Jardín como lugar del alma en la búsqueda de sí
En anteriores entradas hemos venido hablando acerca de la particularidad del hortus conclusus como un lugar cerrado, hemos comprobado que tanto la palabra jardín como la palabra paraíso, proceden, etimológicamente, de lugares amurallados. En esta entrada trataremos, por tanto, de investigar acerca de los misterios escondidos en esta característica propia del hortus conclusus, heredada, como hemos visto, del Jardín de Edén.
1 En el comienzo de todo, Dios creó el cielo y la tierra. 2 La tierra no tenía entonces ninguna forma; todo era un mar profundo cubierto de oscuridad, y el espíritu de Dios se movía sobre el agua.
3 Entonces Dios dijo: «¡Que haya luz!»
Y hubo luz. 4 Al ver Dios que la luz era buena, la separó de la oscuridad 5 y la llamó «día», y a la oscuridad la llamó «noche». De este modo se completó el primer día.
6 Después Dios dijo: «Que haya una bóveda que separe las aguas, para que estas queden separadas.»
Y así fue. 7 Dios hizo una bóveda que separó las aguas: una parte de ellas quedó debajo de la bóveda, y otra parte quedó arriba. 8 A la bóveda la llamó «cielo». De este modo se completó el segundo día (Gen 1,1-8)
El templo primitivo y natural, antes de que el hombre conociera el arte de construir, fue sencillamente el mundo; el mundo, que es la morada de la Divinidad, pues está escrito: «El cielo y la tierra están llenos de Tu Gloria» (Is. 6, 3). Pero como el mundo es demasiado vasto como para ser aprehendido eficazmente en un acto ritual, el hombre redujo el universo a un paisaje familiar y representativo. El esquema general y natural del templo es el paisaje elemental constituido por la colina (o el túmulo) con su gruta, las piedras, el árbol y el manantial, todo ello circunscrito y protegido por un recinto que anuncia el carácter sagrado del lugar. Tales fueron, al comienzo, los bosques sagrados, el lucus de los romanos, el alsos de los griegos.
2. Lo sagrado
La separación es una instancia de crecimiento, pues para alcanzar nuevos objetivos es imprescindible separarse de los viejos y generar un espacio nuevo en el que acoger lo deseado. En el simbolismo del hortus conclusus se evidencia esa conexión entre el Viejo Mundo y el Nuevo Mundo (o entre el Antiguo Testamento y el Nuevo). El espacio sagrado que abre el hortus conclusus es una conexión directa con el deseo y su valor sacro. Se trata de un espacio/tiempo que se vive con mayor intensidad, precisamente porque no es posible la intensidad permanente, no es posible amar a todos por igual. La vivencia de lo sagrado está íntimamente unida a la teofanía o hierofanía, es decir, al momento en que al hombre, situado entre las cosas del mundo, se le manifiesta la profundidad de lo real y, tras ello, la realidad divina. Por eso, a la conciencia espiritual le pertenece el convencimiento de que el espacio y el tiempo no son homogéneos, sino que cabe distinguir y subrayar lugares, objetos y momentos dotados de especial relieve porque con ocasión de ellos se produjo la advertencia de la realidad de Dios. Cualquier realidad creada puede ser el punto de partida de ese descubrimiento o de esa evocación, y de ahí la variedad que en torno a lo sagrado teofánico nos atestigua la historia de las religiones. El hortus conclusus es un ejemplo de una de las más sencillas realidades que pueden ser tomadas como punto de partida hacia esa evocación, una sola piedra es suficiente para dotar de significado un lugar, un tiempo, una vivencia. Por otro lado, resulta obvio que aquellas realidades que más especialmente manifiestan la magnitud de la naturaleza (la altura, la profundidad, la luz, la firmeza, las montañas, las rocas, el mar, el sol, etc), o que más inmediatamente se relacionan con las experiencias humanas fundamentales (la vida, la muerte, la sexualidad, el amor...) , tienen una peculiar capacidad para ello; no es por eso extraño que sean ellas las que con más frecuencia aparezcan revestidas de un carácter sagrado. El afán por el igualitarismo que predomina en nuestros días no solo desacraliza la naturaleza, además vuelve todas las realidades grises, abúlicas, indiferenciadas e indolentes.El origen del vocabulario sobre la sacralidad se encuentra probablemente en el verbo sancio, cuyo sentido primitivo es delimitar, cercar un terreno sustrayéndolo al uso común. De él derivan dos adjetivos: sacer, para calificar todo lo referente al culto (de él nace el verbo sacrare y su participio sacratum, el antecedente inmediato del sagrado castellano); y sanctus, para poner de relieve el carácter intocable e inviolable de las realidades sagradas y, secundariamente, la pureza y virtud que deben caracterizar al hombre en cuanto partícipe en el culto. En lo sagrado, como en el amor, se produce una resignificación, se trata, por tanto, de una experiencia jerárquica, pues nos dirige hacia algo más elevado y a la vez terrible, hacia un lugar en el que nos volvemos más pequeños y más vulnerables. Mediante lo sagrado algo más grande e invisible se hace sobrecogedoramente presente y nos inunda, no podemos expresarlo ni nombrarlo, nos hace enmudecer a la vez que una infinitud de significado colma nuestro ser, es un vacío que se diferencia de otro tipo de vacío que se caracteriza por la ausencia de significado y de sentido. Cuando la carga de significado es tan grande que te hace enmudecer, ahí aparece algo de lo sagrado y del amor, es tan grande lo que se nos escapa a la razón que la única expresión que cabe es "y yo no me había dado cuenta", así es como lo expresa Jacob cuando al despertar de su sueño dice: "Sin duda, el Señor está en este lugar y yo no me había dado cuenta". Y con mucho temor añadió: "¡Qué asombroso es este lugar! ¡Es nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo". Después de esa experiencia de lo sagrado, la piedra que la noche anterior había escogido para recostarse sobre ella, era ya otra piedra, estaba cargada de un significado diferente:
A la mañana siguiente, Jacob se levantó temprano, tomó la piedra que había usado como almohada, la erigió como monumento y derramó aceite sobre ella. En aquel lugar había una ciudad que se llamaba Luz, pero Jacob cambió su nombre por Betel (Gen 28, 18-20)
El cambio de nombre es también una forma de re-significar, pues ese lugar que antes se llamaba Luz, para Jacob ahora tiene otro significado nuevo, lo sagrado es siempre renovador, te conduce a algo que no conocías pero que al mismo tiempo identificas como ya conocido, te eleva por una escalera hacia significados que engrandecen el mundo. Esa experiencia de elevación partió de un momento de tormento, de tropiezo y de angustia por la relación de Jacob con su hermano, del que escapa porque sabe que lo quiere matar. El momento de desasosiego y de angustia dió lugar a la hierofanía. El texto sagrado nos recuerda que la Casa de Dios (Betel) no es únicamente luz, pues además de luz, en la casa de Dios hay oscuridad, por eso la resignificación del lugar parece ser más completa con el nuevo nombre.
3. Tránsito
San Jerónimo, en su obra Apologético a Pammaquio, afirmará de la Virgen: “Esta es la puerta oriental de Ezequiel, que oculta en sí o saca fuera al santo de los santos, por la que entra y sale el Sol de Justicia”. Hesiquio de Jerusalén, en el siglo V, es de los primeros autores que compara a María con la imagen de la puerta:
“Otro [profeta] te llamó Puerta cerrada, pero además puerta que da hacia el Oriente. En efecto, tú hiciste que entrara el Rey de las puertas cerradas y también lo hiciste salir. Por esta razón te llamó Puerta, porque fuiste la puerta de la presente vida para el Unigénito de Dios. Puerta además situada hacia el Oriente, puesto que desde tu seno, como de un tálamo real, apareció la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene al mundo. Tú llevaste dentro de ti al Rey de las puertas cerradas y lo condujiste hacia fuera: el Rey de la gloria no abrió las puertas de tu seno ni aflojó los vínculos de tu virginidad, ni al ser concebido ni al ser dado a luz.
La Virgen María comparte simbolismo con el mismo Cristo, quien dice de sí mismo que él es la puerta y el Evangelio de Juan lo recoge:
De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas. 8 Todos los que antes de mí vinieron, ladrones son y salteadores; pero no los oyeron las ovejas. 9 Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos (Jn 10, 7-9).
"Es tal la angustia que me invade que me siento morir. Quedaos aquí y velad" (Mc 14, 32-34).
Pero a pesar de las peticiones de Cristo que necesita saberlos cerca, Pedro, Santiago y Juan se duermen... Cristo está solo ante la muerte. Getsemaní, el lugar de la agonía y el prendimiento de Cristo, no es un jardín de placer con flores y aromas encantadores. Es un olivar, el lugar de elaboración donde se prensa la aceituna: es también el huerto del abandono. Como señala Anne Ducrocq, "es en el Jardín del Edén donde el hombre traiciona a Dios por primera vez; en el huerto de los Olivos, es mucho peor: Lo entrega."