Lo maravilloso de profundizar en el Antiguo Testamento es descubrir algunas de las infinitas conexiones con el Nuevo. Que Jesús curara a ciegos y cojos en el templo no transmite únicamente un mensaje de bondad y misericordia (entre los dos polos del rigor y la misericordia, hoy el cristianismo ha tendido a corromperse por el extremo de la misericordia) sino que, además, nos informa de cómo progresivamente la tradición va perdiendo su significado y su sentido. Ciertamente el Levítico recoge una ley que impide entrar a ciegos y cojos en el templo y lo hace porque una historia que se había ido transmitiendo de forma oral había rescatado una frase que pronunció David al conquistar Jerusalén: "a los cojos y ciegos los detesta David". Sin embargo, el Texto Sagrado cuenta la narración completa. Cuando David acude a luchar con los jebuseos para tratar de conquistar Jerusalén, éstos le habían advertido: "los cojos y los ciegos bastan para defender Jerusalén de David" (2 Samuel 5,6), haciendo alusión a lo reducido y pobre de su ejército. Pero cuando finalmente David conquista Jerusalén le responde a los jebuseos: "a esos cojos y ciegos los detesta David", haciendo alusión, por supuesto, no a ciegos y cojos de verdad, sino a los jebuseos. El lenguaje metafórico tiene este poder maravilloso de transformarse y de elevarse en sus diferentes significados, lo cual hace que el malentendido y la confusión también estén servidas (sin uno no existiría el otro). Por tanto, cuando Jesús cura a ciegos y cojos en el templo es para recordarles el sentido de esa tradición que los judíos habían perdido y malinterpretado. Jesús resignifica la lectura de la Torá, puesto que muchas prácticas se habían ido alejando y perdiendo el sentido original de la Palabra. En el transfondo de su mensaje se encuentra permanentemente la idea de cómo hacer Nuevo lo Viejo. La pronunciación del Nombre de Dios también llegó un momento en que se perdió, y dicha experiencia de pérdida es la misma de la que nos han hablado todas las grandes tradiciones. En todas hay algo que se ha perdido u ocultado, y lo que en un principio se perdió fue sustituido por otro algo que, en la medida de lo posible debía tomar su lugar. Perder es también lo que nos permite conservar lo perdido, por eso no es extraño que se encuentre en la base de toda tradición. Si renunciamos a perder, renunciamos también a la existencia de lo perdido. Sólo lo simbolizado hace historia, todo lo que se repite es porque no logra quedar en el pasado.
La manera en la que Jesucristo nos ha transmitido esta realidad ha sido precisamente a través del propio Apocalipsis representado por su propia vida. Jesucristo encarnó el Apocalipsis para indicarnos que ahora el nuevo sentido de la tradición perdida se debe forjar en el interior de cada uno. Los relatos apocalípticos que, poco a poco, habían ido dando expresión a la necesidad de encontrar respuestas frente a las invasiones de otros imperios que ponían en peligro la misma supervivencia del pueblo de Israel, ya invitaban a la transformación personal que sucede en el interior del corazón. El Mesías que aún hoy esperan los judíos y los musulmanes, como también la Segunda Venida que esperan los cristianos, sucede, para cada uno, en el interior de su corazón y en momentos diferentes de su historia personal. Jesús encarnó la llegada de ese Mesías que en la literatura apocalíptica era el signo del fin de un suceso, del fin de la historia. Ese final que muchos entendieron como la superación del tiempo cíclico propio de anteriores cosmovisiones, y que instaura la visión lineal de la historia, ciertamente adquiere también nuevo sentido si lo entendemos como el final de la Revelación, la que se refiere a la Revelación monoteísta. No en vano también el islam ha dicho de Mahoma que es el último profeta de Dios, lo cual no es mentira. Como tampoco es mentira la novedad del cristianismo al introducir la revelación de Dios como una persona que toma la iniciativa de acercarse a la humanidad, a diferencia de otras religiones donde el ser humano busca a Dios. Sólo aprendemos a amar porque alguien nos amó primero.
Y si ciertamente nuestra época es aquella en la que predomina la tendencia a sentirse cada uno como el Elegido de Dios, quizás es porque aún no ha captado el verdadero significado de ser el Pueblo Elegido de Dios.
