Son 2 las referencias que encontramos en el Antiguo Testamento a Melquisedec. Aparece en Génesis 14,18-24 y en el Salmo 110. Se le identifica como el rey de Salem, que significa Paz, pero Salem no es un lugar físico ni era, como a veces se cree, el nombre primitivo de Jerusalem (Ese nombre era Jébus). Salem es un lugar ideal, un anticipo de la Jerusalén celestial. Esto equivale a decir con Guénon que, según la terminología tradicional usual, Salem era el "Centro del Mundo" a nivel espiritual o, al menos, un centro secundario y subordinado a aquel.
En Heb 7,3 se dice de él que no tiene antepasados, no se conoce ni el principio ni el final de su vida, símbolo del sacerdocio que permanece para siempre.
La idea misma de que la Tradición Primordial transciende a las instituciones particulares, procede de una concepción que distingue, más allá de los fenómenos contingentes condicionados por el tiempo y el espacio, la unidad que los integra y los supera a la vez. Lo que Frithjof Schuon ha denominado “la unidad trascendente de las religiones”. Podíamos intuir que el todo es mucho más que sus partes observando nuestro propio cuerpo, el cual está hecho a imagen y semejanza de Dios, también en la religión se aplica esta visión, por la cual queda claro que (como dijo Platon) Dios geometriza, en ls philosophia perennis están contenidas todas las religiones desde que el hombre es hombre, todas hablan de la misma realidad y nunca ha dejado ni dejará de existir.
Melquisedec no pertenece a ninguna de las tribus hebreas, las cuales son conducidas por Abraham a la tierra prometida, y de la misma manera que los Reyes Magos vienen desde otros pueblos de oriente a bendecir el nacimiento de Jesús, así también Melquisedec proviene de otros pueblos paganos a bendecir a Abraham (es el superior el que bendice al inferior). Es significativo que uno de estos tres reyes ostente el nombre de Melki-or (literalmente, en hebreo, “Rey de la Luz”), cuya raíz es la misma que Melki-Tsedek (o Melquisedec). René Guenon es formal a este respecto: “El nombre de Melquisedec no es otra cosa que el nombre bajo el cual la función misma del “Rey del Mundo” se encuentra expresamente designada en la tradición judeo cristiana”. Este nombre tiene una relación cierta con el centro espiritual supremo, el Agharta. Además Guenon añade: “La tradición judeo-cristiana distingue dos sacerdocios, uno según la orden de Aarón, el otro según la orden de Melquisedec; y este es superior a aquel, como Melquisedec mismo es superior a Abraham, del cual nació la tribu de Levi y, por consiguiente la familia de Aarón”.
Melquisedec, al partir y bendecir el pan y el vino (Gen 14,18-19) se convierte en una prefiguración de Cristo, el cual sería el heredero de la orden sacerdotal superior, la que integra en sus funciones el poder real (rey) y la autoridad espiritual (sacerdote), la Paz y la Justicia son, en efecto, los ideales respectivos de la autoridad espiritual y del poder temporal. Además, Abraham, al darle el diezmo a Melquisedec, también inaugura o anticipa la creación de un nuevo tipo de sacerdocio, inferior, que se inicia con la orden de Aarón, y que todavía no existía.
Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan. (Heb 10, 1)
Podríamos incluso ver en este pasaje el anuncio del descenso a la función exotérica y finita que da comienzo con el sacerdocio de Aarón y que se vincularía con la fe y su función sentimental por la cual la religión (del latín religare, restablecer un lazo) es menos un elemento de enlace entre el hombre y lo divino, que un factor de cohesión social, algo que liga a los hombres entre ellos. No es casualidad que sea Aarón el protagonista de la escena del Becerro de oro en la que se ejemplifica la idolatría que tan a menudo es fruto de la segunda manera de entender la religión.
El sacerdocio según la orden de Melquisedec, al que pertenece Cristo, se vincularía con el esoterismo y por tanto con los planes del conocimiento y de la realización interior de toda doctrina metafísica. Es preciso también relacionar con esto el hecho revelador de que Cristo nació de la tribu real de Judá y no de la tribu sacerdotal de Leví. Por lo tanto su nombramiento no procede del linaje terrenal, sino del linaje espiritual, el cual es designado por Dios Padre, y no existe ninguna pertenencia a ningún linaje que garantice este nombramiento. Por tanto Cristo abrió un camino de libertad tanto para las pesadas cargas de los rituales y los sacrificios carentes de sentido como también para la purificación del pecado y la culpa, al substituir el templo terrenal por el templo carnal, el más íntimo, el del propio cuerpo, sustituyó los sacrificios de animales, que eran insuficientes e inútiles porque se hacían desde lo externo, por el sacrificio definitivo, el que elimina la culpa por una vez y para siempre, el del propio cuerpo, que establece a partir de la intimidad máxima la relación profunda con Dios.
También en este pasaje queda patente que tanto la vía intelectual como la afectiva son criterios válidos que todas las tradiciones ofrecen simultáneamente en el camino hacia lo supra-humano. A cada una de las dos vías corresponden respectivamente, sobre el plano doctrinal, el esoterismo y el exoterismo y, sobre el plano existencial, la iniciación y la fe. Mientras en otras tradiciones, el esoterismo y la iniciación debían estar reservadas a la élite de los “hombres del conocimiento”, en el sentido superior del término, Cristo sin embargo, abrió la puerta a algo que muchos consideraban que debía estar oculto, la manera de ocultarlo del cristianismo fue precisamente hacerlo plenamente visible. En el cristianismo, el velo pasaría a ser el propio cuerpo, pues la verdad no se capta con los ojos del cuerpo, sino con la mente purificada.
Así pues, hermanos, la muerte de Jesús nos ha dejado vía libre hacia el santuario, 20 abriéndonos un camino nuevo y viviente a través del velo, es decir, de su propia humanidad.
«Este es el nuevo pacto que haré
con mi pueblo en aquel día, dice el Señor:
Pondré mis leyes en su corazón
y las escribiré en su mente».
El templo pasó de ser un lugar con acceso restringido a unos pocos, a ser el lugar de mayor intimidad con Dios. La frase de Jesucristo "dejad que los niños se acerquen a mi" pone en evidencia que no es necesaria ninguna preparación "intelectual" o formación específica ofrecida por hombres, para acercarse al mensaje profundo y esotérico encerrado en la poesía bíblica. Así también, las cualidades proféticas podían darse en un niño, como fue el caso de Samuel y su temprana llamada de Dios. La psicoanalista Francoise Dolto lo expresó muy bien cuando dijo que "tenemos un mito de progresión del feto, desde el nacimiento hasta la edad adulta, que nos hace identificar la evolución del cuerpo con la de la inteligencia. Sin embargo, la inteligencia simbólica es la misma desde la concepción hasta la muerte. Para el adulto es un escándalo que el ser humano en estado de infancia sea su igual".
La encarnación de Cristo entrelazó la vía intelectual con la vía emocional, de manera que se encuentra en cada una la otra reflejada, y son por ello inseparables.
Según nos cuenta Daniel Cologne, estas dos vías estuvieron plenamente representadas en la sociedad de la Edad Media, atravesada paralelamente por dos grandes corrientes espirituales: la de una tradicional en sentido prístino del término, es decir, relacionada con la Tradición primordial y la espiritualidad característica de la edad de oro; la otra más específicamente católica, procedente de la espiritualidad propia de la edad de plata."Guenon ve en la persona de San Bernardo al más ilustre testimonio de la supervivencia medieval de la espiritualidad de los orígenes contemplada en su modalidad gnóstica. Evocando la alta figura del abad de Claraval, escribe: “Lo que las filosofías se esfuerzan por observar mediante una vía complicada, él lo comprendía inmediatamente, mediante la intuición intelectual sin la cual ninguna metafísica real es posible y fuera de la cual no se puede tener sino una sombra de la verdad”. En tanto que medio de conocimiento, “la intuición intelectual” es superior, no sólo al pensamiento empírico moderno -la “filosofía” en el sentido profundo del término, de la que Guenon traza aquí los límites-, sino también al éxtasis místico. Esta última denota un cariz de espíritu religioso mientras que la intuitio intelectualis atestigua un cariz de espíritu metafísico. La vía metafísica del conocimiento implica, en los planos respectivos de la doctrina y de la realización existencial, el esoterismo y la iniciación. No fue solo el patrimonio de personalidades aisladas. Fue igualmente cultivada en simbiosis con la vía heroica de la acción, en el seno de las grandes órdenes caballerescas y de las comunidades ascético-guerreras que constituyen los más bellos florecimientos de la cultura medieval y cuyo parentesco espiritual con el catolicismo de la época no tiene para Guenon ninguna duda. “En la Edad Media, existieron organizaciones cuyo carácter era iniciático y no religioso, pero que tomaban su base en el catolicismo”.
La relación de complementareidad que unió la vena tradicional y la vena católica de la Edad Media no es perceptible más que a condición de reconocerles un origen común en el “cristianismo primitivo” y de contemplar este bajo su doble aspecto de doctrina esotérica intemporal y de mensaje exotérico adaptado tanto a la mentalidad popular como a las circunstancias históricas.
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La condición sine qua non para un enderezamiento del cristianismo es el redescubrimiento de su esoterismo y, de forma más general, de todo lo que lo relaciona, más allá de su forma religiosa particular, con el tronco metafísico común a todas las tradiciones. La principal causa de su decadencia es la pérdida de conciencia, hasta en sus depositarios teóricamente más cualificados -es decir, el clero-, de la conformidad de su doctrina con la Tradición primordial. Esta pérdida de conciencia tradicional engendra normalmente la confusión entre la esencia del cristianismo y su adaptación accidental al as circunstancias históricas."
Julius Evola, Rene Guenon y el cristianismo, de Daniel Cologne