Ley y deseo

El vínculo entre la ley y el deseo es uno de los componentes esenciales de todas las tradiciones, así como también de la teoría psicoanalítica. En el mito fundante del monoteísmo (el mito de Abraham e Isaac) se encuentra ya implícito ese conflicto esencial del hombre vinculado a la ley. En él se ejemplifica el modelo de sumisión a la verdadera ley, la que pertenece a un orden vivencial interior.

El padre que mata a su hijo es el padre que no quiere renunciar al poder y el hijo que mata a su padre es el hijo queriéndose hacer con el poder, no importa la realidad de los hechos, en términos míticos esta historia de asesinatos entre padres e hijos describe exactamente lo que es el poder en todos los tiempos. La tradición del mito fundante griego se sostenía sobre este proceso de matar al padre a través del cual surgen las 3 generaciones de dioses. La primera generación está protagonizada por el matrimonio de Gea y Urano. Hijos de éstos son los Titanes, uno de ellos, Crono, castra al padre Urano. La segunda generación está protagonizada por el matrimonio entre Crono y Rea, que engendra a 6 dioses olímpicos, de los cuales, Zeus se rebela contra su padre (lucha contra los Titanes) y vence. Se reparte el universo con sus hermanos Hades y Poseidón, y es el rey y padre en la tercera generación, la de los dioses olímpicos. Todas las generaciones de dioses llegaban al poder mediante el asesinato del padre, a pesar incluso de los creativos intentos del padre por evitarlo. La tradición del mito fundante griego sostenía únicamente la legitimación del poder y nada más, sin embargo el mito de Abraham rompe con esta forma de comprensión de la ley, introduciendo una dimensión ética de mayor profundidad y complejidad que además vinculó especialmente la comprensión mítica con la comprensión histórica, ambas inseparables. A partir del monoteísmo se ejemplifica otra manera de comprensión de la ley. Esta manera de comprensión de la ley es también la que Freud ejemplifica en el mito de Edipo para comprender lo que sucede en el psiquismo del ser humano cuando se inserta en la cultura.

Abraham se encuentra ante un conflicto dialéctico frente a la ley, por un lado la obligación de matar al hijo y por otro la decisión de no hacerlo, sacrificar al primogénito era lo que marcaba la ley de Dios en su tiempo, por eso es el mismo Dios quien le ordena esto y también es el mismo Dios quien le dice finalmente que no lo haga. Como resultado de esta contradicción aparece Abraham como una persona sumisa, que obedece una cosa y la contraria. Sin embargo lo que nos traslada esta historia de aparente sumisión es en verdad la verdadera valentía, al igual que el resto de profetas, Abraham supo identificar bien la diferencia entre la ley de Dios dictada por la época y circunstancias históricas específicas y la ley de Dios dictada por su corazón, en tanto que órgano intelectual, no sentimental. Abraham es bendecido por Dios porque no mató a Isaac, es decir, porque no cumplió con lo que era la ley de Dios de su tiempo. Abraham obedece a la máxima divina por excelencia, que es la libertad y por tanto la afirmación de la vida frente a la violencia. Se somete a la libertad, lo cual lo convierte en soberano frente a la ley, su obediencia le hace libre. Es importante destacar el concepto de “sumisión a la libertad”, puesto que la negación de someterse a la ley no es fruto de una arbitrariedad, Abraham no hace lo que le da la gana (falsa idea ésta de libertad bastante extendida en la actualidad).

Así mismo, también Freud comprendió la función esencial de la ley en el psiquismo humano. Lo que pone de manifiesto la ley en su dimensión más profunda es que no hay posibilidad de dañar al otro sin dañarse a uno mismo. Esto no es un invento moral, es la realidad de nuestra naturaleza más íntima y profunda, la que ha posibilitado la civilización y el conocimiento en el ser humano.

Es una idea neurótica habitual la de quien fantasea que el perverso es capaz de disfrutar y gozar más que nadie; a los ojos del neurótico, el perverso es mega potente porque pareciera que puede gozar sin culpa y atreverse a hacer todo lo que los demás no se atreven, ése es el fantasma neurótico fundamental. Sin embargo, la realidad es que el perverso lo pasa muy mal, se encuentra terriblemente esclavizado con el goce, porque cuanto más rechaza la ley más se aleja también del deseo y por tanto de la vida. La función castradora verdadera de la que habló Freud es aquella que inscribe al sujeto en la ley, pero no desde un lugar exterior de imposición sino una inscripción interna, no se trata de que el padre, mediante sus órdenes y coerciones imponga una ley externa. A veces se ha literalizado demasiado el significado del complejo de Edipo, cuando lo que simboliza es algo más profundo, es el abandono del goce burdo, no por miedo ni coerción, sino porque el goce sutil ofrece una satisfacción infinitamente mayor a la del goce burdo. Abraham es quien de vivir en su interior ambos dictados, tanto el que le invita a matar como el que no, la sublimación no se produce por la represión de los instintos más negativos, se produce por una verdadera superación, un intercambio por el cual se accede a un grado mayor de satisfacción.

La realidad más sutil y elevada está en estrecha relación con la ley, por tanto el sufrimiento es el resultado directo del rechazo de la ley. La ley nos conecta con el deseo y eso produce en el sujeto un resultado automático de espontaneidad, la ley produce alivio. Siempre que uno esté demasiado atado a su imagen y por tanto a su reflejo está en el fondo rechazando la ley de la vida, rechazar la falta o la castración provoca un fuerte sufrimiento, porque ata el sujeto al goce y dificulta la espontaneidad y la libertad. El goce esclaviza y genera rigidez, aquel que es capaz de no estar tan comprometido con su propia imagen es también quien está más cercano al deseo.

El mismo concepto de ley puede ser comprendido desde el nivel burdo del goce o desde el nivel superior de lo sutil, así encontramos tantas madres castradoras que lo que hacen en realidad es gozar de forma perversa con sus hijos, imponiéndoles múltiples limitaciones y leyes absurdas, en lugar de facilitar a sus hijos las verdaderas castraciones, las que inscriben el Nombre del Padre, y que facilitan al niño entrar en su propio deseo, y por tanto en grados más elevados de satisfacción. Este dualismo que podemos encontrar en el concepto de ley está también presente en tantos otros conceptos que pueden llegar a convertirse en algo conflictivo, como por ejemplo la idea de soledad, el lugar negativo de la soledad es en el fondo un lugar de defensa de la psique ante lo intolerable, hay ciertas ideas que por más que desde lo racional parezcan ser comprendidas con facilidad, esto no sucede así a nivel corporal. La comprensión sutil es aquella que atraviesa el cuerpo de manera mucho más profunda que la que toca exteriormente el cuerpo a través del goce, el goce es una satisfacción limitada que engaña la realidad corporal, el cuerpo necesita más tiempo para comprender con profundidad las cosas, pues existen algunas ideas especialmente relacionadas con la muerte y con el nacimiento que el sujeto no llega a comprender en profundidad desde lo mental, son ideas que deben atravesar el cuerpo en todas sus dimensiones, por eso un niño no comprende lo que significa la muerte, como tampoco lo que significa un nacimiento, todas las posibles explicaciones que se le den sobre ello, incluyendo la idea de la cigüeña como la de la semillita del papá en la mamá, son para él cuentos, para comprenderlo necesita tiempo, necesita algo más que explicaciones externas.

La institución de la Eucaristía en la Última Cena. Fra Angelico

El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día final. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él (Jn 6,53-59).

Una afirmación escandalosa que nos invita a sustituir los goces más elementales y primitivos simbolizados en el pan y el vino, por la satisfacción plena del cuerpo y la sangre, en el fondo los goces más aparentemente pegados al cuerpo son en realidad los que más alejan al ser humano de su cuerpo y de su sangre. La comprensión de la Ley especialmente conectada con el cuerpo en su nivel más profundo es justamente lo que Cristo ejemplificó y vivenció en sus enseñanzas.

Así también ustedes, hermanos míos, por medio del cuerpo de Cristo han muerto a la ley, para pertenecer a otro, al que resucitó de los muertos, a fin de que demos fruto para Dios (Rom 7,4-6).

Según nos lo explica Daniel Cologne, la distinción ternaria Cuerpo-Alma-Espíritu, fundamento de la visión tradicional del hombre, está presente en el cristianismo, y especialmente en los primeros textos, las Epístolas de San pablo a los Tesalonicenses y a los Corintios. El precepto de “glorificar a Dios en su cuerpo” está en las antípodas de este ataque visceral que el cristianismo habría dirigido contra la parte carnal del ser humano. San Pablo dice que el hombre es a la vez cuerpo, alma y espíritu y que el cuerpo humano es la epifanía del alma y el templo del Espíritu Santo.

Transición entre el espíritu y el cuerpo, el alma es el soporte de la tensión metafísica que el primero implica en el segundo. No es solo el receptáculo de impulsos confusos, a través de los cuales reconocemos el lazo que nos une con la esfera biológico-material del ser. Es también la palanca de la tensión espiritual.

Traemos, además, algunas palabras de la doctrina de San Bernardo de Claraval en relación al valor esencial de la Ley y su función vinculadora del deseo.

La Ley Inmaculada del Señor es la caridad, que no busca su propio provecho, sino el de los demás. Se llama Ley del Señor, porque él mismo vive de ella… No es absurdo decir que Dios también vive según una ley, y que esta Ley es la caridad… Ley es, en efecto, y Ley del Señor la caridad, porque mantiene a la Trinidad en la Unidad, y la enlaza con el vínculo de la paz… Pero ninguno piense que hablo aquí de la caridad como de una cualidad o accidente -lo cual sería decir que en Dios hay algo que no es Dios-, sino de la misma Sustancia divina… Esta es la Ley eterna, que todo lo crea y lo gobierna. Ella hace todo con peso, número y medida. Nada está libre de la Ley, ni siquiera el que es la Ley de todos. Esta Ley de su propia vida, Dios la inscribió en todas sus obras, porque sólo hay un único amor: el de Dios para sí mismo, del cual, por la gracia, participan sus criaturas: “nadie la posee si no la recibe gratuitamente”. Dios lo hizo todo por sí mismo, es decir, por un amor enteramente gratuito.

Dios ama, y la razón de su amor es él mismo, no otro. Por eso precisamente es tan apasionado; porque no tiene otro amor que lo que él mismo es (SCant 59,10).

Por eso, cuando asocia a las criaturas a su propia Ley intraamorosa, por la que se ama a sí mismo, les asegura una perfecta bienaventuranza: “Cuando Dios ama, no desea otra cosa sino que le amemos; porque no ama para otra cosa sino para ser amado, sabiendo que basta el amor para que sean felices los que se aman” (Scant 83,4). La bienaventuranza de las criaturas coincide con el amor que Dios se tiene a sí mismo.

Al crearlo todo para sí, Dios inscribió su propia Ley en el corazón del hombre, creado a imagen y semejanza suya: el justo -dice Bernardo citando el salmo 36- lleva en el corazón la Ley de su Dios. La Ley de su Dios está en su espíritu (mens), de modo que también es de su espíritu (SCant 81,V,10). Y lo único que espera Dios es el libre consentimiento de la voluntad humana, sin la cual no hay mérito posible. Con su libre albedrío, el hombre deberá desarrollar esa Ley plenamente amando a Dios sobre todas las cosas, y a las cosas e incluso a sí mismo, en él y por él. Lo que significa que Dios ha de ser la causa final de nuestro amor a nosotros mismos y a las criaturas.

Esto significa que el amor vuelva a beber de la Fuente eterna que en él se participa, y a regirse por ella.

La fuente de la vida es la caridad. El alma que no apura de esta fuente no podrá vivir. ¿Cómo se puede sacar agua sin estar al lado de la fuente, que es el amor, que es Dios? Está al lado de Dios quien ama a Dios y en la misma medida que lo ama. En quien no hay bastante amor hay ausencia. No ama bastante a Dios quien se siente cautivo de los instintos. Esta cautividad corporal es una cierta ausencia de Dios. Y la ausencia, un destierro (Pre XX,60).

Gran cosa es el amor, con tal de que vuelva a su origen y retorne a su principio, si se vacía en su fuente y en ella recupera siempre su copioso caudal (Scant 83,4).



Referencias

https://omesbc.wordpress.com/2010/06/26/sintesis-de-la-doctrina-espiritual-de-san-bernardo-de-claraval-parte-7/ 

https://www.youtube.com/watch?v=2RxCB2M6Iqk&ab_channel=AlejandroCampot

https://youtu.be/87upy02Uj-Y?si=hhewQaTMd2ehsG96