No ser el único

Caín asesina a Abel. Gustave Doré



El origen de todos los conflictos en el ser humano es el problema de la Ley. La Ley inscribe en el ser humano la posibilidad del crimen, no es el crimen el que da origen a la Ley, sino que es ésta la que permite la consciencia del crimen. Los animales no cometen crímenes porque para ellos no existe el problema de la Ley. La Ley es ley del lenguaje, porque deriva de la inserción del ser humano en el lenguaje. Las interpretaciones modernas que se han hecho de la prohibición divina en el jardín de Edén (expresión de la Ley de Dios), reflejan una visión pueril y libertina de la Ley, según la cual ésta sería un superfluo estorbo para el desarrollo pleno de la vida. Estas interpretaciones coinciden, no por casualidad, con una falsa reivindicación de lo femenino, pues ven en la serpiente y en Eva la defensa de una libertad no constreñida por la caprichosa ley divina (patriarcal). Según esta pedagogía libertaria, el Otro no hace falta, es un mero estorbo, y no habría motivos para impedir el pleno despliegue del goce ilimitado que muchos confunden con libertad. La tentación que inocula la serpiente es la de suprimir las diferencias, que no exista diferencia entre el hombre y Dios, y por tanto tampoco entre yo y el otro. Se trata de una promesa perversa porque querría eliminar de la experiencia humana lo imposible, y por tanto el sentido humano de la ley. La serpiente invita a llegar a un goce (mortal) que excluya la separación, capaz de abolir la diferencia, la distancia que separa a Dios del hombre. Pero la promesa de la libertad ilimitada conduce a la muerte (que hayan aumentado los feminicidios precisamente a raíz de la caída del patriarcado no es casual), no en vano Dios ya les había advertido de los resultados de comer del fruto prohibido.

Y ordenó el Señor Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer, 17 pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás (Gen 2,16-17).

La muerte a la que se refería Dios no era un castigo por incumplir la norma, sino que se refería al resultado que implica, para el ser humano, no respetar la ley. El resultado es la muerte en vida, la muerte de la vida estando vivo, lo que Eva y Adán transmiten por la sangre a su hijo Caín y éste definitivamente lo traduce dando muerte a su hermano Abel. El error de Adán y Eva, inducidos por la serpiente, fue elegir el goce mortal que rechaza el sentido de la Ley.

Traemos de nuevo unas palabras de Massimo Recalcati en su libro "El gesto de Caín", que son muy esclarecedoras.

Pero dar muerte no es, en absoluto _contrariamente a lo que el odio envidioso de la serpiente había insinuado_, la voluntad de Dios. Su Ley jamás apunta a la muerte: siempre apunta a la vida. Y no es casual que, en su primera aparición, tal Ley perdone la vida a Adán y a Eva, volviendo a confutar la interpretación de la serpiente. Aquí no hay represalia, no hay sentencia de muerte, no hay ejecución. Se trata de un pasaje fundamental que refleja el meollo, la cifra del Dios bíblico: la Ley divina no goza sádicamente de su aplicación, no se encamina al castigo; nunca es ni sancionataria ni patibularia. El Dios bíblico no es ningún Dios cruel, despiadado o vengativo. Aun en este caso prefiere contradecir su propia palabra antes que dar una imagen violenta de la Ley. Así, suspende la aplicación de la Ley que Él mismo había promulgado y desactiva la sentencia de muerte para los transgresores. Pero hay más: movido a compasión, cubre los cuerpos de Adán y Eva con "túnicas de piel" (Y el Señor Dios hizo vestiduras de piel para Adán y su mujer, y los vistió), gesto de pietas que solo puede tener un Dios que quiera mucho a sus criaturas. No un Dios omnipotente que exhiba su fuerza de modo triunfalista, sino uno que actúe más maternalmente, con un gesto de solicitud profunda: devolver la dignidad a quien infringió la Ley. Solo la serpiente queda maldita para la eternidad. Al hombre le espera, en cambio, el camino de la historia, el dolor de le existencia, la separación, la pérdida irreversible de su inocencia.

La segunda gran transgresión de la Ley no tiene por centro la apropiación indebida del fruto del árbol de la ciencia, sino el asesinato del hermano. Sus protagonistas ya no son Adán, Eva y la serpiente, sino la figura dramática de Caín y la de su hermano Abel. La enseñanza bíblica es aquí radical: es entre hermanos, y no entre desconocidos, como se desencadena la violencia más tremenda. Con esta opción narrativa, lo que el logos bíblico quiere mostrar es que, para mirar de verdad a la cara al fenómeno escabroso de la violencia humana, ha que suponer que cada uno de nosotros lleva consigo a Caín: que la violencia humana en absoluto se limita a comportamientos defensivos o de ataque dictados por el instinto -como es el caso en el mundo animal-, sino que habita en el corazón de nuestros vínculos más íntimos. Tal es la tesis de san Ambrosio, quien nos invita a plantearnos a Caín y a a Abel en términos freudianos, como "partes internas" del sujeto, como indicadores de su conflicto y de su escisión ética: del choque entre el bien y el mal, y de la lucha por hacer prevalecer a uno sobre otro. 

(...) Caín enseña que la violencia no es, en absoluto, el resultado de una regresión de lo humano al reino animal; que la violencia no viene dada porque el hombre se convierta en una bestia. En el mundo animal no existe, en efecto, la tentación de la violencia, porque en dicho mundo la violencia no tiene que ver con el deseo ni con sus fantasmas inconsciente, sino solamente con la ley del instinto. Por lo demás, en el mundo animal no existe, en rigor, posibilidad de crimen (ni de locura).  

(...) El texto bíblico no se anda con chiquitas: no propone ninguna representación retórica e idealizada del hombre, no se arredra ante la constatación de que el odio es una inclinación primaria del ser humano. Lo afirmaba también, a su manera, el judío Freud: que en el origen de la vida no está la capacidad integradora del amor, sino la violencia expulsiva del odio. Eso significa, frente a las tesis de Aristóteles de que el hombre es un "animal social", que el ser humano no está únicamente abierto al mundo -no vive para amar a su prójimo-, porque el mundo y su prójimo se presentan, antes que nada, como una intrusión amenazante y hostil hacia la vida del sujeto. Abel es, para Caín, en primer lugar un intruso: su existencia de segundogénito no puede sino comportar, para el primogénito, una pérdida de goce, una merma de su prestigio fálico ante la mirada materna. 

(...) Así y todo, la violencia originaria no es ciega: no es la expresión de un afán convulso, de un reflejo bestial. Antes de que el asesinato de Abel se consume, Caín manifiesta hacia su hermano un intenso odio envidioso que, lejos de agotarse, no cesa de alimentarse a sí mismo. ¿No es ya eso lo bastante escandaloso para una moral del sentido común y los buenos sentimientos? El vínculo entre los hermanos, ¿no debería carecer de odio? ¿No debería plantearse como un vínculo de solidaridad y amor, como el paradigma de una relación positiva? 

Anticipando a Freud, el texto bíblico muestra que el impulso destructivo viene del inconsciente y constituye una inclinación fundamental de este (previa a la abnegación amorosa). Lo veíamos ya en la figura maligna de la serpiente que instigaba la primera transgresión. Es, en efecto, la serpiente, antes que Caín, quien introduce en lo creado la mirada torva del odio envidioso. Caín también interpreta la acción de Dios -igual que la serpiente- como un gesto de puro poder arbitrario. Caín también comparte, igual que la serpiente, el fantasma neurótico del padre dominador, del padre perverso que aplasta la vida de sus hijos, que gestiona la Ley con el único criterio de su propio capricho. Como ya les ocurriera a sus progenitores -soliviantados por la serpiente-, Caín también se rebela, como veremos mejor, contra la Ley del padre, oponiéndose de hecho a su autoridad simbólica. Ese es el rasgo rebelde, romántico, anarcoide de Caín, que han valorado distintos intérpretes. Por ejemplo Saramago, cuando presenta a un Caín dedicado a demoler la creación de un Dios injusto y envidioso en nombre de la libertad del hombre; o, más recientemente, Camilleri, cuando exaltaba una representación de Caín que gira en torno a su configuración prometeica, constructor de ciudades y de cultura.

Caín no es una figura dramática porque desafíe prometeicamente a Dios, sino porque queda enjaulado en su propio fantasma envidioso. Su transgresión no es una revuelta heroica ante el capricho despótico de Dios, sino que muestra hasta qué punto la envidia está profundamente emparentada con la pulsión de muerte. No es casual que, donde hay envidia, no encontremos la afirmación positiva de un goce vital, sino solo la "tristeza por los bienes ajenos" (por usar la conocida fórmula de Tomás de Aquino). Pero entonces ¿por qué la pasión envidiosa es tan potente y está tan presente en el ser humano? ¿Por qué tiene la capacidad de tirar de la vida hacia la muerte?

La envidia no es nunca envidia de algo, de determinadas propiedades o cualidades de la persona envidiada. En el fondo del sentimiento envidioso está, más bien, la vida del Otro: la plenitud, la riqueza, la alteridad de la vida del Otro. Por este motivo, Lacan pudo afirmar que el verdadero objeto de la envidia es la vida en cuanto tal; que la envidia siempre es, en su raíz, "envidia de la vida". 

(...) La pasión de Caín consiste, al igual que la de Narciso, en ser el único: en cultivar una imagen grandiosamente ideal de sí mismo. Abel es, entonces, el intruso que despoja al hermano de su imagen ideal. El psicoanálisis enseña que se trata de un trauma bastante frecuente en los primogénitos: la llegada de un hermano no solo es un motivo de celebración para una familia, sino que puede marcar también la pérdida traumática, por parte del primogénito, de su condición privilegiada de hijo único. Es la matriz de lo que Lacan llamó "complejo de intrusión": el recién llegado altera el vínculo entre el hijo y sus padres, funge de acontecimiento separador; priva, sobre todo, al primogénito de su estatus de objeto fálico en el deseo de la madre. Y eso desencadena fatalmente un impulso agresivo para con el recién llegado que se corresponde con una vivencia negativa de exclusión y abandono. En la relación con su hermano, Caín experimenta por primera vez el encuentro con un ser que es como él -que puede hacer alarde de los mismos derechos-, pero que también es distinto a él. La simetría de la condición de hermanos, ¿genera más conflicto que la asimetría de la relación de los hijos con sus padres? Se trata de un hecho que la experiencia suele poner de relieve: es bastante raro encontrar hermanos de sangre que se quieran y compartan positivamente el el sentimiento fraterno. Y añádase que Caín no solo es el primogénito de Adán y Eva, sino también el primer hijo de toda la humanidad. El era literalmente -no es metáfora-, antes del nacimiento de su hermano Abel, el único hijo que había en el mundo. A Caín se le cumple, al menos en esa época inicial de su vida, el sueño inconsciente de cualquier niño: ser irrepetible, el más querido, el único niño del mundo. Es el nacimiento de Abel lo que disuelve, de manera inevitable y traumática, esta representación narcisista de Caín como el Uno absoluto sin el Otro. Con el nacimiento intrusivo de Abel, Caín se ve obligado a vivir la experiencia traumática de la alteridad, de la diferencia irreductible del hermano: la irrupción del Dos (encarnado por Abel) en la escena del Uno (Caín como hijo único). (...) Agustín refiere en las Confesiones, en unas páginas que acabarían siendo famosísimas -y que retomaría el propio Lacan-, las punzadas de envidia que sufre un niño observando a su hermanito alimentarse con avidez del seno de la madre de ambos:
La debilidad de los miembros de los infantes s inocente, pero no es inocente el ánimo de los infantes. Yo mismo he visto y he observado atentamente a un niño envidioso: no sabía hablar aún, y ya miraba con el rostro pálido y los ojos punzantes a su compañero de lactancia.
 
(...) No obstante, para intentar comprender hasta el fondo el horror del gesto fratricida de Caín, no solamente debemos detenernos en el carácter narcisista de su primogenitura -Caín realmente fue el único hijo del mundo-, sino también en lo que Caín fue en el deseo de su madre. André Wénin ha insistido mucho en la importancia que este aspecto tiene en la biografía de Caín: señala que Eva vive el nacimiento de este a través de un fantasma incestuoso. Con el nacimiento de Caín, Eva no solo engendra un hijo, sino que adquiere un hombre. El texto bíblico es elocuente al respecto: "Eva (...) concibió y dio a luz a Caín,y dijo:"He logrado un varón con la ayuda de Yahveh"" (Gen 4,1). He aquí el fundamento de la naturaleza incestuosa que, según la lectura de Wénin, caracteriza la relación primaria de Caín con su madre. El texto bíblico lo expresa sin rodeos. Se trata de un secuestro en toda regla: el hijo pertenece a la madre, no tiene vida propia; ha sido capturado por el espejo de la mirada materna. En esa relación no hay la debida distancia simbólica, todo se confunde. No está presente el Tercero, el principio de la mediación simbólica representado por el Nombre del padre. Caín no tiene vida propia porque es un hijo incestuoso, objeto de propiedad exclusiva de la madre. Ha sido capturado por el deseo de desquite que Eva alberga hacia el padre. El odio que Caín le tiene a Abel es el odio a un rival que rompe el encanto de una relación fusional, el goce de la fusión del Uno con el Otro. Abel es el intruso que se coloca entre Caín y su madre, desbaratando el carácter incestuoso de la pareja. El odio de Caín por el hermano tiene su origen en ese derrumbe del espejismo del Uno que el hijo "añadido" provoca. Con todo, el primer drama de Caín no es el de la intrusión del hermano, sino el de ese secuestro materno que inscribe la vida del hijo más como el objeto pasivo del deseo de su madre que no como un sujeto. Tal inscripción fomenta en él, a su vez, un fantasma narcisista: Caín quiere ser él solo, quiere ser el único hijo del mundo, la compleción del vacío de Eva. En términos psicoanalíticos, su existencia se presenta embalsamada, íntegramente identificada con el falo imaginario de la madre. Si el Edipo de Sófocles releído por Freud mata a su padre para quedarse junto a la madre -para convertirse en su esposo y en el padre de sus hijos-hermanos-, el Caín bíblico mata a Abel para quedarse junto a Eva, para seguir siendo su único "hombre". Edipo y Caín son, por tanto, hijos que no logran separarse de su origen: que no saben colocarse en su papel debido de herederos. No soportan la pérdida de un goce que excluye la carencia; se niegan a aceptar el corte que efectúa la Ley del lenguaje. Edipo y Caín son dos figuras igualmente incestuosas. Si Edipo se convierte en el marido de Yocasta (su madre) y en el padre de sus hijos (que son también sus hermanos), Caín toma el puesto del hombre de Eva, excluyendo a Adán. Se trata de una expropiación que lleva a cabo una apropiación: la relación incestuosa entre Caín y Eva expropia al padre, uniendo al hijo con la madre y viceversa. De manera que Caín se convierte, como afirma inequívocamente el texto bíblico, en el hombre de su madre. El carácter traumáticamente intrusivo del nacimiento de Abel solo se entiende sobre el fondo de este vínculo fusional que une a Caín con su madre.

Por otro lado, la participación de Dios en el acto desencadenante del asesinato de Abel nos deja constancia de que los relatos bíblicos no se andan con tonterías. Si Caín vive a su hermano como un intruso que desbarata su valor fálico-narcisista es debido a que Dios (y no Eva) ha reconocido a Abel un valor superior. Caín mata a Abel solamente después de que Dios haya preferido los dones de Abel antes que los suyos. Y este es el problema clave de la envidia, Caín cree que Abel es el preferido de Dios, sin embargo Dios no tiene preferidos, entra en todas aquellas personas que se lo permiten, Abel había permitido entrar a Dios en él. Lo que no comprende la envidia de Caín es que no ser "el único" no implica no ser único, y para Dios siempre somos únicos. Por otro lado, el texto no aclara los motivos de su preferencia, lo único que sabemos es que Abel ofrece dones sacados de su actividad, que es la ganadería, mientras que los dones de Caín provienen del cultivo de la tierra. Los dones de Abel son auténticamente suyos, mientras que los de Caín están arraigados al suelo, a la tierra-madre, de quien no puede desprenderse, símbolo de su dependencia incestuosa con la madre, a quien todavía pertenece más que a sí mismo. El propio nombre Caín deriva del hebreo qaneh, que significa "poseer", "adquirir". Caín es él mismo "aquello que ha sido poseído". Dios, al rechazar los dones de Caín, echa por tierra drásticamente la lógica materna de la posesión privilegiada. Su juicio constituye el trauma paterno de Caín. Dios lo obliga a constatar que no es el único hijo, que no está el solo. Porque cada hijo es verdaderamente único en el deseo de una madre, pero eso no autoriza a ningún hijo a sentirse el único. 

La Biblia está llena de relatos de caídas, a las que Dios (y su Ley) acude para restaurar su dignidad. Durante el éxodo, en ese camino de la esclavitud a la libertad, que es eterno, pues aún hoy lo seguimos recorriendo, cuando el pueblo de Israel entra en crisis, Dios vuelve a tomar la iniciativa, una y otra vez, como si les dijera: «No retrocedáis ni os quedéis por el camino; volved a levantaros porque Yo, vuestro Dios, os espero en la tierra prometida, siempre más allá de vosotros mismos, para que podáis llegar a ser plenamente vosotros mismos y manifestéis mi imagen inscrita y revelada en vosotros». La Tierra Prometida es un estado personal y colectivo de la humanidad hacia el cual aún nos estamos dirigiendo. 

Pero, además, la historia de Caín no se agota ni en su primer rechazo de la responsabilidad sobre su acto, ni en el posterior sentimiento de culpa que le permite empezar a elaborar una respuesta ética. 

El texto bíblico desidentifica a Caín de una versión maniquea del Mal y lo convierte en el primer hombre capaz de construir una ciudad. Se trata de un epílogo significativo de su accidentada historia: si el hombre sabe asumir las consecuencias de sus actos, su vida será éticamente generativa. No es solo que del bien nazca el mal, sino que también del mal puede nacer el bien. Tal es el mensaje que Caín lleva consigo. Después de que Dios lo arroje al vagabundeo -protegido, eso sí, por su señal-, sus primeros gestos ya no están animados por la furia narcisista del odio envidioso, sino que evidencian un carácter doblemente generativo: Caín se convierte en padre y, a la vez, en "edificador" de la primera ciudad de la historia humana. Ese odio envidioso que querría cancelar cualquier forma de alteridad deja paso al trabajo simbólico de la reconstrucción del Otro (tanto en la forma del nacimiento del hijo como en el fenómeno colectivo del construcción de la ciudad). No es casual que el nombre que reciben el hijo de Caín y la ciudad coincidan. Ambos se llaman, en efecto, Enoc, que en lengua hebrea significa "inauguración", "dedicatoria". Se trata de una doble creación con la cual se evidencia que el vagabundeo de Caín en absoluto impide la posibilidad de que él se descubra capacitado para el deseo.

 

Sobre Enoc hemos hablado en otra entrada:

https://blog.martacuba.com/2023/03/en-el-principio.html