El sentido del sufrimiento


El triunfo de la Muerte, Pieter Bruegel el Viejo (1562-1563)

Agradecemos profundamente a Gustavo Dessal sus reflexiones, siempre tan lúcidas. Me atrevo a compartir ésta que particularmente trata el sentido del sufrimiento en la modernidad, con motivo, así mismo, del análisis del sentido del sufrimiento en la carta de San Pablo a los filipenses, que analizo a continuación.

Para Lacan, el hombre moderno es alguien que ha perdido el sentido de la tragedia. Esto no significa, por supuesto, que la existencia actual del ser hablante no esté atravesada por la tragedia, ni que la civilización haya alcanzado un estado de bienestar que supera al precedente, ni que el sufrimiento no siga siendo uno de los principales ingredientes de la condición humana. Significa, más bien, que de todo ello el hombre moderno comienza a perder el sentido, es decir, comienza a dejar de leer en el dolor los signos de la verdad. Significa que el hombre moderno ha dejado de concebir una distancia entre su facticidad y las posibilidades de realización de sus sueños, porque la civilización actual no sólo no le exige una renuncia, sino que le inocula la convicción de que la felicidad está al alcance de cualquiera.
¿Qué era, para los antiguos, la tragedia? Era, ante todo, una lección de humildad. Era la aceptación de que el sentido de la vida humana, incluso el de la historia, estaba gobernado por fuerzas que no dependían enteramente de la voluntad ni del empeño del hombre, superado por la acción de un destino que los dioses imponían de modo inevitable. “Conócete a tí mismo”, el célebre imperativo moral que auspiciaba el templo de Delfos, es la fórmula de la sabiduría, que no consistía en otra cosa que estar dispuesto a realizar el destino hasta su final. La grandeza de los griegos, aquellos en los que se fundó la civilización que hoy llega a su ocaso, consistió en saber que el poder del hombre es a la vez infinitamente más pequeño y más grande que su destino.
Cuán distinto nos resulta hoy en día el mundo, cuando comprobamos que los dioses han huido de los templos, de las fuentes y de las estatuas. El destino, es decir el mensaje del más allá, de aquel Otro lugar que obligaba al hombre de la Antigüedad a interrogarse por la verdad, es actualmente una preocupación vana, un pasatiempo de horóscopos y loterías de rascar. El destino ha sido reemplazado por un presente continuo, en el que sólo se nos invita a no perder la eterna oportunidad de ser dichosos. Porque ya ni siquiera la anatomía es el destino, diríamos hoy en día corrigiendo la convicción de Napoleón Bonaparte, puesto que la anatomía también forma parte de la lista de bienes de consumo ofrecidos al capricho del sujeto.
Esa es la razón por la que Lacan, a diferencia de Freud, tuvo la intuición de que el nuevo paradigma de la subjetividad debía pensarse en referencia a la psicosis. Todo el esfuerzo de su enseñanza confluye hacia una conclusión final que cuestiona la raíz misma de nuestros principios clínicos y epistémicos. La conclusión es que la esencia del hombre moderno es la ausencia de pregunta. En el lugar de la pregunta, la respuesta se anticipa bajo la forma de una certeza que cierra la puerta al inconsciente. El inconsciente es la distancia que existe entre nuestros actos y nuestra comprensión de su sentido. Esa distancia, que en el hombre freudiano constituía el núcleo de su conciencia desdichada y lo impulsaba a rescatar el imperativo délfico en la forma renovada del análisis, está a punto de cerrarse. Es por ese motivo que la psicosis, en singular, más allá de sus variaciones que pluralizan la forma en que se presentan ante la mirada del clínico, es a partir de ahora el modelo del hombre. Y es por ese motivo que Lacan, misteriosamente, predijo que la psicosis es la normalidad, es decir, la norma. Porque la normalidad, la normalidad como triunfo absoluto de la cosmovisión que rige la era actual, ya no es solo el resultado de una construcción ideológica, sino también el producto de una verificación empírica: el hombre va dejando de creer en su síntoma, va dejando de suponer que el síntoma tiene algo que decir.

Gustavo Dessal / Psicoanalista de la AMP

 


El juicio final, obra de Fra Angelico (c.1431)


Carta de San Pablo a los filipenses

En la carta a los filipenses Pablo parece abrir especialmente su corazón, podemos intuir que está pasando por un momento de aflicción y pesar, la propia carta se convierte en un estímulo y motivación para recuperar la alegría, pues, de alguna manera, animando a los filipenses se anima también a él mismo (Flp 1, 23-25).

Cuando el ánimo es verdadero no pierde ni un ápice de actualidad, así también hoy, el hecho de pararse a reflexionar y a escribir sobre esta carta ayuda a ver con más claridad las cosas que, camufladas entre tanta vacuidad, son esencialmente importantes.

Pablo habla abiertamente de su padecimiento, sin victimizarse ni tampoco tratando de negarlo, creer en Cristo se convierte en sinónimo de padecer por Cristo (Flp1, 29-30), un padecimiento que no termina nunca y que además es un privilegio, ese padecer es también sinónimo de conocimiento, pues a menudo van ligados (Flp 1,9-11). Para Pablo amar es conocer y conocer es una operación de vida que sólo termina con la muerte, amar es también una manera de re-nacer. Así como los 3 días que se oculta la luna a nuestros ojos no son la prueba de su muerte, sino más bien la conciencia de su renacer, así también la muerte de Jesucristo, resucitado al tercer día, es la prueba de que la encarnación de Dios en el hombre implica la aceptación de la condición mortal y por tanto el ineludible descenso al inframundo, o sufrimiento. El dualismo entre dolor y placer ha de poner a prueba, necesariamente, nuestro primitivo concepto de realidad, para poder trascenderlos y acceder a lo verdaderamente real, reflejado en una alegría espiritual más verdadera y profunda.

Pablo es consciente de estas dificultades, pues lejos de lo aparente y visible, el espíritu y la fe en Cristo son para Pablo la apertura en el alma de la disponibilidad para encontrar el valor de aquello que verdaderamente lo tiene (Flp 1,10), renunciando a la complacencia de lo conocido para aceptar el misterio, lo que a los ojos de la carne es invisible. Pablo tiene necesidad de hacer visible y expresable el sentido de su sufrimiento, nunca es en vano, y sin embargo es necesario que sea el otro quien nos lo corrobore (Flp 2,16). Probablemente en ese momento, tampoco él podría intuir hasta qué punto no fue en vano su sufrimiento, pues el misterio sigue actuando aún hoy a través de sus palabras.

De alguna manera, el ser atravesados por el dolor tiene la función de guiar hacia la verdadera luz, “lo que para ellos es señal de perdición, sea para vosotros señal de salvación” (Flp 1, 28). 
Ningún mal puede hacer verdadero daño si el espíritu es elevado, no hay nada exterior que no sea una manifestación de lo interior, por tanto no dejarse vencer por el sufrimiento ni tampoco ignorarlo, se convierten en una guía que nos ayuda a integrarlo y también a vencer el miedo (Flp 1, 13-14). 

Pablo hace frente al dolor con alegría, resulta siempre, en sus cartas, un arma verdaderamente poderosa, la alegría habla directamente al corazón. Sin alegría las comunicaciones del lenguaje se vuelven en mortal funcionamiento de cuerpo (cosa) contra cuerpo. En Pablo el sentido de la comunicación creadora es fuente de alegría viviente (Flp 2, 28-29). Todo el mensaje cristiano está fundado en la alegría, Pablo insiste en ello numerosas veces (Flp 4, 4-7) la propia palabra Evangelio tiene el significado de “buena noticia” o “noticia alegre”. Jesucristo también recalcó en numerosas ocasiones la importancia de la alegría: “Pero, aun así, no os alegréis tanto de que los espíritus malignos os obedezcan como de que vuestros nombres estén escritos en el cielo” (Lc 10,20). Conviene recalcar que se trata de una alegría derivada de la libertad y no de la esclavitud, una alegría que trasciende las limitaciones del cuerpo, que no se desvanece cuando se desvanecen las aparentes ganancias de la carne y por ello fundamentada en la verdad y eternidad de Cristo (Flp 3,20). El fruto de entrar en comunión con Dios es la verdadera alegría, aquella que conecta con un placer espiritual, más elevado que el carnal y que el simbolismo del cielo nos traslada. Por eso, es posible sentir placer sin sentir alegría o, incluso, sentir placer y tristeza al mismo tiempo. La alegría cristiana es la consecuencia de vivir y poseer a Dios, por ello supera el nivel del temperamento, la salud, los éxitos sociales, etc, para adentrarse en la maduración de una vida interior profunda y verdaderamente rica.