Santidad


Comenzamos con las palabras de Francisco Ariza, extraidas de esta entrada en su blog, de las cuales nos hacemos eco.

Nuestra sociedad es, sin lugar a dudas, la más sugestionada de la Historia, si no fuese así, no se explicaría cómo se puede llegar a creer realmente en todas las ilusiones (y “alucinaciones”) proyectadas por los ingenieros cibernéticos, que prometen la panacea universal, pero que en el fondo lo que buscan es el dominio absoluto sobre la vida humana, ya sean estos conscientes o no. No podemos entrar en describir pormenorizadamente las sugestiones engañosas que se derivan de la IA, en consonancia con el “espíritu” de nuestro tiempo, y que cualquier persona bien informada reconoce en todas las vertientes de la sociedad actual, ya sea en la política, la economía, los deportes, la cultura (lo que queda de ella), etc. Lo que queremos subrayar es que el objetivo real de la IA (junto al “híbrido hombre-máquina”) es claramente dominar al ser humano una vez ha colonizado definitivamente su pensamiento, y en consecuencia su “consciencia”.

El monstruo de la sociedad falsificada en la que vivimos, cuyos frutos están en ese reciente engendro de criatura que es la Inteligencia Artificial (artificial=falsa), avanza a pasos agigantados sin posibilidad de encontrar ni un ápice de resistencia. Nuestro tiempo se caracteriza por la aceptación generalizada a dejarse engañar, Guénon nos lo recuerda en el dicho latino Vulgus vult decipi, ergo decipiatur. "El vulgo quiere ser engañado, luego que se le engañe".
Para el estado de infantilismo, puritanismo y reducción del horizonte mental en el que nos encontramos, quizás lo más revolucionario sea hablar de santidad, que éste sea un tema completamente carente de interés en el mundo actual nos da una cierta seguridad y tranquilidad de que al menos por ahora, aún no será fagocitado por el esperpento aberrante de la falsa comunicación que todo lo engulle y todo lo invierte. 

Santidad 

La primera mención a la santidad que se hace en la Primera carta de Pedro es en 1,2 cuando dice que los creyentes somos elegidos en santificación del Espíritu, con dos objetivos claros: uno, para obedecer y dos, para ser rociados por la sangre de Cristo o purificados. El primer objetivo es el de la obediencia a la verdad, la cual implica una exigencia moral más elevada y en la que ignorancia se enfrenta a inteligencia y esclavitud a libertad. Santificar es también honrar, por tanto cuando se dice que somos elegidos en santificación del Espíritu es una invitación a recordar nuestro deber de honrar el Espíritu que nos dio vida, y del que procedemos.

Para caminar en este camino es necesario ser libres y enfrentarse a las muchas cosas que nos esclavizan. Podría también decirse una superación o sublimación del deseo más primitivo, hacia otro más elevado.

Como hijos obedientes, no se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia. (1 Pe 1,14)

Pedro nos sugiere no entrar en los caminos a los que estos deseos ignorantes nos conducen. También en la Primera carta a los Romanos, Pablo nos da un consejo similar:

No os amoldéis a los criterios de este mundo; al contrario, dejaos transformar y renovad vuestro interior de tal manera que sepáis apreciar lo que Dios quiere, es decir, lo bueno, lo que le es grato, lo perfecto. (Rom 12,2)

En la traducción de la Vulgata del Nuevo Testamento se traducen dos palabras griegas, hagiosyne (1 Tes. 3,13) y hosiotes (Lc. 1,75; Ef. 4,24), por sanctitas. Estas dos palabras griegas expresan respectivamente la idea de “separación” y la de “sancionado”, el que ha recibido el sello de Dios. Así es que la santidad conlleva una separación muy real aunque recóndita (más en lo íntimo que en lo exterior) de las cosas mundanas, lo cual también exige una gran fuerza de carácter o firmeza. Esta separación implica vaciarse de la complacencia de lo conocido, abrir el corazón para ser capaces de aceptar el misterio, el Apóstol Juan lo deja claro cuando dice:

«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros» (1 Jn 4,10-19).

Pedro cita en 1,16 un pasaje del Levítico 11,45 del Antiguo Testamento, en el cual se nos recuerda: «Sean santos, porque yo soy santo». La palabra hebrea para santo es “qadash”, que significa ser santificado, consagrado y dedicado. En los capítulos 19 y 20 de Levítico se dan varios ejemplos específicos de las cosas que podían hacer en la vida diaria para obedecer ese mandamiento. También Jesús explicó el principio básico que hay detrás de la santidad cuando enseñó a sus apóstoles que Él no los quitaría del mundo sino que los guardaría de la maldad (Jn 17,14-16).

En este sentido, conviene recordar que el significado en el que ha derivado el concepto de santidad a partir del mundo moderno, entendida como algo mojigato o hipócrita, no deja de ser precisamente una manera de rechazar los peligros que implican para esta sociedad los deseos de conocimiento, de libertad y amor que la santidad pone de manifiesto, por lo desestructurantes que serían para todo el sistema. El mundo aborrece a quien pone al descubierto el pecado, la denuncia del pecado provoca mucha hostilidad, por eso el hombre es también el mundo, pues lleva en su interior este rechazo y hostilidad hacia la verdad y por tanto hacia el amor. Aquel que toma conciencia de no pertenecer del todo a este mundo y de sentirse exiliado o extranjero (1Pe 2,11) es porque puede aceptar algo de esa hostilidad que se genera al poner al descubierto el pecado. El mundo considera traidores a quienes tienen la valentía de enfrentar la verdad, y por tanto el dolor, pues no hay verdad sin dolor. La misma piedra que es preciosa y angular para aquel que persigue la verdad, se convierte en piedra de “tropiezo y de escándalo” para el mundo. En la santidad se pone de manifiesto la necesidad de lo real, frente a las vidas irreales que nos construimos para sobrevivir en el mundo, confundir las imágenes externas con la realidad impide que la verdad interior se revele.

El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros. (Lc 17,20-25)

Frithjof Schuon lo expresa muy bien cuando dice que la paradoja de la condición humana es que no hay nada que nos sea tan contrario como la exigencia de superarnos, y nada que sea tan esencialmente nosotros mismos como el fondo de esta exigencia o el fruto de esta superación.


Huida a Egipto donde vemos a la Virgen María, San José y los ángeles con nimbo circular dorado, que representa la santidad. Basílica inferior de Asís, primera mitad S-XIV

Las múltiples alusiones al Antiguo Testamento (1,16; 1,24-25; 2,6-8; 2,22; 3,10-12; 4,8; 4,18; 5,5) y las referencias a sucesos como la Pascua (1,2 y 18-19) y el Diluvio (3,20) se justifican en la carta de Pedro por el conocimiento del autor acerca del origen judío de muchos de los destinatarios de su carta, quienes conocían la historia de Israel, la Ley y los Profetas. Estas comunidades estaban, probablemente, integradas por una mezcla de judíos convertidos a la fe cristiana y por comunidades paganas. Pero además, queda patente en estas constantes referencias al Antiguo Testamento que el cristianismo nunca rompió con la tradición anterior, sino que fue el resultado de un encuentro. El propio concepto de santidad es fruto de esta unión, Juan Chapa, en su artículo sobre la llamada a la santidad en San Pablo, nos habla acerca de las diferencias entre el concepto de santidad en los paganos y en los judíos. Entre los primeros el concepto santo era más bien pobre, se utilizaba para expresar la necesidad de respeto, veneración y temor en relación con lo divino. Para los historiadores griegos, por ejemplo, eran santos los lugares de culto, los templos o santuarios, especialmente los orientales. No era un término muy utilizado y cuando se empleaba, nunca se usaba como expresión de una cualidad ética o personal del hombre, ni tampoco designaba la santidad (de lo divino) en sí misma. Sólo en época helenística se hizo más frecuente su uso, por el influjo del concepto oriental de santidad, para manifestar personas o cosas que se hallaban en una determinada relación con Dios. En cambio, en el Antiguo Testamento el campo semántico de la santidad es muy rico. El Pueblo de Israel conoce a Dios como el Santo por excelencia: sólo Dios puede ser llamado Santo y como tal es saludado por los serafines en Is 6,3, que "clamaban entre sí diciendo: ¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos! ¡Llena está toda la tierra de su gloria!". Con este atributo, específico y exclusivo de Dios, se mostraba la total diversidad de Dios de los otros seres, como proclama el cántico de Moisés: "¿Quién como tú, Señor, entre los dioses? ¿Quién como tú, glorioso en santidad, temible en tus proezas, que obras maravillas?" (Ex 15,11). Por tanto, "santo" enunciaba la santidad de Dios como un título y una exigencia fundados en su poder y perfección.

A partir del concepto judío de santidad que hacía referencia a la perfección moral absoluta propia de Dios, el cristianismo lo amplió de manera que también el concepto de santidad fue utilizado para referirse al ser humano individual, haciendo referencia a la estrecha unión con Dios junto con la perfección moral resultante de esta unión. La santidad pertenece a Dios por esencia y a las criaturas por participación.