Montaña



Para los hombres de la edad de oro, subir a una montaña era realmente acercarse al Principio; mirar un río era ver la Posibilidad universal al mismo tiempo que el flujo de las formas.

En nuestros días, ascender a una montaña — ¡y ya no hay ninguna que sea “centro del mundo”! — es “vencer” su cumbre; la ascensión ya no es un acto espiritual, sino una profanación. El hombre, en su aspecto de animal humano, se hace Dios. Las puertas del Cielo, misteriosamente presentes en la naturaleza, se cierran ante él.

F. Schuon, Perspectivas espirituales y hechos humanos, Olañeta, 2001, p. 63.
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La naturaleza virgen es el arte de Dios

El amor a Dios no sólo implica que el hombre aparte la vista de la dimensión exterior como tal y de las cosas que manifiestan directamente esa exterioridad, sino también que en esa dimensión — esta vez en calidad de espejo de lo Interior — el hombre ame determinadas cosas y no otras, que ame precisamente las cosas que manifiestan la Interioridad; dicho de otro modo, el amor a Dios debe proyectarse indirectamente sobre las cosas que son sus símbolos o vehículos y que, a causa de ello, prolongan en cierto modo lo Interior en lo exterior, y ello es tanto más plausible cuanto que, hablando en rigor, nada se sitúa fuera de Dios y que la exterioridad, en el fondo, no es más que una apariencia.

Así, el hombre contemplativo se sentirá inclinado en principio a preferir la naturaleza — su virginidad casi paradisíaca y su soledad — a las aglomeraciones urbanas y a su ir y venir humano; si se nos objeta que también tiene que amar a los hombres y las obras humanas, responderemos que es verdad que, paralelamente a su amor por la naturaleza y la soledad, le gustan la compañía de hombres espirituales, por una parte, y los santuarios hechos por la mano del hombre, por otra. Entre las obras humanas, el santuario es divino: es como si la naturaleza virgen, con lo que implica de divinidad, se manifestase en el marco mismo del arte humano, transponiendo a éste al plano divino; la naturaleza virgen y el arte sagrado son así como el alfa y la omega, se oponen complementariamente como el Paraíso terrenal y la Jerusalén celestial. Los dos manifiestan a su manera lo Interior en la exterioridad, y contribuyen a actualizar en el alma el reflujo hacia lo Interior.

En las condiciones normales, y normativas, el amor conyugal sintetiza los elementos “naturaleza virgen”, “santuario” y “compañía espiritual”
Lo que nos ofrecen el simbolismo y la belleza de la naturaleza virgen y del arte sagrado dista mucho de reducirse a “consuelos sensibles”, como dirían los teólogos; y es que esta noción moralizante resulta demasiado exterior y demasiado superficial en el sentido de que, lejos de dar cuenta de la transparencia metafísica de los fenómenos, no toma en consideración más que la subjetividad sentimental [1]. En las formas terrenas de carácter celestial hay mucho más que satisfacciones más o menos pasionales: hay en ellas algo de los arquetipos divinos que manifiestan tanto en el aspecto de la verdad como en el de la belleza. En su calidad de “exteriorizaciones de lo Interior”, favorecen la “interiorización de lo exterior” y reflejan con ello esta función de la Revelación y del Avatara: “descender” para “hacer subir”, diversificarse para unir, humanizarse a fin de deificar.

[1] Solo la prodigiosa insuficiencia de esa noción puede explicar que se aceptase un arte tan opaco — es decir, desprovisto de toda transparencia y de toda alquimia — como el del Renacimiento y el Barroco, sin hablar de las aberraciones contemporáneas, cuyo formalismo propiamente infernal ya ni siquiera pertenece en absoluto al orden de los “consuelos sensibles”.

El “amante de Dios” no puede dejar de amar por instinto ese espejo del Cielo que es la naturaleza virgen, pero no necesariamente la ama de manera exclusiva, puesto que en principio también ama los santuarios hechos por la mano del hombre; y ama la soledad de la naturaleza y de los santuarios, pero no de manera exclusiva puesto que igualmente ama la compañía de los santos [2], es decir, de los hombres cuyas tendencias convergen en la interioridad y que están firmemente establecidos en un Interior ya divino.

[2] Es lo que los hindúes llaman satsanga, palabra que contiene el sentido de “asociación con la cualidad ascendente” o el “ser”, sat.

En las condiciones normales, y normativas, el amor conyugal sintetiza los elementos “naturaleza virgen”, “santuario” y “compañía espiritual” porque el hombre sintetiza en sí mismo estos tres elementos [3]. Si a la sexualidad se la puede rechazar a causa de su aspecto de “exterioridad” o de “exteriorización”, igualmente puede integrarse en el “amor a Dios” en virtud de la cualidad de interioridad del hombre como tal y de la unión como tal: el Islam insiste en esta segunda perspectiva y el cristianismo, en la primera.

[3] Eso es lo que, en el Islam, permite afirmar que “el matrimonio es la mitad de la religión”. Si en el Cristianismo el matrimonio da origen a un sacramento, eso no es tan sólo con las miras puestas en la procreación, que es terrenal, sino también — de manera más esotérica — con la mira puesta en el amor en sí, que es de esencia celestial y que en principio posee una virtud interiorizante, como indica la propia noción del “Dios-Amor”.

La naturaleza virgen es el arte de Dios, y el arte sagrado brota de la misma Fuente divina; la soledad es la puerta de la interioridad, y la compañía espiritual es una soledad colectiva y una interiorización por influencias recíprocas. Esto prueba que las actitudes espirituales nunca son limitaciones realmente privativas ni ideas preconcebidas; se realizan siempre en el plano de lo que parece ser su contrario, lo que en suma significa que todo pueblo o ciudad es normalmente extensión de un santuario y debería seguir siéndolo, y que toda colectividad humana es normalmente una asociación espiritual y por consiguiente debería realizar la “soledad colectiva” vehiculando la tendencia interiorizante [4].

[4] La ascesis corporal no es forzosamente tributarla de este punto de vista solamente; puede tener por objeto el independizarse de la materia y de los sentidos, sea cual sea la manera en que éstos se consideren.

Es conveniente distinguir, además, entre la cualidad de interioridad propia de determinados fenómenos exteriores y la forma interior o interiorizante de mirar todas las cosas: el primer punto de vista es objetivo, y el segundo es subjetivo, pero ninguno puede anular la validez del otro; y es que no existe nada más falso que pretender que todas las cosas vienen a ser lo mismo en todos los aspectos porque sólo cuenta el “espíritu”, lo que equivaldría a sostener que las cualidades de las cosas están desprovistas de razón suficiente y de eficacia.

F. Schuon, Lógica y Transcendencia,
Olañeta, 2000.