
En estas líneas está incluida toda la problemática de la decadencia del cristianismo. La “verdadera autoridad espiritual” ha desaparecido en el seno de la Iglesia que se presenta como “católica”, no hay una auténtica “élite intelectual” capaz a la vez de adaptar la doctrina a las circunstancias y preservar su significado universal. Numerosos son los representantes de la tradición cristiana que se han dejado “encerrar” en los límites de la “adaptación religiosa” y han perdido, con la esencia profunda del cristianismo -que es también la de las otras tradiciones y, en última instancia, de la Tradición primordial cualquier contacto, incluso teórico, hasta el punto de defender un “exclusivismo sectario y dogmático” que Evola tiene razón al reprochar. Confieren a su tradición particular un absolutismo completamente incompatible con el ideal de la “catolicidad” comprendida en su acepción etimológica. Para ellos el cristianismo no es “una tradición entre otras”; sino la “Revelación en el seno de la Tradición”. Este exclusivismo repleto de pretensión novedosa no es aún más que un mal menor cuando al relativo desprecio por las otras tradiciones agrupadas con la peyorativa etiqueta de “paganos”, añade el categórico rechazo a hacer un frente común a la Subversión. Tal es el caso actual del integrismo que, aun permaneciendo muy alejado del verdadero ecumenismo -el ecumenismo por lo alto, aquel que se desprende de la esencia común a todas las doctrinas referidas a la tradición primordial- no constituye tampoco una barrera eficaz contra la Subversión en la medida en que su interpretación exoterismo-social del mensaje cristiano es aristocrático y autoritario, es decir, en cierta forma, tradicional.
El exclusivismo denunciado anteriormente se convierte en catastrófico cuando, aún ejerciéndose con vigor contra las otras religiones tradicionales, se acompaña de una tolerancia inadmisible hacia las doctrinas antitradicionales como el protestantismo o el marxismo. Desemboca en una especie de ecumenismo por lo bajo, un pseudo-universalismo de carácter híbrido aunador de elementos subversivos a una tradición no solamente despojada de su dimensión esotérica, sino traicionada en cuanto a su forma exotérico-social. Tal es el actual cristianismo “abierto a la izquierda” que, no contento con negar toda participación de la tradición cristiana en la Tradición primordial -lo que no lo diferencia de la “Derecha” integrista-, opera, a través de una mezcla de anacronismo y de literalismo, una exégesis igualitaria de las Escrituras. La asimilación del cristianismo a un marxismo ante litteram postula el principio protestante del “libre examen” de los textos sagrados. Así el cristianismo “abierto a la izquierda” se presenta como la síntesis perfecta de los dos eslabones de la cadena subversiva que destruye el edificio tradicional de la cristiandad. Constituye, ante el cristianismo tradicional y verdaderamente “católico” un mal peor que el integrismo que, a pesar de todo, por su interpretación aristocrática y autoritaria del exoterismo cristiano, sigue estando, aunque solo sea parcialmente, en contacto con la Tradición. Así pues, una restauración tradicional del cristianismo sigue siendo posible sobre la base del integrismo, mientras que el cristianismo “abierto a la izquierda” encaja irreversiblemente en la corriente de la Subversión y debe ipso facto ser combatido con todas las fuerzas.