Dios en la historia

La mujer vestida de sol y el dragón en el Beato de Liébana. Foto: Biblioteca Nacional de España.


Existen algunos estudiosos bíblicos que consideran la escatología, es decir, los relatos apocalípticos, como un tipo de literatura que da comienzo a la visión lineal del tiempo, frente a la visión cíclica por la cual todo se repite, y todo está sometido a la ley del eterno retorno, más propia de las anteriores cosmovisiones. Para estos autores, la idea apocalíptica del final de los tiempos instaura la visión lineal del tiempo, la cual es propiamente moderna. Llama la atención que en lugar de tratar de comprender este final de los tiempos que relata el Apocalipsis dentro del concepto de tiempo propiamente cíclico del momento histórico en el que estos relatos surgieron, en lugar de eso, trasladan nuestra manera lineal de comprender el mundo para explicar el contenido de un relato que no son capaces de comprender fuera de ese limitado mundo lineal al que pertenecen.

Ciertamente hay algo de verdad en lo que plantean, las llamadas religiones del Libro, herederas de la cosmovisión judía, transforman la concepción cíclica del tiempo que había hasta el momento, en cierta manera superan esas cosmovisiones integrándolas en algo que va mucho más lejos. El Dios de Israel no está inmerso en la naturaleza: es una persona viva, soberanamente libre, que interviene donde interviene la libertad, en los acontecimientos de la vida. La gran innovación de la revelación veterotestamentaria es el maravilloso encuentro entre tiempo mítico, «en el instante extra-temporal del comienzo», y duración histórica. Moisés recibió la ley en un lugar y tiempo determinado: acontecimiento irreversible que no se repetirá jamás, como ninguna de las manifestaciones de Dios. La historia es, pues, el lugar de la revelación. El judaísmo, el cristianismo y el islam son las únicas religiones que reivindican una revelación basada en la historia.

La situación social y política es un elemento clave en todo el Antiguo Testamento y también en el Nuevo. La Revelación tiene lugar, en el sentido propio de la palabra, en el seno de la historia concreta de los hombres. El Antiguo Testamento narra las maravillas de Dios en favor de su pueblo. Los profetas aluden constantemente a ellas, los salmos las cantan y las celebraciones litúrgicas las conmemoran. El Nuevo Testamento da continuidad a estos relatos, incluyendo el contexto socio-político en el que Jesucristo nos trasladó la Buena Nueva. La teología cristiana afirma este carácter innegable de la revelación, su historicización. Si Dios interviene en la historia para manifestar en ella su voluntad, los acontecimientos históricos adquieren una nueva dimensión, se convierten en portadores de las intenciones de Dios, dan a la historia un sentido, una dirección. Otros pueblos no pueden interpretar la historia, porque no conocieron al Dios de la historia: no tienen conciencia del papel que les corresponde, no saben qué actitud tomar en los períodos de crisis.

Este problema todavía hoy sigue muy presente en nuestras sociedades, los ciclos históricos temporales parecen engullir a las civilizaciones y pueblos que no se adaptan a la cultura de los países o civilizaciones dominantes, el ciclo de la ley del eterno retorno hace sucumbir a las culturas más débiles y pequeñas frente a un capitalismo que bien podría ser asimilable a esa Babilonia que devoró y que engulló al pueblo de Israel y lo envió al exilio tras la destrucción del templo. La historia del pueblo de Israel es, sin lugar a dudas, el ejemplo de cómo un pequeñísimo pueblo no solo fue capaz de sobrevivir a los más grandes imperios de los que hoy no queda ya nada (como el asirio, el babilónico, el griego o el romano) sino que, además exportó a todo el mundo una comprensión y cosmovisión ética del mundo que todavía hoy es la base sobre la que se sigue construyendo nuestra civilización.

La idea de una revelación en la historia da también a la revelación un carácter intenso de actualización. Dios es aquel que puede intervenir en cada instante y también en cada instante puede cambiar el rumbo de los acontecimientos. Hay que estar siempre alerta para su venida. Toda la mitología que originó el judaísmo pone de relieve la idea de que el cielo y la tierra no son dos mundos inconexos, el cristianismo llevó esta aproximación a su punto más íntimo y cercano, que es el hombre individual. Israel fue el primero en romper el círculo fatídico de las estaciones y repeticiones del mundo antiguo; rompió con el cambio que no es sino perpetuo re-comienzo. Algunos han querido ver en esto el comienzo de nuestra moderna comprensión del tiempo, aquel que tiene un principio y un final, es decir, el tiempo lineal. Y en cierta manera es verdad, pues es evidente que la gran mayoría lo ha entendido así, queda patente en las interpretaciones actuales de los relatos apocalípticos y de la escatología en general. Esa comprensión es la que mayoritariamente ha entendido el Apocalipsis como un sinónimo de fin del mundo. Una especie de situación catastrófica, ocasionada por agentes naturales o humanos, que evoca la imagen de la destrucción total, así lo definen nuestros diccionarios modernos.

No deja de ser curioso que la modernidad haya asociado el fin del mundo con el fin del tiempo cíclico y el del eterno retorno, en cierta manera la liberación de las cadenas de la condena a la repetición, es vista por la modernidad como un fin catastrófico del mundo. Pero el caso es que ni el libro del Apocalipsis termina mal ni tampoco tiene ningún tinte de tragedia, es un ensalzamiento de la transformación radical del mundo.

Y el que está sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y añadió: Escribe, porque estas palabras son fieles y de confianza. 6 También me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tiene sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. 7 El vencedor heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo (Ap 21, 5-7).

Algo parecido debieron suscitar también las tesis de Freud sobre la capacidad del psicoanálisis para romper con la condena a la repetición en la historia de los individuos, la capacidad de dar sentido a la propia historia a través de las palabras, permitiendo así una liberación de aquello a lo que nuestros antepasados nos han abocado. Estas palabras que recoge el libro de Ezequiel son verdaderamente revolucionarias, traducen el hálito divino que uno experimenta en el corazón cuando el derecho a la libertad es expresado a través de las palabras.

18 Vino a mí palabra de Jehová, diciendo: 2 ¿Qué pensáis vosotros, los que usáis este refrán sobre la tierra de Israel, que dice: Los padres comieron las uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera? 3 Vivo yo, dice Jehová el Señor, que nunca más tendréis por qué usar este refrán en Israel (Ez 18,1-3).

El hijo no cargará con la iniquidad del padre, ni el padre cargará con la iniquidad del hijo; la justicia del justo será sobre él y la maldad del impío será sobre él. 21Pero si el impío se aparta de todos los pecados que ha cometido, guarda todos mis estatutos y practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá, no morirá (Ez 18,20-22).


Israel nos enseñó que la libertad debe tomar cuerpo, debe manifestarse en la realidad de los acontecimientos, sucede aquí y hora siempre que estemos dispuestos a nombrarla, a ponerla en palabras. La acción divina en la historia bíblica no es plenamente inteligible como revelación si no va acompañada de la palabra que expresa el sentido de la acción divina. Dios realiza el hecho y manifiesta, además, su significación; interviene en la historia y dice a la vez el sentido de su intervención; Dios obra y comenta su acción. Los acontecimientos de la historia del pueblo de Israel, como la liberación de la esclavitud, caminar por el desierto o la entrada en Canaán, ¿qué serían sin la palabra que Dios dirigió a Moisés (Ex 3-4; 6, I), y sin la palabra de Moisés que, en nombre de Dios, manifiesta a Israel el sentido de esa historia y le hace ver su dimensión sobrenatural? La salida de Egipto no sería sino una de tantas emigraciones; no sería un hecho tan fundamental sin la interpretación de Moisés (Ex 14, 31 ). Esta misma interpretación se convierte en un acontecimiento que dirige la historia subsiguiente. A través de la interpretación de Moisés, Dios se revela a sus contemporáneos y a las generaciones futuras. La estructura de la revelación está hecha de hechos y de palabras que iluminan esos hechos.

La historia no aparece como historia de salvación hasta que la comenta la palabra del profeta, que descubre a Israel la presencia y el contenido de la acción de Dios. Por la palabra del profeta toma Israel conciencia de la acción salvífica de Dios en la historia.

7 Porque no hará nada el Señor Jehová, sin que revele su secreto á sus siervos los profetas (Am 3,7).

HE aquí mi siervo, yo lo sostendré; mi escogido en quien mi alma toma contentamiento: he puesto sobre él mi espíritu, dará juicio á las gentes (Is 42,1).

Las cosas primeras he aquí vinieron, y yo anuncio nuevas cosas: antes que salgan á luz, yo os las haré notorias (Is 42, 9).


Igual que sucede en el Antiguo Testamento, también el Nuevo Testamento se sostiene sobre la afirmación de unos hechos históricos y de su significación salvífica. La obra salvífica de Cristo, además, se describe con las mismas palabras ya utilizadas por los anteriores profetas del Antiguo Testamento, Cristo es el nuevo Adán, el nuevo Moisés, el siervo sufriente, el sacerdote según el orden de Melquisedec y además su sangre sella una Nueva Alianza que renueva la Vieja Alianza del Sinaí. Los acontecimientos en uno y otro Testamento transcurren constantemente como en reflejo, utilizando las mismas palabras para hablar de unos hechos que requieren de una comprensión muy similar. Unos hechos que, por otro lado, siguen hoy repitiéndose.

En ambos Testamentos hay múltiples ocasiones en las que el pueblo y sus gobernantes se ve tentado a reaccionar en el nivel socio-político para hacer frente a los constantes asedios de los imperios que los rodean, intentan encontrar en los oráculos divinos alguna señal con la que entender mejor y avalar las motivaciones de sus decisiones estratégicas frente a los enemigos. Es particular el caso de Jeremías y sus profecías tan difíciles de entender para quienes también se decían protectores del pueblo. Las profecías de Jeremías constituyen una permanente alerta acerca de la necesidad de dejarse someter por Babilonia y aceptar su yugo.

Y ahora yo he puesto todas estas tierras en mano de Nabucodonosor rey de Babilonia, mi siervo, y aun las bestias del campo le he dado para que le sirvan. Y todas las naciones le servirán a él, a su hijo, y al hijo de su hijo, hasta que venga también el tiempo de su misma tierra, y la reduzcan a servidumbre muchas naciones y grandes reyes. Y a la nación y al reino que no sirviere a Nabucodonosor rey de Babilonia, y que no pusiere su cuello debajo del yugo del rey de Babilonia, castigaré a tal nación con espada y con hambre y con pestilencia, dice Jehová, hasta que la acabe yo por su mano (Jer 27,4-8).

También Jesucristo es tentado por los fariseos para que se implicara en cuestiones políticas con las que ellos encontrar alguna motivación para justificar su arresto y crucifixión.

Entonces se fueron los fariseos y deliberaron entre sí cómo atraparle, sorprendiéndole en alguna palabra. 16 Y le enviaron sus discípulos junto con los herodianos, diciendo: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con verdad, y no buscas el favor[a] de nadie, porque eres imparcial. 17 Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito pagar[c] impuesto al César, o no? 18 Pero Jesús, conociendo su malicia, dijo: ¿Por qué me ponéis a prueba, hipócritas? 19 Mostradme la moneda que se usa para pagar ese impuesto. Y le trajeron un denario. 20 Y Él les dijo: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? 21 Ellos le dijeron*: Del César. Entonces Él les dijo*: Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. 22 Al oír esto, se maravillaron; y dejándole, se fueron (Mt 22,15-22)

Tanto Jeremías como Jesucristo demuestran una integridad inquebrantable, por la cual ninguna causa política, histórica, social o religiosa puede estar por encima de la verdad. Si en algún momento, en la predicación de Jesucristo, se hubiera podido entender que enfrenta a la Ley mosaica, sin embargo, es todo lo contrario, pues todas sus palabras lo que hacen es reconducir su verdadera interpretación, la misma que nos habían revelado los profetas en el Antiguo Testamento, pero que como es habitual en la historia del ser humano, tiende a la corrupción y a la des-virtuación de su sentido verdadero. Este fragmento extraído de “La verdad trascendente de las religiones” de Frithjof Schuon explica de una manera muy clara el carácter suprasocial y extramoral del cristianismo.

Estas consideraciones permiten comprender que todo cuanto, en las palabras de Cristo como en las enseñanzas de los Apóstoles, parece contradecir o despreciar la Ley mosaica, no hace más que expresar en el fondo la superioridad del esoterismo sobre el exoterismo; y no se sitúa por consiguiente sobre el mismo terreno que esta Ley, al menos a priori, es decir, tan largo tiempo que esta relación jerárquica no es concebida a su vez en modo dogmático. Es demasiado evidente que las principales enseñanzas de Cristo sobrepasan este modo, y esta fue también su razón de ser; ellas sobrepasan, pues, también la Ley, y es sólo así como se puede explicar la actitud de Cristo respecto a la ley del talión, y luego respecto a la mujer adúltera y al divorcio. En efecto, ofrecer la mejilla izquierda a quien ha golpeado sobre la derecha, no es cosa que pueda ser puesta en práctica por una colectividad social con vistas a su equilibrio, y no tiene sentido más que a título de actitud espiritual; sólo el hombre espiritual se sitúa resueltamente más allá del encadenamiento lógico de las relaciones individuales, porque para ello la participación en la corriente de estas reacciones equivale a una decadencia, al menos cuando esta participación compromete la parte central o alma del individuo, y no cuando ella sigue siendo el acto exterior e impersonal de justicia que la Ley mosaica tenía a la vista; pero precisamente al no ser ya comprendido este carácter impersonal de la ley del talión, y ser reemplazado por las pasiones, Cristo debía expresar una verdad espiritual que, no queriendo condenar más que la pretensión, parecía condenar la Ley misma. Lo que acabamos de decir aparece bien visiblemente en la respuesta de Cristo a los que querían lapidar a la mujer adúltera, quienes, en lugar de actuar impersonalmente en nombre de la Ley, querían actuar personalmente en nombre de su hipocresía; Cristo no se situaba, pues, en el punto de vista de la Ley, sino en el de las realidades interiores, suprasociales, espirituales; y éste fue también su punto de vista respecto al divorcio. Lo que, en la enseñanza de Cristo, pone quizá más claramente en evidencia el carácter puramente espiritual, luego suprasocial y extramoral, de la doctrina crística, son las siguientes palabras: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc. 14, 26); es de toda evidencia imposible oponer tal enseñanza a la Ley mosaica.

En el contexto socio-político en el que vivió Jesús queda patente como las motivaciones principales de la clase dirigente de Israel, aunque aparentaban estar enfocadas en las legítimas motivaciones de defensa y protección de su cultura frente al Imperio Romano, demostraron en el fondo no tener ningún escrúpulo a la hora de matar a quien les pudiera resultar incómodo para conservar su frágil cota de poder que compartían con Roma.

Los milagros y la predicación de Jesús lo hicieron especialmente popular, y esto hizo pensar a la clase dirigente de Israel que podría ser considerado por los romanos como una amenaza a su Imperio. Pensaron que una intervención de Roma para aplastar un posible levantamiento mesiánico provocaría un gran desastre, que podría derivar en la destrucción del templo y el fin de la nación judía. Las aparentes legítimas justificaciones sostenidas sobre la defensa de la cultura de un pueblo terminaron en una gran mentira. Situaciones muy similares a esas son hoy el pan de cada día de nuestra sociedad, se ve que es una tendencia humana irremediable: anteponer a la verdad unas supuestas causas justas avaladas por la percepción mayoritaria de la población. El argumento del Sanedrín funcionó bien entre el pueblo, a base de infundir entre la gente el temor al César, lograron justificar la crucifixión del Hijo de Dios, nada más y nada menos que con el pretexto de salvaguardar la religión, el templo y la nación. Pero p
or más que trataran de evitar el desastre, no tardó mucho tiempo en cumplirse la profecía que Jesucristo había anunciado sobre la destrucción del templo, en efecto no quedó piedra sobre piedra, ni del templo ni tampoco de las bases sobre las que se asentaba parte de la comprensión de la fe judía.

Cuando salió Jesús del templo, y se iba, se le acercaron sus discípulos para mostrarle los edificios del templo. 2 Mas respondiendo Él, les dijo: ¿Veis todo esto? En verdad os digo: no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada (Mt 24,1-3)

Pero ésta era ya la segunda vez que el pueblo judío perdía su templo, si ya a partir de la anterior destrucción habían sido capaces de encontrar otras formas de sobrevivir como pueblo, con esta segunda destrucción empezó a cobrar mucha más fuerza toda la literatura apocalíptica y escatológica que dio lugar a la capacidad para trascender ambas dimensiones del tiempo: la cíclica y la lineal. 

Los primeros apocalipsis, entre los que se cuenta el Libro de Daniel, habían surgido ya en una época de crisis, un particular tiempo de persecución bajo el reinado de Antíoco IV Epífanes, en el que se produce la sublevación de los Macabeos. Una época de helenización intensa de los territorios judíos. Antíoco Epífanes profana el templo y se produce una gran escisión entre los judíos: los que aceptan las prácticas helenísticas y los que forman una resistencia político-religiosa organizada en torno a los Macabeos. El peligro de helenización de la cultura judía da origen a estos primeros relatos. Otros momentos de gran crisis fueron en el año 63 a.C., cuando Pompeyo conquista Jerusalén y los romanos ocupan Palestina, quedando el poder real y sacerdotal bajo tutela romana, o el año 70 d.C. cuando los romanos aplastan la sublevación judía y destruyen definitivamente el templo. Estas sucesivas crisis fueron fraguando las esperanzas mesiánicas de la mano de los relatos apocalípticos, ambos constituyeron una solución literaria (con origen en el Espíritu) frente a las armas y los conflictos políticos. No nos cabe duda de que la ingente cantidad de obras de arte que estos relatos han generado en la historia de la humanidad son una prueba irrefutable de como la tradición judía (que engendró a las tres grandes religiones de occidente) fue quien de vencer a los más grandes imperios del mundo.