Cosmovisión cristiana





Hay frases que, por seducirnos tan rápidamente, deberían invitarnos a dudar un poco más de ellas. Lo cierto es que, al igual que un salvaje que vive en medio de la selva aprende a detectar peligros como las víboras o los leones, así también nosotros deberíamos estar ya muy acostumbrados a detectar los peligros propios de la sociedad de la seducción en la que vivimos. Y sin embargo, con cada nueva promesa de placer instantáneo volvemos de nuevo a caer, lo hacemos incluso con los discursos que nos resultan convenientes. Pues también compramos frases cómodas como ésta: “conócete a ti mismo y conocerás el universo”. Yo reconozco que la he comprado muchas veces, como también he caído muchas veces en la trampa del placer instantáneo. Pero si te paras un poco más, te das cuenta de que es una de esas frases ante las cuales uno no puede objetar nada, tal como se dice, así se escucha y así se queda, sin dar lugar al error o a la confusión, sin posibilidad de transformar nada, es la promesa de hallar en ti mismo el Tesoro de los Tesoros. Una promesa de un circuito cerrado y directo en la obtención de placer, de donde no hay salida ni se puede escapar.

Probablemente la máxima más famosa de la antigüedad, la enseñanza de la teología pagana condensada en una frase, y lo cierto es que no se puede negar. Conocerse a uno mismo es conocer el universo, lo cual también podría invertirse para decir: "conocer el universo es conocerse a uno mismo", tratar de poner un límite entre ambos pareciera ser la tarea de toda una vida. Un bebé conoce su propio cuerpo sólo por mediación de su madre, pues en un principio no existen diferentes cuerpos para él, entre el suyo y el de su madre, en ese punto podría decirse que él y el universo son uno, curioso que sea éste el anhelo de muchas prácticas espirituales modernas, el regreso a esa indiferenciación entre el yo y el universo. Pero la necesidad de separación parece ser expresada magistralmente en la noción de Dios de Raimon Panikkar: "Dios es aquello que, rompiendo tu aislamiento, respeta tu soledad". Las nociones de esoterismo que hoy se han extendido en la sociedad tratan de rescatar la mística de las religiones mistéricas unida a la filosofía oriental, escondida en la idea de que al conocernos trascendemos lo individual para fincar en lo universal. La idea del principio del microcosmos unido al macrocosmos parece estar en todas las cuestiones místicas modernas, la idea de que el ser humano es la imagen de la divinidad y en él existen una serie de correspondencias con el universo. A todas estas afirmaciones no se le puede poner una objeción, ahora bien, el problema viene cuando uno trata de conocerse a uno mismo, ¿cómo se hace eso? Aunque existe un voto de silencio mayormente respetado en torno al contenido de misterios como el de Eleusis, no es demasiado aventurado sugerir que se propiciaban experiencias místicas a través de enteógenos o psicodelia.

Pero la enseñanza judeocristiana va mucho más allá, nos alerta de que el conocimiento trae sufrimiento, y de que antes que querer conocer, preferiremos (muy probablemente) la psicodelia, pues lo que nos trae el conocimiento es una invitación a reconocernos incapaces de conocer, la intuición de que detrás de una puerta hay siempre otra, y que solo el error o el pecado nos invitan a seguir abriendo puertas, porque el universo es tan inabarcablemente rico y complejo que solo al hombre se le permite el esfuerzo de aceptar verdades contradictorias sostenidas en la tensión creativa.

Y Dios el Señor dijo: «El ser humano ha llegado a ser como uno de nosotros, pues tiene conocimiento del bien y del mal. No vaya a ser que extienda su mano y también tome del fruto del árbol de la vida, lo coma y viva para siempre». Entonces Dios el Señor expulsó al ser humano del jardín del Edén para que trabajara la tierra de la cual había sido hecho (Gen 3,22-23).

Francamente, mientras más sabiduría, más problemas;
mientras más se sabe, más se sufre (Ecl 1,18).

El temor del Señor es el principio del conocimiento;
los necios desprecian la sabiduría y la disciplina (Prov 1,7).

Y en la carta a los Corintios de San Pablo:

Si tengo el don de profecía y entiendo todos los misterios y poseo todo conocimiento, y si tengo una fe que logra trasladar montañas, pero me falta el amor, no soy nada.

La teología cristiana nos alerta de que ¿acaso existe alguna forma de conocimiento que no pase por la relación con el otro y por la necesidad de creer en él? Sin fe no puede haber conocimiento, pero es que aún teniendo fe y conocimiento, sin amor todo lo demás se derrumba. Y el amor nos empuja a movernos en una cuerda floja que está siempre a punto de romperse y que de hecho se rompe, el amor nos invita a constatar una y otra vez que todo lo que creíamos conocer se nos revela insuficiente e inútil.

La teología católica no desecha la ignorancia, puede luchar contra ella mientras perdona a los ignorantes. Puede comprender la necesidad del mal al mismo tiempo que lo enfrenta, porque sabe que en la aparente finitud (ignorancia) está la eternidad, y lo que hoy es un mal, mañana será la llave con la que abrir la puerta del bien, esa es la potencia reveladora de la fe cristiana encerrada en los relatos escatológicos del Apocalipsis. Un hombre puede ser a la vez débil y fuerte, ignorante y sabio, bueno y malo, porque la complejidad del universo lo supera. ¿Por qué la cultura tradicional no vivió con ansiedad las paradojas que hoy aterrorizan al mundo moderno? Las enseñanzas sobre la cruz, tales como que la muerte trae vida, la debilidad fortaleza y la pérdida trae ganancia, estaban dentro de lo que podemos llamar inteligencia paradójica. Sabían perfectamente que las verdades más profundas de la existencia humana no podían ser capturadas por la lógica simple, sino por una forma más sofisticada de conocimiento que abraza la tensión creativa. Cuando aceptas que el mismo Dios existe en relación eterna consigo mismo ya no necesitas angustiarte por encontrar conexión perfecta con el universo o con otros seres humanos imperfectos y finitos. La comunión existe en el corazón mismo de la realidad, y el hombre puede participar de ella, pero no es Dios para crearla. La reunión entre lo espiritual y lo material ya ha ocurrido en Cristo, el ser humano ya no tiene que elegir entre honrar la naturaleza espiritual o la física, no tiene que creerse Dios para llevarlo a cabo, la unión entre los opuestos ya ha sucedido en Cristo, el aparente fracaso es la victoria real. La trascendencia divina y la imposibilidad de abarcar el conocimiento del universo, da dignidad al ser humano. Nuestros mayores sabían mejor que nosotros que el trabajo honesto dignifica más que el dinero fácil, lo sabían sin necesidad de haber leído a Marx y sin necesidad de intelectualismos que los justifiquen. Sabían identificar las falacias de las ideologías que entienden el trabajo como una mercancía y no como una realización espiritual, porque la cosmovisión cristiana se sostiene en una trascendencia que da dignidad al ser humano, esa dignidad no le viene de los logros materiales, sino del espacio infinito que hay entre él y la divinidad, un espacio vacío. Dios crea el mundo con la noción de perfectibilidad, porque Dios es relación, sin ese vacío entre lo perfecto y lo imperfecto no habría motivos para la relación, para el amor.


Las ideologías modernas que atacan al cristianismo y que dicen haberse liberado de Dios, se basan en su mayoría en presupuestos cristianos sin los cuales no serían nada. Por ejemplo, el concepto de opresión presupone que los seres humanos tienen una unidad trascendente que va más allá de su función biológica. Pero esa idea de dignidad trascendente viene de la tradición judeocristiana. 
A menudo vemos como hoy en día los debates sociales llegan a un callejón sin salida en el que se constata que si la tolerancia es un valor absoluto, entonces debería tolerarse todo, incluso las posiciones que consideramos intolerantes. Pero si existen algunas cosas que no deberían ser toleradas como la injusticia o la crueldad, entonces se reconoce que la tolerancia no es un valor absoluto, sino un valor relativo que debe estar subordinado a valores más altos, a valores trascendentes, es decir, a Dios. Se utilizan conceptos cristianos como la dignidad humana, la búsqueda de la verdad, la justicia universal, la compasión por los débiles, para atacar al cristianismo, sin darse cuenta de que esos conceptos solo tienen sentido dentro de una cosmovisión cristiana, la única que mantiene el vínculo con la tradición, además de judaísmo e islam, pues el gnosticismo o el celtismo modernos no son tradicionales. Cuando estos principios tradicionales se rompen por influencia del materialismo y de las ideologías (liberales o marxistas) entonces nos invade la falta de sentido y de significado, pues al entrar en juego el capital y ser substituido por lo trascendental, deja de tener sentido la noción de opresión. Sin unidad trascendente no habría opresión porque todos seríamos trozos de carne u organismos biológicos, prestos a ser útiles a la producción y al sistema, y ese es el lugar hacia el que nos conduce la actual tecnocracia en la que nos encontramos.