La pecera

La casa era grande y señorial, no había más necesidades que las que generaba la propia casa. Subir al piso de arriba y bajar al piso de abajo, enrollar y desenrollar alfombras al ritmo de las estaciones, abrir y cerrar ventanas, ventilar y acumular calor, cocinar y eliminar los restos de comida, salir y entrar en la cama, en la casa, en el jardín, en la cocina o en el salón. Un día tuvimos que bajar al piso de abajo, era una situación complicada, bajamos primero Andrea y yo. Al otro lado del cristal todo era penoso y confuso, un grupo de trotamundos nos insultaban realmente cabreados, eran como una jauría de perros rabiosos. Debido a nuestro carácter dulce y conciliador las dos quisimos tratar de comprender el enfado y el disgusto que había movido a aquellas personas hasta la puerta de nuestra pecera. Yo convencí a Andrea de que me dejase abrir la puerta para acercarme a ellos y hablar desde la cercanía.
Tuve que volver a cerrar la puerta antes de que se avalanzaran sobre mi, el conflicto solo había empeorado. Me arrepentí de plantear la opción razonable y empezaron a tirar piedras contra la pared de cristal, algunas eran realmente grandes. Se hicieron varios agujeros importantes. 
Cuando Andrea y su familia pusieron esa pared ahí seguramente quisieron darle luz a la casa, dejar visible el interior de la pecera, hacer que al menos la pared fuera todo lo transparente que ellos no podían ser, huir de los rincones oscuros y sombríos. De cualquier manera, ella seguía sintiéndose defraudada y hacía malabarismos mentales para comprender los conflictos que la rodeaban. Entre ella y el mundo, un muro invisible de cristal que impedía atravesar la jauría de irritación. Los argumentos no servían en este momento y las piedras grandes, muertas y amorfas atravesaban la transparencia impoluta del cristal. Toda la comprensión del mundo no era suficiente para impedir que la destrucción llegara hasta nuestra pequeña pecera de cristal. En realidad era una pequeña casa, una única habitación de cemento con unas pequeñas escaleritas que bajaban al baño, todo estaba rodeado de cristal. Los baños eran públicos, la gente podía acceder a ellos por el piso de abajo, podían seguir subiendo y llegar a nuestra habitación, donde vivíamos Andrea y yo. Siempre queríamos protegernos de los intrusos y de las piedras, pero acabábamos por abandonarnos de nuevo a la comprensión, nuestra pequeña droga.