Si hay algo que caracteriza el Texto Sagrado es la aparente contradicción y la constatación de que en la búsqueda de Dios, su ausencia y su negación son partes decisivas del camino. El libro de los Jueces recoge un periodo de la historia del pueblo de Israel mucho menos llamativo y vistoso, incluso podría ser equiparable al nuestro. Es un período que contrasta fuertemente con la primera generación, marcada por personalidades tan relevantes como Moisés o Josué. El libro de los Jueces pone de manifiesto la pregunta fundamental de ¿cómo pudo la primera generación ser tan fiel al Señor y la siguiente ni siquiera lo conoció?
Todos los grandes relatos del Éxodo y la liberación de Egipto que son hoy referentes mundiales en nuestra cultura, fueron completamente olvidados por la generación que los sucedió. No se puede negar que el ser humano, en la búsqueda de identidad, muchas veces necesita definirse por diferenciación. Es así que a menudo podemos observar por qué es que la segunda generación falla tan frecuentemente en seguir el ejemplo de fe de la primera generación. El libro de Jueces describe un período en la vida de la nación de Israel entre el liderazgo profético de Moisés y Josué y el establecimiento de la monarquía y el reinado en Israel. La naturaleza de este período se describe en cuatro ocasiones diferentes en el libro: «En aquellos días no había rey en Israel. Cada uno hacía lo que le parecía bien ante sus propios ojos» (Jue 17,6; 18,1; 19,1; 21,25). Esta breve declaración resumida nos enseña dos hechos importantes sobre el período de los jueces en Israel, lo primero es que había una crisis de liderazgo; y lo segundo que hubo una crisis subsecuente en la fidelidad de Israel a su pacto con el Señor.
La generación del desierto con Moisés y la generación de la conquista con Josué habían sido testigos oculares de las grandes señales y maravillas de Dios para salvar y liberar al pueblo. Pero entonces «se levantó otra generación después de ellos que no conocía al SEÑOR, ni la obra que Él había hecho por Israel» (Jue 2,10). En las generaciones entre Josué y la monarquía, Israel hizo «lo malo ante los ojos del SEÑOR» (Jue 2,11). El mal descrito en el libro de Jueces debe entenderse como el declive progresivo de Israel hacia la idolatría. La nación de Israel fue originalmente diseñada por Dios para ser «un reino de sacerdotes y una nación santa» (Éx 19,6), pero al final del libro de Jueces, Israel se había hecho como todas las demás naciones a su alrededor, y hasta peor, como Sodoma y Gomorra.
Después de la muerte de la generación viril criada en el desierto y que bajo la dirección poderosa de Josué había conquistado la tierra, la nueva generación, ya establecida en una tierra de abundancia, y sin gobierno central, pronto adoptó las costumbres acomodaticias de sus vecinos idólatras. En este período la nación de Israel era una hermandad o confederación de doce tribus o estados independientes, sin otra fuerza unificadora que su Dios. Pero el pueblo no tomaba muy en serio a su Dios, y a menudo se apartaba de Él cayendo en la idolatría. Viviendo más o menos en un estado de anarquía, plagada a veces por guerras civiles, y rodeada de enemigos que hacían intento tras intento de exterminar a los recién llegados, la nación hebrea fue muy lenta en su desarrollo nacional, y no llegó a ser una nación grande sino al ser organizada como reino, en los días de Samuel y de David.
En este libro, el narrador no hace juicios de valor, se limita a describir los acontecimientos, a partir de los cuales, de hecho, se pueden sacar muchos significados; pero también es imprescindible, para ello, conocer los relatos anteriores, pues sin contexto es difícil entenderlos. En este libro la intervención de Yahvé es más sutil, no hay mención a muchos milagros ni a formas espectaculares o maravillosas. La lectura teológica está en el trasfondo de la narración histórica, no en grandes consignas divinas.
El libro de los Jueces describe un periodo de lo más sangriento y violento en el que sucesivamente, 12 jueces fueron liberando al pueblo de Israel de sus enemigos que, a menudo, estaban mezclados con el propio pueblo y convivían con él. Los Jueces marcan esa consciencia olvidada de Dios que se manifiesta en el intento de liberación del dominio de sus opresores vecinos. Pero la libertad que consiguen es sumamente frágil y desaparece al momento de ser conseguida. Los mismos jueces, que en un principio representan la consciencia olvidada de Dios, se vuelven de nuevo perversos, y se constata que dicha consciencia está en ruinas. Jueces es la historia de un pueblo que no tiene ni la más remota idea de lo que es Dios. Este período de oscurecimiento sirve de conexión entre el período del Éxodo y la conquista y el período de unificación del Reino y el tiempo de la monarquía. Es un eslabón narrativo que parece secundario, pero que se vuelve relevante para comprender todos los períodos cósmicos. La función teológica del libro de Jueces no es irrelevante, pues nos habla de lo que sucede después de la aparente victoria, ¿qué ocurre después de la conquista de la tan ansiada Tierra Prometida? ¿Qué pasa después de los finales felices y la visión romántica de la historia? Las grandes maravillas y esperanzas simbolizadas por la conquista de la tierra prometida evidencian que esa misma tierra prometida se convierte fácilmente en tierra corrompida.
Todo sale mal en el Libro de Jueces, además todo vuelve a salir mal una y otra vez, como un círculo vicioso.
18 Y cuando el SEÑOR les despertaba jueces, el SEÑOR era con el juez, y los libraba de mano de los enemigos todo el tiempo de aquel juez; porque el SEÑOR se arrepentía por sus gemidos a causa de los que los oprimían y afligían.
19 Mas al morir el juez, ellos se volvían, y se corrompían más que sus padres, siguiendo a dioses ajenos para servirles, e inclinándose delante de ellos; y nada disminuían de sus obras, ni de su obstinado camino.
Al apartarse constantemente del camino que Dios les había marcado, también éste los entrega constantemente en manos de sus enemigos. El alejamiento de Dios no solo tiene consecuencias religiosas sino que afecta a toda la sociedad. Esta decadencia se manifiesta en que el pueblo de Israel es conquistado de nuevo por otros pueblos opresores. Tras los períodos de opresión y sufrimiento, entonces el pueblo vuelve a acordarse de Yahvé y le ruegan que se acuerde del pacto que había hecho con Israel. Dios los ayuda a través de las figuras de los jueces que son, más bien, caudillos militares que traen la paz momentánea al pueblo, por cierta cantidad de años, a partir de los cuales vuelven de nuevo a caer.
Los jueces eran líderes dentro de las tribus de Israel, escogidos por Dios o por el pueblo, para librar a los israelitas de sus enemigos. Eran más bien líderes militares que jueces propiamente dichos, los cuales trataban asuntos relacionados con la ley. El pueblo hizo de ellos héroes, a pesar de que algunos jueces justos trataron de enseñarle que el verdadero líder de Israel era Jehová (8,23; 11,27). El ciclo de guerra y paz a lo largo del libro de Jueces queda muy bien resumido en la última frase, que además se repite a lo largo del libro y que capta la esencia de este periodo, frase que también puede servir para resumir nuestro tiempo:
En estos días no había rey en Israel: cada uno hacía lo que le parecía recto delante de sus ojos.
Esta frase parece reforzar, en cierta medida, el relato de la necesidad de un rey, que más adelante será símbolo de la unidad del pueblo. Podríamos pensar que la propaganda en favor de la monarquía estaba detrás de la motivación de estos relatos, es de hecho la manera propiamente moderna de comprender la historia. Sin embargo, el relato histórico bíblico tiene siempre una función teológica que está por encima de los intereses particulares. Y lo cierto es que el valor que ofrecía la monarquía como una garantía de transmisión hereditaria del liderazgo también se rompe en la monarquía de Israel, pues de los tres reyes que tuvo el reino unido de Israel solo uno fue por transmisión hereditaria. David no era hijo del rey Saúl, y esto no impidió que fuera ungido como Rey. Sin embargo, la verdadera dinastía ungida por Dios será la del rey David, y la que permanece en el tiempo hasta llegar a Cristo.
19 Y Jehová estaba con Judá, quien arrojó a los de las montañas; mas no pudo arrojar a los que habitaban en los llanos, los cuales tenían carros herrados. 20 Y dieron Hebrón a Caleb, como Moisés había dicho; y él arrojó de allí a los tres hijos de Anac. 21 Mas al jebuseo que habitaba en Jerusalén no lo arrojaron los hijos de Benjamín, y el jebuseo habitó con los hijos de Benjamín en Jerusalén hasta hoy (Jue 1,19-21).
Y como el pueblo de Israel no los pudo eliminar, lo que hicieron en muchos casos fue convertirlos en esclavos, dándose la paradoja de que justamente el pueblo que había sido liberado de la esclavitud de Egipto termina por convertirse a su vez en opresor. El que salió de Egipto para ser liberado bajo el pacto de la Alianza, termina por convertirse él mismo en el nuevo Egipto. Parece ser ésta la historia que el ser humano está destinado a repetir, una y otra vez, el esclavo convertido en esclavista. Pero Dios respeta la decisión de este pueblo, los deja expuestos a la tentación.27 Tampoco Manasés arrojó a los de Bet-seán, ni a los de sus aldeas, ni a los de Taanac y sus aldeas, ni a los de Dor y sus aldeas, ni a los habitantes de Ibleam y sus aldeas, ni a los que habitan en Meguido y en sus aldeas; y el cananeo persistía en habitar en aquella tierra (Jue 1,27).
El ángel de Jehová subió de Gilgal a Boquim, y dijo: Yo os saqué de Egipto, y os introduje en la tierra de la cual había jurado a vuestros padres, diciendo: No invalidaré jamás mi pacto con vosotros, 2 con tal que vosotros no hagáis pacto con los moradores de esta tierra, cuyos altares habéis de derribar; mas vosotros no habéis atendido a mi voz. ¿Por qué habéis hecho esto? 3 Por tanto, yo también digo: No los echaré de delante de vosotros, sino que serán azotes para vuestros costados, y sus dioses os serán tropezadero (Jue 2, 1-3).
tampoco yo volveré más a arrojar de delante de ellos a ninguna de las naciones que dejó Josué cuando murió; 22 para probar con ellas a Israel, si procurarían o no seguir el camino de Jehová, andando en él, como lo siguieron sus padres. 23 Por esto dejó Jehová a aquellas naciones, sin arrojarlas de una vez, y no las entregó en mano de Josué (Jue 2, 21-23).
Estos pueblos representan el espíritu del tiempo en que a cada uno le toca vivir, ese espíritu que nos arrastra a hacer las cosas de la manera en que nuestro tiempo quiere, no de la manera en que nosotros queremos. Por eso el relato de Jueces es perfectamente aplicable a nuestros días. Creemos que es fácil vivir con el diablo al lado y que no nos va a pasar nada por tolerarlo, o incluso pensamos que convirtiéndolo en nuestro esclavo estaremos a salvo. En esas maravillosas contradicciones encontramos que quien esclaviza al diablo se convierte más bien en esclavo del mismo, de la misma manera que el sádico termina por convertirse en masoquista y el masoquista, se convierte a menudo en el más sádico de los sádicos.
El punto hasta el cual esta generación estaba perdida en el mar del caos se ve muy bien reflejado en algunos pasajes. El primer ejemplo es el caso de Gedeón, en el capítulo 6.Y cuando los hijos de Israel clamaron a Jehová, a causa de los madianitas, 8 Jehová envió a los hijos de Israel un varón profeta, el cual les dijo: Así ha dicho Jehová Dios de Israel: Yo os hice salir de Egipto, y os saqué de la casa de servidumbre. 9 Os libré de mano de los egipcios, y de mano de todos los que os afligieron, a los cuales eché de delante de vosotros, y os di su tierra; 10 y os dije: Yo soy Jehová vuestro Dios; no temáis a los dioses de los amorreos, en cuya tierra habitáis; pero no habéis obedecido a mi voz (Jue 6,6-10).
El nombre de este líder fue Gedeón y, al igual que Moisés, no se sentía preparado. Son muchos los dejá vú que nos ofrece el relato, las conexiones son la clave de la comprensión, pues ciertamente la historia se repite, y si lo hace es para que seamos capaces de comprender su sentido.
Y vino el ángel de Jehová, y se sentó debajo de la encina que está en Ofra, la cual era de Joás abiezerita; y su hijo Gedeón estaba sacudiendo el trigo en el lagar, para esconderlo de los madianitas. 12 Y el ángel de Jehová se le apareció, y le dijo: Jehová está contigo, varón esforzado y valiente. 13 Y Gedeón le respondió: Ah, señor mío, si Jehová está con nosotros, ¿por qué nos ha sobrevenido todo esto? ¿Y dónde están todas sus maravillas, que nuestros padres nos han contado, diciendo: No nos sacó Jehová de Egipto? Y ahora Jehová nos ha desamparado, y nos ha entregado en mano de los madianitas. 14 Y mirándole Jehová, le dijo: Ve con esta tu fuerza, y salvarás a Israel de la mano de los madianitas. ¿No te envío yo? 15 Entonces le respondió: Ah, señor mío, ¿con qué salvaré yo a Israel? He aquí que mi familia es pobre en Manasés, y yo el menor en la casa de mi padre. 16 Jehová le dijo: Ciertamente yo estaré contigo, y derrotarás a los madianitas como a un solo hombre. 17 Y él respondió: Yo te ruego que si he hallado gracia delante de ti, me des señal de que tú has hablado conmigo. 18 Te ruego que no te vayas de aquí hasta que vuelva a ti, y saque mi ofrenda y la ponga delante de ti. Y él respondió: Yo esperaré hasta que vuelvas (Jue 6,11-18).
Las señales que le ofrece Dios a Gedeón para que crea y confíe en Él son tan maravillosas que aún hoy sirven para afianzar la fe de cualquiera. Tal es su poder que con 300 soldados, derrota a los madianitas, de una forma muy parecida a como había sucedido en Jericó.
Por la mañana, cuando los de la ciudad se levantaron, he aquí que el altar de Baal estaba derribado, y cortada la imagen de Asera que estaba junto a él, y el segundo toro había sido ofrecido en holocausto sobre el altar edificado. 29 Y se dijeron unos a otros: ¿Quién ha hecho esto? Y buscando e inquiriendo, les dijeron: Gedeón hijo de Joás lo ha hecho. Entonces los hombres de la ciudad dijeron a Joás: 30 Saca a tu hijo para que muera, porque ha derribado el altar de Baal y ha cortado la imagen de Asera que estaba junto a él. 31 Y Joás respondió a todos los que estaban junto a él: ¿Contenderéis vosotros por Baal? ¿Defenderéis su causa? Cualquiera que contienda por él, que muera esta mañana (Jue 6,28-30).
Otro caso es la historia de Jefté, en el capítulo 11. Este juez parece tener memoria de cómo los israelitas se habían asentado en la tierra que ahora los amonitas reclamaban como suya, y le da explicaciones de cómo había sido el proceso (Jue 11, 17-21). Sin embargo, cuando va a la lucha para recuperar ese territorio que ahora le reclamaban los amonitas, Jefté hace un juramento muy particular:
Y Jefté hizo voto a Jehová, diciendo: Si entregares a los amonitas en mis manos, 31 cualquiera que saliere de las puertas de mi casa a recibirme, cuando regrese victorioso de los amonitas, será de Jehová, y lo ofreceré en holocausto. (Jue 11, 30-31).
Jefté demuestra de nuevo que no ha entendido nada, pues el motivo central por el que el pacto de la Alianza le había pedido al pueblo de Israel que eliminara los altares de estos pueblos es porque precisamente estos pueblos hacían sacrificios humanos. Y Jefté, lleno del poder de Dios, por agradecimiento ante la intervención divina en la derrota del pueblo amonita, entonces decide sacrificar a su hija. Nuevamente, demuestran no entender nada. Dios prohibe los sacrificios humanos, y no se le ocurre otra forma mejor que hacer un sacrificio humano para agradar a Dios. Jefté termina sacrificando a su propia hija para cumplir una promesa que Dios nunca le pidió, se ve que tampoco el relato del sacrificio de Isaac lo había entendido este hombre. Efectivamente, no tiene la más mínima idea acerca de Dios.

22 Pero cuando estaban gozosos, he aquí que los hombres de aquella ciudad, hombres perversos, rodearon la casa, golpeando a la puerta; y hablaron al anciano, dueño de la casa, diciendo: Saca al hombre que ha entrado en tu casa, para que lo conozcamos. 23 Y salió a ellos el dueño de la casa y les dijo: No, hermanos míos, os ruego que no cometáis este mal; ya que este hombre ha entrado en mi casa, no hagáis esta maldad. 24 He aquí mi hija virgen, y la concubina de él; yo os las sacaré ahora; humilladlas y haced con ellas como os parezca, y no hagáis a este hombre cosa tan infame. 25 Mas aquellos hombres no le quisieron oír; por lo que tomando aquel hombre a su concubina, la sacó; y entraron a ella, y abusaron de ella toda la noche hasta la mañana, y la dejaron cuando apuntaba el alba. 26 Y cuando ya amanecía, vino la mujer, y cayó delante de la puerta de la casa de aquel hombre donde su señor estaba, hasta que fue de día (Jue 19, 22-26).
Esta historia es parecida a la historia que se narra en el relato de Sodoma y Gomorra, ambas ejemplos de pueblos que encarnan la perversión. Pero lo curioso de lo que narra el libro de Jueces es que aquello que ni los habitantes de Sodoma y Gomorra se atrevieron a hacer, lo hicieron finalmente los habitantes de una de las tribus de Israel, lo cual desató, además, una guerra civil entre las tribus. Es decir, el pueblo que supuestamente conoce a Dios se comporta peor que aquellos pueblos que nunca escucharon hablar de él. Definitivamente este pueblo no tiene ni idea de como obedecer a Dios, algo que sin duda, se ha vuelto una tónica bastante habitual en nuestros tiempos. Pero las soluciones que el mundo racionalista ofrece a estas cuestiones son las que podrían evidenciarse en la pregunta de ¿por qué Dios no les dice claramente que dejen de hacer sacrificios humanos? ¿Por qué no les da unos cursillos acelerados en vez de esos relatos misteriosos que no entiende nadie? ¿Por qué no se posiciona en su contra y deja ver que Él está con los "buenos" y no con los "malos"? ¿Por qué los deja a su libre albedrío en lugar de impedirles la barbarie? El ser humano racionalista ha creído encontrar métodos mejores que los de Dios.
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