En el libro de Qohélet no aparecen los temas clásicos de la fe judía, como la elección de Israel, Egipto, la Alianza, etc. Su interés, al igual que Proverbios y Job se centra en el individuo más que en la comunidad. Relacionado con los temas de la sabiduría tradicional, sin embargo el libro de Qohélet va en una línea completamente opuesta a la de los presupuestos anteriores, tales como el valor y éxito en la búsqueda de la sabiduría (2, 11) o la posibilidad de un conocimiento asegurador de la existencia (8, 17). Es un libro que contradice, aparentemente, todos los supuestos anteriores acerca de Dios, la Naturaleza, el valor de la vida, la alegría en la vida del hombre, etc. Resulta, por ello, radicalmente actual.
Para introducirnos en su lectura hoy traemos una obra maestra del cine como es "El caballo de Turín". Béla Tarr expresa con imágenes lo que Qohélet con palabras.
La película da comienzo a partir del relato de la caída de Nietzsche en la locura, una historia según la cual éste se habría derrumbado en un lamento ante la observación de un cochero golpeando a su caballo. Es, probablemente, el único elemento simbólico de la película, a partir del cual enlazar alguna posible relación con lo que sucede en el metraje. El hecho de que este relato narre la profunda afectación de Nietzsche no deja de resultar premonitorio de lo que el espíritu nietzscheano nos traería en la postmodernidad. Hoy lo vemos a diario, muchas personas prefieren a sus perros o gatos antes que a sus semejantes. La tendencia postmoderna animalista, más que de amor por los animales, nos habla de decepción por el ser humano y la humanidad. Nuestros afectos están al servicio de los animales, el hombre está decepcionado del hombre y cada vez nos reconocemos menos en la semejanza. La deshumanización progresiva es también la marca de nuestro tiempo.
La relación entre esta anécdota y lo que sucede en la película nos conduce, sin embargo, a un lugar que trasciende el nihilismo y la decepción nietzscheana. El paso del tiempo, la monotonía, la necesidad de cuidado, la repetición, podrían ser también las características propias de la vida en la que se sumergió Nietzsche a partir de este accidente, en el que dejó de hablar y se vio recluido a los cuidados de su madre y hermana. Es probable que la ausencia de figura paterna en Nietzsche haya abierto en él la puerta al nihilismo, puerta que indudablemente se encuentra más próxima cuando la función paterna no hace de barrera, y función de la que también Nietzsche decretó su muerte, lo cual se convertiría, además, en marca de nuestros tiempos. No parece casual, tampoco, que los protagonistas de la película sean un padre (con el brazo derecho paralizado, tullido) y una hija. Las últimas palabras de Nietzsche fueron “madre, soy tonto”, él, que en otras ocasiones había escrito a su madre para narrarle y dejarle constancia de sus éxitos, cae extenuado y vencido por la decepción, la que nos hace constatar a todos que no hay nada más que ignorancia y que todo es vacío. Vacío y más vacío.
El término hebreo para la palabra traducida por vanidad (הבל; hével) hace alusión, de hecho, al viento. En nuestro lenguaje moderno, la «vanidad» describe algo que no tiene valor o es inútil; de ahí la elección de algunos traductores de traducir הבל como «provecho». De manera similar, algunas versiones en inglés más recientes traducen «vanidad de vanidades» como «perfectamente sin sentido». Sin embargo, estas opciones de traducción no captan del todo el significado fundamental del hebreo. En lugar de denotar falta de sentido o trivialidad, הבל significa «vapor» o «mechón». Para el Qohélet, el problema no es que la vida no tenga sentido o no valga la pena, sino que pasa como un vapor o una neblina. El predicador habla de la brevedad de la vida en la tierra y la fugacidad de la existencia, pero esto no significa que la vida no tenga sentido, de igual manera, también las oníricas imágenes de Béla Tarr nos trasladan un mensaje similar. «El sol sale, y el sol se pone, y jadea de regreso al lugar donde sale. El viento sopla hacia el Sur y gira hacia el Norte; el viento da vueltas y vueltas, y en sus vueltas el viento vuelve» (Eclesiastés 1, 5-6). El problema para el Qohélet no es que nada tenga sentido —por el contrario, el mundo natural es tanto observable como predecible—. El problema es que nada dura; el sol sale y se pone rápidamente, y los vientos del Norte pronto están en el Sur. La humanidad está sujeta a la misma realidad fugaz: «Generación va y generación viene, pero la tierra permanece para siempre» (Eclesiastés 1,4). Este lamento por la brevedad de la vida apoya la comprensión de הבל como un vapor temporal. Para el Qohélet, la temporalidad de la existencia humana la convierte en la niebla de todas las nieblas, la que, de hecho es, junto al viento, el principal protagonista de esta película. El salmo 39 afirma que puro soplo es todo hombre. Pero a oídos israelitas, la frase puede sonar, además, con otro sentido: “Todo Adán es Abel”, ak hével kol ,ädäm.
Hoy, la angustia yace encubierta por la hiperactividad del hombre ordinario, que vive creyéndose a salvo. Sin embargo, lo único que nos salva es precisamente el vacío que hay detrás de la angustia, el que refleja esta película y su exquisita capacidad hipnótica, lograda a través de una atmósfera única y hasta de la suntuosidad de los movimientos de cámara, una danza del orden resistiendo al caos y cuestionando la aspiración del hombre de querer ser algo que no se puede ser. En los rituales de acciones cotidianas elementales se encuentra todo aquello por lo cual nadie nos aplaudirá ni seremos reconocidos por ello, son también las tareas que el mundo moderno está deseoso de dejar de hacer. Conseguir éxito, dinero y poder, a menudo va aparejado a la liberación de ese tipo de tareas insustanciales, que no parecen aportar nada, el rechazo del vacío es lo propio de la cultura capitalista. Sin embargo, en esos pequeños rituales, está algo que se aferra a la vida más que el anhelo de trascendencia, es en la oscuridad donde crecen las raíces, en los días aburridos, cuando nadie está mirando y no hay emoción. Allí donde parece que nada está cambiando, eso es lo que crea profundidad y una base sólida donde construir raíces para el crecimiento. Esos rituales son, además, lo único que se puede enseñar a los hijos, lo único que los sostendrá frente a la pulsión de muerte. En la forma de vida tradicional, esos hábitos que se convierten en rituales de lo cotidiano son, al contrario que en nuestra cultura, la base del amor a la vida, quienes hemos tenido la suerte de convivir con personas que aún mantenían esa forma de vida lo sabemos muy bien, la huella que han dejado en nosotros es imborrable.
La ética del vacío es la de la descreación que nos acerca a la creación. Este proceso es retratado magistralmente por Béla Tarr, es sin duda la verdadera noción de Apocalipsis de la que nos ha hablado la Biblia, esa que en la última hora de la descreación y en el centro mismo del “no hay mañana” afirma “mañana lo volveremos a intentar”. Pero lejos de hacer una lectura psicológica o social, esta película va mucho más allá, lo que vemos en pantalla no es la historia de un padre y una hija que viven en el rural húngaro, lo que vemos es vacío y repetición, los que podrían estar en la base de cualquier vida humana despojada de todas sus capas de máscara y apariencia.
Filmados de manera distante, reducidos a su mera actividad física, no resultan más humanos que el caballo, sus emociones son igual de impenetrables. La invitación a comer es dirigida igualmente tanto al caballo como a la hija, y ambos parecen además intercambiar funciones, pues cuando el caballo se niega a tirar de la carreta lo hace la propia hija. Béla Tarr huye de las convenciones narrativas que condensan el tiempo y sólo muestran los elementos más dramáticos, evitando los vacíos y repeticiones, que para Tarr constituyen la esencia de la vida. Los personajes, más que seres humanos, representan la creación apagándose progresivamente. Lo más simple es a la vez lo más complejo, esta película muestra la plenitud que es capaz de surgir del vacío y lo hace de una manera que resulta imposible de ser explicada con palabras, simplemente aparece.
El cosmos entero en esta película es una vida dominada por los elementos, las acciones puramente físicas y la repetición. La hija se despierta, saca agua del pozo, enciende un fuego, ayuda a su padre a vestirse. En la descripción del esfuerzo físico podemos percibir hasta la aspereza de las ropas de los personajes. Por la noche cenan una patata hervida cada uno, que comen con las manos, sin intercambiar casi ninguna palabra, entre las acciones esenciales a las que se ha reducido su vida, sentarse a contemplar la tempestad a través de la ventana se convierte en una actividad más esencial que la de comer con cubiertos. Y ciertamente lo es, así también el psicoanálisis nos ha revelado que la primera mirada que nos abre al mundo es la del rostro de la madre. Si ésta es una mirada ausente, el acceso al mundo se verá afectado por una angustia de fondo. Si el rostro de la madre carece de respuestas, si se petrifica en una defensa angustiada frente a la existencia indescifrable del niño, para ese niño, el espejo será entonces algo que se mira, no algo dentro de lo cual se mira. Cuando el espejo se convierte en algo que mirar en lugar de algo a través de lo que poder ver, entonces el Otro ya no es un mundo que hace posible otro mundo, un mundo en el mundo, sino algo que encierra y contiene una amenaza.
Bajo la superficie de narración minimalista late con inusitada intensidad un auténtico universo de acontecimientos que, pese a su insignificancia aparente, están dotados de una trascendencia casi cósmica y de un valor espiritual bastante inusual en el panorama cultural contemporáneo. Después del nihilismo nietzscheano está el camino hacia la "eternidad".
Para introducirnos en su lectura hoy traemos una obra maestra del cine como es "El caballo de Turín". Béla Tarr expresa con imágenes lo que Qohélet con palabras.
La relación entre esta anécdota y lo que sucede en la película nos conduce, sin embargo, a un lugar que trasciende el nihilismo y la decepción nietzscheana. El paso del tiempo, la monotonía, la necesidad de cuidado, la repetición, podrían ser también las características propias de la vida en la que se sumergió Nietzsche a partir de este accidente, en el que dejó de hablar y se vio recluido a los cuidados de su madre y hermana. Es probable que la ausencia de figura paterna en Nietzsche haya abierto en él la puerta al nihilismo, puerta que indudablemente se encuentra más próxima cuando la función paterna no hace de barrera, y función de la que también Nietzsche decretó su muerte, lo cual se convertiría, además, en marca de nuestros tiempos. No parece casual, tampoco, que los protagonistas de la película sean un padre (con el brazo derecho paralizado, tullido) y una hija. Las últimas palabras de Nietzsche fueron “madre, soy tonto”, él, que en otras ocasiones había escrito a su madre para narrarle y dejarle constancia de sus éxitos, cae extenuado y vencido por la decepción, la que nos hace constatar a todos que no hay nada más que ignorancia y que todo es vacío. Vacío y más vacío.
Vanidad de vanidades, todo es vanidad (Ecl 1,2).
Enmudecí con silencio, me callé aun respecto de lo bueno;
Y se agravó mi dolor.
3 Se enardeció mi corazón dentro de mí;
En mi meditación se encendió fuego,
Y así proferí con mi lengua:
4 Hazme saber, Jehová, mi fin,
Y cuánta sea la medida de mis días;
Sepa yo cuán frágil soy.
5 He aquí, diste a mis días término corto,
Y mi edad es como nada delante de ti;
Ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive. Selah
6 Ciertamente como una sombra es el hombre;
Ciertamente en vano se afana;
Amontona riquezas, y no sabe quién las recogerá (Salmo 39, 2-6).
Vanidad (הבל hével) es también el nombre hebreo para Abel, cuya vida no es más que un vapor: un aliento exhalado en una mañana fría. Abel nace y muere en seis versículos, los mismos capítulos en los que se divide la película y que nos remiten también al número de días que Dios necesitó para crear el mundo. El 6 es, de hecho, el número del eterno retorno, su poder diabólico como bucle del que resulta imposible salir es simbolizado por el 666.
Vivimos corriendo detrás del viento, buscando llenar vacíos con cosas que tarde o temprano se desvanecen. En contraste, los personajes del film ya no corren, tampoco tienen angustia, ni tristeza, tan sólo hacen un leve amago de huir, del que rápido regresan al interior de su morada. El mundo nos ofrece brillo, fama y poder, pero cuando el alma está vacía, nada de eso basta, sólo lo esencial permanece. El episodio del caballo de Turín nos llega a todos tarde o temprano, y mejor es que esa nada llegue antes que el verdadero final. Muere antes de morir, para que cuando mueras no mueras. Las riquezas se pierden, la belleza se marchita y los logros se los lleva el viento… La mirada de Béla Tarr nos acerca hacia el rostro de la muerte, y él mismo nos dice que no hay ninguna razón para dirigir más películas, porque todas las historias están en el Antiguo Testamento. Así que la cuestión es cómo volvemos a contar las mismas historias antiguas.
Y llegué a detestar la vida, porque me da fastidio todo lo que se hace bajo el sol. Sí, todo es vanidad y correr tras el viento (Ec 2,17).
Hoy, la angustia yace encubierta por la hiperactividad del hombre ordinario, que vive creyéndose a salvo. Sin embargo, lo único que nos salva es precisamente el vacío que hay detrás de la angustia, el que refleja esta película y su exquisita capacidad hipnótica, lograda a través de una atmósfera única y hasta de la suntuosidad de los movimientos de cámara, una danza del orden resistiendo al caos y cuestionando la aspiración del hombre de querer ser algo que no se puede ser. En los rituales de acciones cotidianas elementales se encuentra todo aquello por lo cual nadie nos aplaudirá ni seremos reconocidos por ello, son también las tareas que el mundo moderno está deseoso de dejar de hacer. Conseguir éxito, dinero y poder, a menudo va aparejado a la liberación de ese tipo de tareas insustanciales, que no parecen aportar nada, el rechazo del vacío es lo propio de la cultura capitalista. Sin embargo, en esos pequeños rituales, está algo que se aferra a la vida más que el anhelo de trascendencia, es en la oscuridad donde crecen las raíces, en los días aburridos, cuando nadie está mirando y no hay emoción. Allí donde parece que nada está cambiando, eso es lo que crea profundidad y una base sólida donde construir raíces para el crecimiento. Esos rituales son, además, lo único que se puede enseñar a los hijos, lo único que los sostendrá frente a la pulsión de muerte. En la forma de vida tradicional, esos hábitos que se convierten en rituales de lo cotidiano son, al contrario que en nuestra cultura, la base del amor a la vida, quienes hemos tenido la suerte de convivir con personas que aún mantenían esa forma de vida lo sabemos muy bien, la huella que han dejado en nosotros es imborrable.
La verdadera trascendencia es, en realidad, inmanencia.
La ética del vacío es la de la descreación que nos acerca a la creación. Este proceso es retratado magistralmente por Béla Tarr, es sin duda la verdadera noción de Apocalipsis de la que nos ha hablado la Biblia, esa que en la última hora de la descreación y en el centro mismo del “no hay mañana” afirma “mañana lo volveremos a intentar”. Pero lejos de hacer una lectura psicológica o social, esta película va mucho más allá, lo que vemos en pantalla no es la historia de un padre y una hija que viven en el rural húngaro, lo que vemos es vacío y repetición, los que podrían estar en la base de cualquier vida humana despojada de todas sus capas de máscara y apariencia.
Filmados de manera distante, reducidos a su mera actividad física, no resultan más humanos que el caballo, sus emociones son igual de impenetrables. La invitación a comer es dirigida igualmente tanto al caballo como a la hija, y ambos parecen además intercambiar funciones, pues cuando el caballo se niega a tirar de la carreta lo hace la propia hija. Béla Tarr huye de las convenciones narrativas que condensan el tiempo y sólo muestran los elementos más dramáticos, evitando los vacíos y repeticiones, que para Tarr constituyen la esencia de la vida. Los personajes, más que seres humanos, representan la creación apagándose progresivamente. Lo más simple es a la vez lo más complejo, esta película muestra la plenitud que es capaz de surgir del vacío y lo hace de una manera que resulta imposible de ser explicada con palabras, simplemente aparece.
El cosmos entero en esta película es una vida dominada por los elementos, las acciones puramente físicas y la repetición. La hija se despierta, saca agua del pozo, enciende un fuego, ayuda a su padre a vestirse. En la descripción del esfuerzo físico podemos percibir hasta la aspereza de las ropas de los personajes. Por la noche cenan una patata hervida cada uno, que comen con las manos, sin intercambiar casi ninguna palabra, entre las acciones esenciales a las que se ha reducido su vida, sentarse a contemplar la tempestad a través de la ventana se convierte en una actividad más esencial que la de comer con cubiertos. Y ciertamente lo es, así también el psicoanálisis nos ha revelado que la primera mirada que nos abre al mundo es la del rostro de la madre. Si ésta es una mirada ausente, el acceso al mundo se verá afectado por una angustia de fondo. Si el rostro de la madre carece de respuestas, si se petrifica en una defensa angustiada frente a la existencia indescifrable del niño, para ese niño, el espejo será entonces algo que se mira, no algo dentro de lo cual se mira. Cuando el espejo se convierte en algo que mirar en lugar de algo a través de lo que poder ver, entonces el Otro ya no es un mundo que hace posible otro mundo, un mundo en el mundo, sino algo que encierra y contiene una amenaza.
El segundo día el caballo se niega a salir del establo, más tarde se negará incluso a comer. Quizá sea un presagio como el de las carcomas que han cesado en su actividad. La vida sigue su curso, repetitivamente, pero poco a poco la existencia se va desmoronando. El pozo se seca, más tarde las lámparas se apagan, quedan sumidos en la oscuridad. El fuego no se enciende. El padre, a pesar de todo, le dice a la hija que coma su patata, aunque sea cruda, las mismas palabras que también la hija le había dirigido al caballo, en un ciclo de repeticiones en las que todo parece estar abocado a dejarnos conducir allí donde la cabalgadura quiera. El mismo Freud estableció un paralelismo entre el caballo y su jinete con el ello y el yo. Quizás este trío peculiar de personajes reflejen también esa tríada freudiana del yo, el ello y el superyó.
Podemos, pues, compararlo, al Yo, en su relación con el Ello, al jinete que rige y refrena a la fuerza de su cabalgadura, superior a la suya con la diferencia que el jinete lleva esto acabo con sus propias energías, y el Yo, con energías prestadas. Pero así como el jinete se ve obligado alguna vez a dejarse conducir a donde su cabalgadura quiera, también el Yo se nos muestra forzado en ocasiones a transformar en acción la voluntad del Ello como si fuera la suya propia.
Sigmund Freud, El Yo y el Ello
Bajo la superficie de narración minimalista late con inusitada intensidad un auténtico universo de acontecimientos que, pese a su insignificancia aparente, están dotados de una trascendencia casi cósmica y de un valor espiritual bastante inusual en el panorama cultural contemporáneo. Después del nihilismo nietzscheano está el camino hacia la "eternidad".
Aunque, de primeras, pueda parecer que todo en este película nos conduce a un camino para que la mente se pudra y dé a luz al nihilismo, sin embargo, este camino es el representado por el discurso del vecino que interrumpe en la casa con una temática, de hecho, muy nietzscheana. Pero la película no es una revelación nihilista, sino una liberadora. Es la realización existencial del círculo, por el cual todo ha sucedido antes y está destinado a suceder de nuevo. Por defecto volverá a suceder porque los comportamientos aprendidos nacen de las interacciones con las personas y la sociedad que ya lo hizo suceder antes. Por supuesto, volverá a suceder si te adhieres a la convención y evitas mirar al vacío, es decir, a menos que lo reconozcas. A menos que puedas ver qué lo hizo suceder, solo entonces entenderás realmente cómo cambiarlo, no antes. En ese punto, las palabras se vuelven insuficientes. En el viaje personal decidido a encontrar respuestas en la propia experiencia, solo se halla, a menudo, silencio. Un silencio ensordecedor, la afonía de la esperanza, un mutismo incómodo en el alma, una vida sin sentido. La mirada y la presencia eterna que nos transmite Béla Tarr en El caballo de Turín nos acerca lentamente hacia el rostro de la muerte, y es ahí donde nos preguntamos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? [...]” (Salmo 22:1).

