El pasado sábado día 15 tuvimos el privilegio de asistir a una sesión de cine muy especial, organizada por la Asociación Ser en la profunda aldea de Vilela. Para llegar allí es necesario un viaje, un viaje que nos invita a superar las limitaciones geográficas y físicas, bien sabemos que unas pueden llegar a ser un símbolo de otras, más internas y sustanciales. En la comarca de Os Ancares, como en sus habitantes, y como en esta película, podemos todavía bucear para perseguir tesoros interiores escondidos. Así como los romanos llegaron en búsqueda de oro a nuestras tierras, también nosotros podemos hoy seguir sus huellas para encontrar el oro que nos legaron nuestros antepasados. Hay algo mágico, no solo en imaginar la proyección de L'Atalante desde lo alto del cielo, como un pequeño haz de luz en el medio de la oscuridad y de las estrellas propias de la montaña, sino también en todas esas personas que, con su luz, se acercan a ese rincón perdido en una aldea en donde se termina la carretera y en donde comienza la proyección de una película como L'Atalante. No quería dejar pasar la ocasión de profundizar en un film que tan amablemente ofrece material para ello, como también tan amablemente las personas de la Asociación Ser nos han acercado esta joya.
Inmensa, bella, libre y vital, todo parece estar en ella perfectamente a la vista, y sin embargo, detrás de esa apariencia de sencillez y simplicidad se oculta una verdad esencial y cargada de profundidad.
L’Atalante
Inmensa, bella, libre y vital, todo parece estar en ella perfectamente a la vista, y sin embargo, detrás de esa apariencia de sencillez y simplicidad se oculta una verdad esencial y cargada de profundidad.
Mejor usar las palabras de Nietzsche para expresarlo con más exactitud:
"Quien sabe que es profundo se esfuerza por ser transparente; quien quiere parecer profundo a los ojos de la multitud se esfuerza en ser oscuro. Pues la multitud estima que es profundo todo aquello cuyo fondo no logra ver; ¡tiene tanto miedo a ahogarse!"
Destinada a la incomprensión, tanto de la época que la vio nacer (el año 1934) como de la actual, cuando se prescinde de anclajes sociales o históricos con los cuales justificar lo que ocurre, entonces lo sustancialmente humano aparece con toda su desnudez, no hay donde agarrarse, va directo al corazón y al listado de pocas películas que pueden presumir de ser eternamente actuales.
La narrativa poética de la película nos conduce hacia una manera íntima de contemplar la realidad, casi como en un cuento de hadas, en donde los personajes encarnan actitudes esenciales del ser humano. A través de planos con tamaño de campo corto, el autor nos introduce en el campo de la intimidad y subjetividad de sus personajes, nos hace participar de su cotidianidad casi como si fuéramos uno más de ellos. De manera especial, esta narrativa a través de planos medios cortos, parece ser la que se define a partir del momento en que se suben al barco. El viaje a bordo de L'Atalante se convierte en un viaje por la subjetividad de los personajes, no es casual tampoco que esto suceda durante la luna de miel de los recién casados, pues una sexualidad plena va estrechamente vinculada con la atención y el cuidado de la subjetividad, la propia y la del otro.
Cualquier posible idea que pudiéramos habernos hecho previamente sobre ellos, se rompe al empezar a profundizar en sus almas. No por casualidad Goethe comparó el alma con el agua, para navegar por ella es necesario soltar amarras.
El alma del hombre/se asemeja al agua:/viene del cielo/y al cielo asciende,/otra vez abajo/vuelve a la tierra,/siempre cambiando
El viaje por el que nos conduce L'Atalante nos invita a cerrar los ojos, a intercambiar un tipo de vista por otra y a despertar la que todos tienen pero pocos usan, la vista interior, esa en la que los ojos deben acostumbrarse lentamente a la luz. Una visión que pone sus ojos en el alma de los que realizan obras bellas.
Y es que esta película es una valiente apuesta por la desracionalización del mundo, debe ser leída en clave poética. Entre este poema de Novalis y la película de Jean Vigo no hay, esencialmente, muchas diferencias.
Cuando cifras y fórmulas no sean
ya la clave de todas las criaturas,
cuando los que se besan, los que cantan,
sepan más que los sabios más versados,
cuando el mundo recobre
la libertad y vuelva a ser mundo,
cuando entonces de nuevo la luz y sombra
se funden en más cierta claridad
y cuentos y poemas sean mirados
como historias eternas de la tierra.
Bastará entonces con decir la palabra secreta
y este mundo al revés se esfumará.
La película arranca con una boda muy particular, de la cual no nos queda muy claro si es un motivo de alegría o un motivo de tristeza, por momentos podría incluso confundirse con un funeral. En verdad, una boda no deja de ser un rito de paso en el cual algo de una anterior etapa debe morir, con esa muerte simbólica de una fase anterior, se accede al lugar del Amor, a la receptividad hacia el otro y hacia el mundo.
Por tanto, ya desde el inicio se nos va anticipando y abriendo un camino que transcurrirá todo el tiempo por el borde de la insatisfacción propia del alma, entre el deseo finito y el deseo infinito. Un borde por el que sus personajes caminan abiertamente, al límite, aún con cierto temor, pero decididos, pareciera que están siempre a punto de caer, en el riesgo del abismo o de las profundidades de las aguas.
El deseo infinito es la contracara de la sensación de vacío, por eso, en ocasiones, esta película pueda resultar un tanto tétrica, salvaje o pesimista. A los ojos del racionalismo moderno, el vacío es lo que produce depresión, a menudo, desde lo social, se rechaza la función del vacío y de lo femenino como puerta de conexión con la dimensión infinita del alma, la dimensión de la insatisfacción. El vacío no está para ser llenado, sino que su función es la felicidad de conectarnos con el deseo infinito, el que no puede ser nunca satisfecho.
La primera escena de la película nos da ya algunas pistas de lo que nos iremos encontrando. El estrafalario tío Jules, junto con el joven grumete que más tarde acompañan a los novios por su travesía fluvial a bordo de L'Atalante, salen primeros de la iglesia en la que ha tenido lugar la boda. Salen corriendo, uno tirando del otro, apurados por las palabras del tío Jules que meten prisa al muchacho, sin embargo, después de avanzar unos metros, éste no tiene reparos en pararse para volver atrás, parece que algo importante se le olvida. Mientras el joven le espera, entra de nuevo en la iglesia y toma agua bendita para persignarse, un gesto de devoción religiosa que no volverá a mostrar en el resto del metraje. No es el gesto aparentemente religioso el que lo define, sino el gesto (esencialmente religioso) de avanzar retrocediendo, este sencillo gesto será una marca definitoria del personaje. Entre la necesidad exterior de lo útil y la necesidad interior de lo inútil. Tanto en este personaje como en el de Juliette, la joven recién casada, podemos entrever un profundo deseo de libertad, al que no renuncian con facilidad, ambos están dispuestos a perder o a renunciar a todo, antes que a su libertad.
Entre la comitiva que acompaña a la pareja a la salida de la iglesia, algunas personas hacen comentarios sobre Juliette, la juzgan por haberse fijado justamente en alguien que no era del pueblo, ella, por lo visto, era diferente al resto, diferente a quienes preferían conformarse con un muchacho del pueblo, por no complicarse la vida embarcándose en tal aventura.
Es a partir de aquí que empezamos a profundizar en la intimidad de los personajes, todos los tripulantes del barco tienen un valor simbólico en esa tarea común a todas las almas que es la de perseguir el amor/libertad/verdad. Una tarea que parece tener relación con la capacidad de aceptar el vacío, la falta.
Y si las vecinas de su pueblo tachaban a Juliette de diferente únicamente por casarse con un muchacho que no es del pueblo, imagino que la tacharían de bruja si llegan a conocer sus cualidades de visionaria. Ella le dice a Jean que en el agua se puede ver el rostro de la persona amada, y que de pequeña solía tener estas visiones. Fue en el agua donde vio por primera vez el rostro de Jean, a quien reconoció perfectamente la primera vez que se vieron, desde el primer momento tuvo claro que él era su amado.
Jean siente un poco de envidia e intenta, como sea, acceder a esa visión del rostro de su amada sumergiendo la cabeza en el agua tantas veces como sea necesario. Salta a la barca pequeña desde donde sumerge medio cuerpo, pero no es capaz de verla, ella le regaña por no tomárselo en serio, le dice que si quiere verla que la mire, que ella está delante. Él todavía no puede mirarla, aún no ha encontrado el amor. Ella le dice, "algún día lo verás, cuando lo hagas en serio". Juliette se casa enamorada, Jean se enamorará después.
Pero mientras, las escenas que tienen lugar en el interior del camarote, entre Juliette y el tío Jules, están cargadas de ternura, de capacidad de amar. Primero en la habitación de Juliette, mientras ella cose y utiliza a Jules de maniquí para probarle la falda que está confeccionando, y después en la habitación de Jules, en donde accedemos al museo repleto de magia que este personaje atesora no solo en su habitación, también en su interior. Ella le dice "nunca imaginé que su camarote fuera así". La marioneta que ha confeccionado simula un director de orquesta, quizás sea este director el que mejor maneje las cuerdas de la embarcación del amor en la que viajan, el verdadero capitán que, mejor que el oficial, mueve el timón un poco a babor y otro poco a estribor, aceptando ambas dimensiones en la vida, la de la luz y la de la oscuridad, la finita y la infinita.
A Jean le pueden los celos, de alguna manera también los celos son un deseo inconsciente, un deseo de que esa realidad que teme llegue en verdad a realizarse, vive preocupado por satisfacer a Juliette, quiere cumplir sus ideales, estar a la altura de lo que el mundo espera de él, o al menos lo que aún piensa que es el mundo. Todavía no ha aprendido a mirarla de verdad, aún no ha visto su imagen en el agua, o podríamos también decir, en su alma. Finalmente Jean sueña que ella lo abandona. Como ocurre tantas veces en los sueños, en ellos vemos deseos enmascarados, porque no son tolerables para la consciencia, quizás a Jean, la vida en matrimonio esté empezando a superarle más de lo que imaginaba.
Ella parece entender la premonición de este deseo oculto de Jean, y finalmente lo abandona. Está dispuesta a renunciar a él, si es que finalmente él no es capaz de encontrar el amor. Deambula sola por la ciudad de Paris, y cuando regresa al puerto, la embarcación ya no está. Como una Ariadna que tras haberse separado de su tóxica familia, es abandonada por Teseo en la isla de Naxos, debe enfrentarse al vacío de la soledad, de la melancolía, a renunciar al anhelo de que el amor pueda en algún momento suplir la falta, la falla o el vacío de la insatisfacción.
Durante este momento de separación en la pareja, algo se transforma también en Jean, después de un duelo interno con su frustración, rabia y dolor. Esta transformación se lleva a cabo por la profundización en su oscuridad, profundización que se simboliza con esa bella danza subacuática que tiene lugar cuando se sumerge de lleno en el agua buscando la imagen de Juliette. Finalmente parece tomárselo en serio y encuentra en su alma la imagen de su amada perdida, para recuperarla era necesario ser capaz de recibirla, de re-conocerla.
Imaginamos que no será ésta la primera ni la última de sus transformaciones, el viaje tan solo acaba de empezar, al revés que en el mito del amor romántico, esta película no termina en boda, es la boda la que da lugar al conflicto, a la duda, a la insatisfacción, a la incertidumbre, a la pérdida, pero también a la vida, a la pasión, a la belleza y a la ternura. Los gatos y el tío Jules son un símbolo de todo esto, representan el conflicto al mismo tiempo que la vida, la ternura a la vez que lo salvaje, lo humano confundido con lo animal y lo animal confundido con lo humano. En el borde de esa permanente lucha entre ambas dimensiones, está la vida, el Deseo en mayúsculas.